En el Carmelo dice... menudo PRINGADO
Para aquellos poco familiarizados con la geografía de barcepolla, debéis saber que el Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento y asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero [...]
Claro que eso son palabras de Juan Marsé, que es medio gitano: debéis desconfiar de sus palabras con sano espíritu crítico. En realidad el Carmelo es uno de esos barrios miserables dejados de la mano de Dios donde los muertos de hambre llegados del sur edificaron sus chabolas insalubres de uralita y amianto, y allí se dedicaron a engendrar auténticas camadas de futuros aficionados del RCD Espanyol, para horror de los burgueses que tenían sus casas de campo en la montaña y para goce del nunca bien ponderado Porcioles, que urbanizó lo que pudo y más a golpe de decretazo. En la actualidad si lo visitáis os encontraréis con pisos de tamaño hobbit, calles agrestes donde aparcar es una auténtica aventura y delincuencia a pequeña escala, justo lo contrario de lo que pasa en el vecino Guinardó, un barrio habitado por jubilados y gente de bien.
No es que yo sea de ahí ni nada, pero tengo que decir que es un sitio tranquilo en el que nunca pasa nada. Si tuviera que arrojar un anillo letal y decisivo para el futuro de la humanidad a la eternidad de los fuegos fatuos, confiaría en un joven del Guinardó para llevar a cabo la empresa. Eso es en general algo apetecible, a excepción de cuando teníamos que subir al dojo que estaba en el Carmelo o los niños de otros barrios venían a meterse con nosotros, ya que no teníamos ningún elemento disuasorio. El gilipollas este del Carmelo y otra gente de mal vivir, cuando les tocabas las narices, te salían con el "eeeeeh, conmigo no te metas que soy del Carmelo" y ahí es donde tú te cagabas, porque aunque nunca hubieras estado ahí en persona conocías todo tipo de leyendas sobre ese sitio. En cambio, si decías "eeeh, que soy del Guinardó", lo máximo que te aseguraba eso era una paliza todavía más contundente y es por ese motivo que las generaciones de chavales del barrio que nos precedieron quisieron acabar con esa realidad y dotarlo de la presencia necesaria. Para ello empezaron a colgar bambas de los cables de electricidad y a tejer toda clase de historiografía sobre gente muy chunga a base del boca oreja, puede que la trola más famosa fuera la de ese tal "Moha", un tío al que todos temían pero al que nadie conocía más que por referencias de terceros. Fue entonces cuando el barrio empezó a ser conocido como "El Guinarbronx", y en ese universo es donde tuvo lugar mi experiencia.
Eran las postimetrías de los años 90. La tecnología no era lo que es ahora, de mis amigos sólo uno tenía ordenador y llegó a hacerme creer que internet se instalaba con un disquette. Yo era un bendito. Uno de esos años, por Navidad, me regalaron la Game Boy chata acompañada de uno de esos cartuchos que vendían en los TODO A CIEN, cuando ese ramo del sector servicios todavía no había sido conquistado por los invasores chinos. Era el típico cartucho de "cien juegos en uno", pero cuando te habías pasado los siete primeros te dabas cuenta de que todos eran versiones distintas de los mismos tres o cuatro básicos. Como cualquier otro año el nocivo stablishment educativo del Reich catalán, aparte de segregar a los castellanoparlantes por motivos étnicos, nos autorizó a traer al cole un regalo de navidad, y ahí vimos que todos llevábamos nuestras flamantes recién estrenadas Game Boys con el mismo cartucho, fácilmente reconocible, de un color gris anodino. Todos, menos uno. Ese cartucho era de un azul metálico que destacaba por encima de todos los demás, un azul que lo situaba varios peldaños por encima de la jerarquía de los cartuchos.
Ese chaval, como una especie de rey caimán entre los mortales, jugaba a un juego que supuso un antes y un después. Mientras todos dábamos saltos ridículos con nuestros juegos de plataformas cutres, él tenía un juego con un storyboard definido, un juego de verdad. Un día tuve la suerte de que me lo dejase probar, y todo un universo de posibilidades se abrió delante mío. Si habéis tenido infancia sabréis a estas alturas que no estoy hablando sino del Pokemon Blue Edition. Poco a poco, todos los chavales lo fuimos probando y fue tal el furor que originó que no sería hasta tres meses después que no conseguí hacerme con mi propia versión del juego: en cuanto la gente supo de su existencia, el género empezó a escasear hasta que un día mi padre consiguió traerme uno de contrabando, poniendo en riesgo su vida
Los pokémon pasaron rápidamente a formar parte de nuestras vidas. Cada uno tenía su favorito, y quien no tenía virtualmente no existía para el resto de la clase, ya que todo empezó a girar alrededor de ellos. Yo empecé con un charmander que a los pocos días ya era un charizard todo pepino, y así hasta ser el campeón de la liga Pokémon. Cuando todos nos hubimos pasado el juego ya nos empezó a saber a poco y buscamos formas alternativas de sacarle más partido, organizar combates entre nosotros, conseguir los 150, intercambiar pokémons... pero no teníamos la forma de hacerlo, por aquél entonces no existían el wifi ni el bluetooth. Hasta que un día mi padre volvió a salvar la situación in extremis, trayéndome un cable Link. Ese día empezó mi dominio.
Lógicamente, decidido a explotar mi situación, empecé a llevar el cable al cole. Gracias a eso pudimos empezar con el intercambio de pokémons y los combates entre nosotros, con eso la competitividad empezó a salir a la luz, y yo sabía que en una situación así siempre es bueno ser quien ostenta el poder. Ningún pokémon era cambiado sin mi aprovación, ningún combate se organizaba sin que yo lo supiera. Tenía el monopolio, el control total sobre los pokémon de mi clase y, como todo hombre poderoso, mi único objetivo era conseguir aumentar más y más ese poder. Quería poseer los mejores pokémon de cada uno, al fin y al cabo si querían cambiar un nuevo pokémon tendrían que acudir a mí. Sabía qué escondía el PC de Bill de cada uno de ellos. Recuerdo la vez que vi a un chaval con un wartortle a nivel 33 con solamente haber derrotado a un líder de gimnasio, esa criatura tenía el mayor potencial que jamás había visto, y no era yo quien la tenía.
Obviamente no podía encargarme yo de todo el trabajo sucio, contaba con la ayuda de un eficaz equipo de esbirros integrado por hombres de mi más absoluta confianza con los que trabajaba en equipo para perpetrar mis fechorías. A cambio, yo no me quedaba sus pokémon y compartía con ellos parte de mi botín. En una brillante operación organizada por mi número dos cogieron el cartucho del super wartortle mientras el chaval se comía un bollicao, fue todo en un momento de distracción, una incursión limpia de entrada y salida. Cuando fue a seguir con su partida, el orgulloso líder de su equipo había sido reemplazado misteriosamente por un caterpie nivel 3. No os podéis imaginar la cantidad de articunos que tenía, estaba en la cima de la pirámide sin ser nada más que un niño con un cable. Estaba dispuesto a defender esa supremacía a cualquier precio, si un niño se negaba a entregarme sus pokémon mi equipo de colaboradores se encargaban de hacerlo cambiar de idea. El primer mewtwo que tuve aceptaron cambiármelo por un nidoran macho cuando a su dueño original le quedaban pocos segundos para morir asfixiado por el cable Link.
En una ocasión, alguien tuvo la osadía de traer a clase un mew. El juego no dejaba capturarlo, alguien tenía que habérselo pasado... y sin mi consentimiento. Cuando fui a exigirle su legendario, se negó a entregármelo. Me pedía a cambio 200 pesetas de la época, que al cambio actual serían aproximadamente 150 euros. Una verdadera fortuna para un niño que no tenía dinero ni para tazos. La situación se estaba poniendo fea, porque por aquél entonces ya se sabía que había una forma para clonar los pokémon, y ese hijo de puta quería sacarse una pasta vendiendo el mew al mejor postor. Pero para clonar se seguía necesitando el cable, me necesitaba a mí, yo seguía estando en la posición dominante de la negociación, así que forcé la salida empezando con mis hombres una campaña de difamación en la que se le acusaba de seguir meándose en los pantalones (en aquella edad remota desconocíamos el significado de la palabra gay y no pudimos aprovechar bien ese flanco). Gracias a mi control del estado de opinión de la clase pudimos hundirle la moral y terminó entregando el mew: ni vendiendo miles de mews podría haber sufragado lo que sus padres se gastaron en psicólogos. Le destrozamos la infancia, pero lo que es más importante es que conseguí hacerme con el mew, y de paso le dimos una lección.
Esa total falta de humanidad con la que afronté el asunto demuestra que por aquél entonces el asunto ya se me había ido un poco de las manos. Éramos la mafia de los pokémon, parecía que aquello tuviera que durar para siempre, nos las prometíamos felices, íbamos a ser ricos y a vivir una vida de lujo y poder, como Tony Montana. Pero en realidad no fue así: el cable Link lo vendían en cualquier tienda, y con el tiempo otros chavales empezaron a traer los suyos propios, decididos a dinamitar mi poder. Tenía que tomar medidas, pero ya de entrada desestimé enfangarme en una cruenta lucha violenta, no quería terminar con más sangre sobre mi consciencia. Estaba empezando a evolucionar de Avon Barksdale a Stringer Bell, les ofrecí un trato que no iban a poder rechazar: el pastel era muy grande, demasiado como para no compartirlo. Propuse que nos repartiéramos el mercado. Íbamos a agremiarnos, una solución mucho más cómoda y estable que competir entre nosotros. Así se cerró el trato que nos iba a garantizar el dominio total sobre el resto de la clase, aunque en lugar trajes llevábamos unas patéticas batas de cuadros.
Y así pasé de ser el Señor de los Pokémon a ser el capo en la sombra del Cartel de los pokémon. Las prácticas seguían siendo las mismas, la diferencia es que me mantenía en un mucho más distante segundo plano, raramente me manchaba las manos, y siendo más teníamos que repartirnos equitativamente los beneficios, pero era mucho más fácil controlar al resto de la clase. Había pasado de ser el gángster a ser el banquero, mis pokémon estaban limpios. Era grande. Era un coloso. Era intocable. O eso era lo que me creía: al cabo de un par de años, Nintendo sacó las infaustas ediciones Oro y Plata donde podías clonar pokémons sin necesidad de un cable.
Todo aquello en lo que creía, todos los fundamentos sobre los cuales había construído mi imperio, ahora estaban al alcance de cualquier idiota. Mi poder se desvaneció, derrocándose sobre sí mismo, como los cimientos de Barad-Dûr. Tuve que volver a usar la vía honrada para volver a ser el maestro pokémon de mi clase, otros no quisieron, o no supieron, y embriagados por la droga del poder empezaron con los pequeños trapicheos, a fumar porros, a contestar a los padres... yo aprendí varias lecciones: lo que fácil se viene fácil se va, y tratar a tus pokémon con amor y respeto siempre es mucho más gratificante que usarlos como un medio para llegar al poder.
Años más tarde, cuando salieron las ediciones Rubí y Zafiro, estuve tentado de volver a ser aquél que fui antes, el diablo de negro corazón me llamaba otra vez a su lado, pero ya era demasiado tarde: yo me había reformado, y aquella gente que en su día hubiesen dado su dignidad por un pokémon, ahora, esa misma dignidad la entregaban por el exiguo roce con los chochos de la clase. En el mundo ya no había lugar para mí.