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Madrugada. Duermevela. Los sueños, situaciones absurdas e inconexas, se desvanecen con los primeros compases de mi sinfonía melancólica. Cubierto aún con las sábanas abro los ojos en la oscuridad buscando el perfil de los objetos, o quizá intentando inocentemente sorprender a algún fantasma rezagado de la noche, y como movido por invisibles hilos de fatalidad, se cierne sobre mí de nuevo el manto del tedio.
Los bellos recuerdos de grandes situaciones vividas no provocan en mí sonrisa alguna; ultrajado por mí mismo, soy un balandro al garete sobre un Mar Muerto, sin viento que me empuje en ninguna dirección y a merced de las tormentas que amenazan allá, sobre el horizonte.
Crece mi ansiedad a medida que mi mente chequea todos los parámetros, que anoche logré dejar en estado latente. Bendiciendo a Santa Amitriptilina respiro profundamente antes de que el crujir de mis articulaciones me transporte a la vorágine impía de mi particular olimpiada diaria.
Sombras chinescas proyectadas sobre la pared saludan con caprichosas formas y despiden al crepúsculo de la mañana. Un ejército de gélidas almas en pena araña la ventana. Quiere apoderarse de la mía con tanta fuerza que incluso me siento tentado de abrir para retarle, desafiarle y proteger lo que considero mío, lo único que poseeré cuando mi cordón de plata, ajado y cristalizado, se haga añicos en el infinito de las dimensiones extraterrenales.
Propelentes de aerosol, excipientes, viales, mondas de manzana, tierras embebidas de hidrocarburos, argón en el aire, mercurio en el agua. Nada es casual, todo cuanto acontece es tan necesario como la luz del Astro Rey que roba el escenario y el protagonismo a la noche. Oh, ¡cuánto he echado de menos la inocencia que otrora me sorprendiere en situaciones tan predecibles ahora, cuán suspicaz me he vuelto a mi pesar! de nuevo aprieto las mandíbulas y respiro hondo, abro los ojos ante la nada y un maremagno de voces infernales vuelve a invadir mi consciencia, nuevamente receptáculo de toda la basura que llega sin censura a través de mis siete sentidos.
Odio, visceral e incondicionalmente. Odio todo aquello que represente lo que soy donde no puedo ser lo que deseo.
Quisiera disponer de todo cuanto no he sido capaz de producir por mí mismo y siempre hubiera deseado ser capaz de producir, y no por el simple hecho de poseerlo.
Deseo hasta el punto de apostar mi propia alma aquello que poseen otros sin merecerlo, no importa de lo que se trate.
Envidio al músico capaz de arrancar un lamento a un violín, siento envidia del propio instrumento por su capacidad de generar ese bello sonido, envidio al arco por el mero hecho de tener el privilegio de dar la caricia justa y hacer que vibren las cuerdas en armonioso llanto. Envidio lo justo, lo envidiable; creo que no pido demasiado, ni algo tan inalcanzable como para que no pueda serme concedido.
Podría incluso hacer un listado de ejemplos de cómo uno tras otro, voy transgrediendo los distintos pecados capitales. Podría incluso inventar nuevos pecados y gustoso caería en ellos, mas... ¡qué diablos!, para algo fueron inventados. Si están ahí no es para obedecerlos, sino para servirse de ellos, utilizarlos a nuestro servicio.
Apenas he vivido hoy y ya noto como se me escapa la luz de entre los dedos. Cuando cielo y tierra se confunden en la línea del horizonte comienza un nuevo ciclo. Es el crepúsculo del anochecer que llega para arroparme de nuevo. Normalmente se asocia con el Mal, aunque no entiendo bien por qué; a mí siempre me trató bien y me fue siempre fiel; no así el día, que en tantas ocasiones me burló de la manera más necia para recibirme a golpe de cúmulo y tempestad.
Con el crepúsculo se desvanecen las sombras, se hacen innecesarias cuando llega la noche mil veces más oscura, y cuando esto ocurre, los objetos, las criaturas, yo, todo, absolutamente todo, carece de sentido.
Madrugada. Duermevela. Los sueños, situaciones absurdas e inconexas, se desvanecen con los primeros compases de mi sinfonía melancólica. Cubierto aún con las sábanas abro los ojos en la oscuridad buscando el perfil de los objetos, o quizá intentando inocentemente sorprender a algún fantasma rezagado de la noche, y como movido por invisibles hilos de fatalidad, se cierne sobre mí de nuevo el manto del tedio.

Los bellos recuerdos de grandes situaciones vividas no provocan en mí sonrisa alguna; ultrajado por mí mismo, soy un balandro al garete sobre un Mar Muerto, sin viento que me empuje en ninguna dirección y a merced de las tormentas que amenazan allá, sobre el horizonte.
Crece mi ansiedad a medida que mi mente chequea todos los parámetros, que anoche logré dejar en estado latente. Bendiciendo a Santa Amitriptilina respiro profundamente antes de que el crujir de mis articulaciones me transporte a la vorágine impía de mi particular olimpiada diaria.

Sombras chinescas proyectadas sobre la pared saludan con caprichosas formas y despiden al crepúsculo de la mañana. Un ejército de gélidas almas en pena araña la ventana. Quiere apoderarse de la mía con tanta fuerza que incluso me siento tentado de abrir para retarle, desafiarle y proteger lo que considero mío, lo único que poseeré cuando mi cordón de plata, ajado y cristalizado, se haga añicos en el infinito de las dimensiones extraterrenales.

Propelentes de aerosol, excipientes, viales, mondas de manzana, tierras embebidas de hidrocarburos, argón en el aire, mercurio en el agua. Nada es casual, todo cuanto acontece es tan necesario como la luz del Astro Rey que roba el escenario y el protagonismo a la noche. Oh, ¡cuánto he echado de menos la inocencia que otrora me sorprendiere en situaciones tan predecibles ahora, cuán suspicaz me he vuelto a mi pesar! de nuevo aprieto las mandíbulas y respiro hondo, abro los ojos ante la nada y un maremagno de voces infernales vuelve a invadir mi consciencia, nuevamente receptáculo de toda la basura que llega sin censura a través de mis siete sentidos.
Odio, visceral e incondicionalmente. Odio todo aquello que represente lo que soy donde no puedo ser lo que deseo.
Quisiera disponer de todo cuanto no he sido capaz de producir por mí mismo y siempre hubiera deseado ser capaz de producir, y no por el simple hecho de poseerlo.
Deseo hasta el punto de apostar mi propia alma aquello que poseen otros sin merecerlo, no importa de lo que se trate.
Envidio al músico capaz de arrancar un lamento a un violín, siento envidia del propio instrumento por su capacidad de generar ese bello sonido, envidio al arco por el mero hecho de tener el privilegio de dar la caricia justa y hacer que vibren las cuerdas en armonioso llanto. Envidio lo justo, lo envidiable; creo que no pido demasiado, ni algo tan inalcanzable como para que no pueda serme concedido.

Podría incluso hacer un listado de ejemplos de cómo uno tras otro, voy transgrediendo los distintos pecados capitales. Podría incluso inventar nuevos pecados y gustoso caería en ellos, mas... ¡qué diablos!, para algo fueron inventados. Si están ahí no es para obedecerlos, sino para servirse de ellos, utilizarlos a nuestro servicio.
Apenas he vivido hoy y ya noto como se me escapa la luz de entre los dedos. Cuando cielo y tierra se confunden en la línea del horizonte comienza un nuevo ciclo. Es el crepúsculo del anochecer que llega para arroparme de nuevo. Normalmente se asocia con el Mal, aunque no entiendo bien por qué; a mí siempre me trató bien y me fue siempre fiel; no así el día, que en tantas ocasiones me burló de la manera más necia para recibirme a golpe de cúmulo y tempestad.

Con el crepúsculo se desvanecen las sombras, se hacen innecesarias cuando llega la noche mil veces más oscura, y cuando esto ocurre, los objetos, las criaturas, yo, todo, absolutamente todo, carece de sentido.