Frente Negro
Asiduo
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¡Pobres libros!
Juan C. García
Para la gente que de verdad ama —amamos— los libros cualquier acto de agresión contra éstos viene a ser algo así como si nos arrancaran un jirón de alma. Llámese su autor Carlos Marx, Adolf Hitler o John Dewey. Lo mismo me da que sea pura bazofia satánica como la más sublime lírica teresiana. Tanto da si las páginas las han evacuado Heidegger, Proust o Derrida como si lo han hecho los contertulios de “Salsa Rosa”...
No ha tenido suerte el gobierno socialdemócrata con el libro. Quiso darle un mordisco al IVA —o incluso zampárselo— y le bajaron los humos —para regocijo de la derechona— desde Bruselas. Y ahora la Europa oficial apremia con otra majadería que, si bien no es un torpedo dirigido directamente a la línea de flotación de la letra impresa, acarreará males. Me refiero a la directiva 92/100 que pulula sobre nuestras cabezas desde el año de gracia de 1992 y que pretende gravar en nuestro país, con un impuesto, los libros que se prestan en las bibliotecas.
Hasta ahora, se había podido sortear la implantación de la susodicha gabela —se habla de un euro por préstamo—, pero los burócratas, apremiados por las sociedades gestoras de los derechos de autor, ha vuelto a dar un toque de atención a varios Estados remolones, entre ellos el español.
Mientras tanto, un grupo de bibliotecarios, han puesto el grito en el cielo aduciendo varias razones que, bajo mi punto de vista, son harto lógicas aunque epidérmicas en exceso.
Sostienen que “cuando una biblioteca compra un libro ya está pagando los correspondientes derechos de autor. No es normal que se le pida que pague el mismo concepto por segunda vez”. En el segundo punto de su protesta aducen que “las bibliotecas hacen un importante trabajo divulgador: promocionan la lectura, y eso redunda en beneficio de los autores y del sector editorial” y que “si hubiera que pagar una campaña propagandística para conseguir los mismos resultados, habría que invertir millones de euros”. En el tercero de los puntos afirman que las bibliotecas aseguran “el principal derecho de los autores: el derecho a ser leído. En ellas las obras se conservan durante años, mientras que en las librerías sólo pueden permanecer unas semanas porque la presión de la industria obliga a hacer sitio enseguida a las novedades. El almacenamiento de los libros cuesta mucho dinero y las bibliotecas lo hacen gratis, lo cual es también una forma de pagar a los autores”. En el quinto punto advierten que “las colecciones de las bibliotecas españolas son pobres y envejecidas, están muy alejadas de los índices habituales en otros países europeos, y se necesita invertir mucho dinero en la compra de nuevos materiales antes de pensar en la instauración de una tasa por préstamo. Las compras institucionales benefician a todo el sector del libro: a los autores, a los editores y, por supuesto, a los lectores”, y rematan con un sexto punto que reza así: “La biblioteca es un servicio público muy simbólico que resultaría dañado si se introdujera en ella la lógica de la empresa privada, en la que cualquier servicio tiene un coste para el usuario (que, como contribuyente, es el que pagaría la tasa aunque el pago no se hiciera directamente por cada libro prestado)”.
No es la única iniciativa. La han precedido otras en la misma dirección y sentido. Conocidos personajes de la cultura española firmaron no hace mucho un manifiesto contra dicho impuesto: Miguel Delibes, José Saramago, Fernando Savater, Juan Marsé, Emilio Lledó, Luis Mateo Díez, Rosa Regás, Almudena Grandes, Maruja Torres y un largo etcétera. Es más, tengo la sospecha de que todo esto va a traer cola, aunque a estas alturas no sé si de serpiente de verano o de barricada de papel.
Sea como fuere, estamos, sin embargo, ante una protesta de corte neorromántico destinada al más rotundo de los fracasos. Alguien con poder —y el correspondiente boletín oficial— decidió en su día que el libro es una mercancía: un objeto susceptible de producir ingresos —¡todavía más ingresos!—. Estamos —dirigentes y dirigidos— dentro de la burbuja, en la lógica y la dinámica de un mundo economicista que lo reduce todo a la altura del poderoso caballero. Si artistas, deportistas e ilustres profesiones liberales ya no son reconocidos socialmente por sus excelsitudes, hazañas y logros profesionales, sino fundamentalmente por su capacidad de ingresar millones —de dólares, of course!— a lo largo del año, ¿acaso aún cree alguien que el libro iba ser el eterno inquilino de una intocable Arcadia?
Todo necio —decía el pequeño de los Machado— confunde valor con precio. Y también por los libros sabemos que, en este mundo, los necios no son precisamente una especie en vías de extinción.
Juan C. García
25.VII.2004
https://es.geocities.com/miamigopic/
Juan C. García
Para la gente que de verdad ama —amamos— los libros cualquier acto de agresión contra éstos viene a ser algo así como si nos arrancaran un jirón de alma. Llámese su autor Carlos Marx, Adolf Hitler o John Dewey. Lo mismo me da que sea pura bazofia satánica como la más sublime lírica teresiana. Tanto da si las páginas las han evacuado Heidegger, Proust o Derrida como si lo han hecho los contertulios de “Salsa Rosa”...
No ha tenido suerte el gobierno socialdemócrata con el libro. Quiso darle un mordisco al IVA —o incluso zampárselo— y le bajaron los humos —para regocijo de la derechona— desde Bruselas. Y ahora la Europa oficial apremia con otra majadería que, si bien no es un torpedo dirigido directamente a la línea de flotación de la letra impresa, acarreará males. Me refiero a la directiva 92/100 que pulula sobre nuestras cabezas desde el año de gracia de 1992 y que pretende gravar en nuestro país, con un impuesto, los libros que se prestan en las bibliotecas.
Hasta ahora, se había podido sortear la implantación de la susodicha gabela —se habla de un euro por préstamo—, pero los burócratas, apremiados por las sociedades gestoras de los derechos de autor, ha vuelto a dar un toque de atención a varios Estados remolones, entre ellos el español.
Mientras tanto, un grupo de bibliotecarios, han puesto el grito en el cielo aduciendo varias razones que, bajo mi punto de vista, son harto lógicas aunque epidérmicas en exceso.
Sostienen que “cuando una biblioteca compra un libro ya está pagando los correspondientes derechos de autor. No es normal que se le pida que pague el mismo concepto por segunda vez”. En el segundo punto de su protesta aducen que “las bibliotecas hacen un importante trabajo divulgador: promocionan la lectura, y eso redunda en beneficio de los autores y del sector editorial” y que “si hubiera que pagar una campaña propagandística para conseguir los mismos resultados, habría que invertir millones de euros”. En el tercero de los puntos afirman que las bibliotecas aseguran “el principal derecho de los autores: el derecho a ser leído. En ellas las obras se conservan durante años, mientras que en las librerías sólo pueden permanecer unas semanas porque la presión de la industria obliga a hacer sitio enseguida a las novedades. El almacenamiento de los libros cuesta mucho dinero y las bibliotecas lo hacen gratis, lo cual es también una forma de pagar a los autores”. En el quinto punto advierten que “las colecciones de las bibliotecas españolas son pobres y envejecidas, están muy alejadas de los índices habituales en otros países europeos, y se necesita invertir mucho dinero en la compra de nuevos materiales antes de pensar en la instauración de una tasa por préstamo. Las compras institucionales benefician a todo el sector del libro: a los autores, a los editores y, por supuesto, a los lectores”, y rematan con un sexto punto que reza así: “La biblioteca es un servicio público muy simbólico que resultaría dañado si se introdujera en ella la lógica de la empresa privada, en la que cualquier servicio tiene un coste para el usuario (que, como contribuyente, es el que pagaría la tasa aunque el pago no se hiciera directamente por cada libro prestado)”.
No es la única iniciativa. La han precedido otras en la misma dirección y sentido. Conocidos personajes de la cultura española firmaron no hace mucho un manifiesto contra dicho impuesto: Miguel Delibes, José Saramago, Fernando Savater, Juan Marsé, Emilio Lledó, Luis Mateo Díez, Rosa Regás, Almudena Grandes, Maruja Torres y un largo etcétera. Es más, tengo la sospecha de que todo esto va a traer cola, aunque a estas alturas no sé si de serpiente de verano o de barricada de papel.
Sea como fuere, estamos, sin embargo, ante una protesta de corte neorromántico destinada al más rotundo de los fracasos. Alguien con poder —y el correspondiente boletín oficial— decidió en su día que el libro es una mercancía: un objeto susceptible de producir ingresos —¡todavía más ingresos!—. Estamos —dirigentes y dirigidos— dentro de la burbuja, en la lógica y la dinámica de un mundo economicista que lo reduce todo a la altura del poderoso caballero. Si artistas, deportistas e ilustres profesiones liberales ya no son reconocidos socialmente por sus excelsitudes, hazañas y logros profesionales, sino fundamentalmente por su capacidad de ingresar millones —de dólares, of course!— a lo largo del año, ¿acaso aún cree alguien que el libro iba ser el eterno inquilino de una intocable Arcadia?
Todo necio —decía el pequeño de los Machado— confunde valor con precio. Y también por los libros sabemos que, en este mundo, los necios no son precisamente una especie en vías de extinción.
Juan C. García
25.VII.2004
https://es.geocities.com/miamigopic/