Doctor Seperiza
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Estimados seres inferiores...
Esta mañana me estaba acicalando para una reunión muy importante y hete aquí que, mientras me atusaba las hombreras del traje, he prorrumpido a tirarme una sarta de cuescos de espanto.
Ahí estaba yo, todo emperifollado y señorial, tronando como un energúmeno. La verdad es que poco me ha faltado para echarme a llorar. La impresión que he tenido de mí mismo ha sido la de un ser hipócrita y estúpido. ¿Por qué no salir a la calle con nuestros verdaderos atuendos?, me preguntaba entre sollozos. La respuesta es bien sencilla: nos avergonzamos de nuestro cuerpo y de sus productos derivados. Y es que, ¿para qué nos vamos a engañar?, somos mierda pura.
Andaba abstraído con estas cavilaciones cuando, de repente, he podido escuchar, a través de la fina pared de mi suite, unas abominables arcadas provenientes de la habitación adyacente. Se trataba de una vieja que debieron sentarle mal las gambas de la cena de anoche, ya que se la han terminado por llevar los del SAMUR, toda entubada y macilenta. Ahí estaba, toda una señora de alto copete, alojada en uno de los hoteles más caros de la península, desprendiendo un hedor como el que irradian los perros tras restregarse con el cadáver descompuesto de una cabra del monte. La hostia, qué asco.
Para colmo, a uno de los del servicio de habitaciones, más que probablemente debido al nauseabundo tufo, le ha dado un síncope. Servidor, que ya lleva bastantes años dedicado a lidiar en estas plazas, ha principiado por librar al pobre joven de todas las prendas de vestir que hipotéticamente pudieran impedir una óptima circulación sanguínea -ojo, pero sin mariconadas-. Mi sorpresa ha sido mayúscula: llevaba en la parte frontal de los calzoncillos un cuajarón amarillo como un pan de Cádiz; de la parte dorsal, mejor no hablar: se podían ver allí todas las caras de Bélmez... Me cago en mis muertos, qué aborrecimiento de gente.
Quiero decir con todo esto que, el que esté libre de pecado, tire la primera piedra y exponga aquí cómo se las apaña para ocultar ante los ojos de los demás todas estas, digamos, debilidades humanas: follonazos, follonazos con mochila, pérdidas de orina,sobaqueras recalcitrantes, resuellos perrunos, etc, etc.
Yo, personalmente, con el tema de los cuescos llevo arrastrando una cruz desde tiempos del santo Jeremías. Algo tan maravilloso como yacer con una bella dama se convierte para mí en un infierno debido a esta dramática predisposición de mis intestinos. Suelo, como último recurso, cuando ya estoy como un globo de tanto aguantar los gases, ir al cuarto de baño y aprovechar el ruido de la cisterna para camuflar mis tormentas fétidas. Pero tampoco es la panacea: a veces uno se encuentran con un modelo silencioso de cisterna -fujitsu de ése- y como que no hay cojones.
Buenas tardes.
Esta mañana me estaba acicalando para una reunión muy importante y hete aquí que, mientras me atusaba las hombreras del traje, he prorrumpido a tirarme una sarta de cuescos de espanto.
Ahí estaba yo, todo emperifollado y señorial, tronando como un energúmeno. La verdad es que poco me ha faltado para echarme a llorar. La impresión que he tenido de mí mismo ha sido la de un ser hipócrita y estúpido. ¿Por qué no salir a la calle con nuestros verdaderos atuendos?, me preguntaba entre sollozos. La respuesta es bien sencilla: nos avergonzamos de nuestro cuerpo y de sus productos derivados. Y es que, ¿para qué nos vamos a engañar?, somos mierda pura.
Andaba abstraído con estas cavilaciones cuando, de repente, he podido escuchar, a través de la fina pared de mi suite, unas abominables arcadas provenientes de la habitación adyacente. Se trataba de una vieja que debieron sentarle mal las gambas de la cena de anoche, ya que se la han terminado por llevar los del SAMUR, toda entubada y macilenta. Ahí estaba, toda una señora de alto copete, alojada en uno de los hoteles más caros de la península, desprendiendo un hedor como el que irradian los perros tras restregarse con el cadáver descompuesto de una cabra del monte. La hostia, qué asco.
Para colmo, a uno de los del servicio de habitaciones, más que probablemente debido al nauseabundo tufo, le ha dado un síncope. Servidor, que ya lleva bastantes años dedicado a lidiar en estas plazas, ha principiado por librar al pobre joven de todas las prendas de vestir que hipotéticamente pudieran impedir una óptima circulación sanguínea -ojo, pero sin mariconadas-. Mi sorpresa ha sido mayúscula: llevaba en la parte frontal de los calzoncillos un cuajarón amarillo como un pan de Cádiz; de la parte dorsal, mejor no hablar: se podían ver allí todas las caras de Bélmez... Me cago en mis muertos, qué aborrecimiento de gente.
Quiero decir con todo esto que, el que esté libre de pecado, tire la primera piedra y exponga aquí cómo se las apaña para ocultar ante los ojos de los demás todas estas, digamos, debilidades humanas: follonazos, follonazos con mochila, pérdidas de orina,sobaqueras recalcitrantes, resuellos perrunos, etc, etc.
Yo, personalmente, con el tema de los cuescos llevo arrastrando una cruz desde tiempos del santo Jeremías. Algo tan maravilloso como yacer con una bella dama se convierte para mí en un infierno debido a esta dramática predisposición de mis intestinos. Suelo, como último recurso, cuando ya estoy como un globo de tanto aguantar los gases, ir al cuarto de baño y aprovechar el ruido de la cisterna para camuflar mis tormentas fétidas. Pero tampoco es la panacea: a veces uno se encuentran con un modelo silencioso de cisterna -fujitsu de ése- y como que no hay cojones.
Buenas tardes.