stavroguin 11
Clásico
- Registro
- 14 Oct 2010
- Mensajes
- 3.780
- Reacciones
- 2.828
Escribo en un hilo de otro foro (ahora aparecerá ILG para llamarme traidor, recordarme que aquí me hacen caso cuando hablo de buceo y allí no y además para apuntar que soy un amargado) desarrollando una idea a partir de una noche de soledad de 1987. Y, al margen de los temas de ese post, se me viene a la cabeza una reflexión sobre las soledades de aquella época, muy diferentes a las de ahora.
Así que súbanse conmigo al DeLorean trucado, abróchense bien el cinto y acompáñenme a recordar lo que era aquella época. Eso para los los pocos cuasicoetáneos míos que pululan por aquí. Los que entonces estaban naciendo o eran un mero anteproyecto en los cojones de sus señores padres, van a descubrir un extraño mundo.
Ya hemos llegado. Nos bajamos y empezamos a ver cosas raras: cabinas telefónicas por todas partes, no encontramos ningun cibercafé, ninguna tienda de Movistar, la gente viste extraños jerseis de lana tejidos por sus mujeres o madres, o bien va hecha un pincel exhibiendo marcas caras en cada complemento. Vemos Wolkswagen Golf y Vespas por todas partes, nadie lleva un móvil en la mano, la gente corre (esa gilipollez aun no se llamaba running) con aparatosos Walkman, en las cafeterías la gente charla sin preguntar claves de WIFI o lee aparatosos e inmanejables diarios de papel...
Está lloviendo, hace una noche hostil. Preocedamos al experimento: uno se queda sin compañía en una vivienda de aquella época, por ejemplo, un piso de estudiantes compartido como el que yo vivía entonces. Al cabo de un rato, empezamos a sentirnos un poco solos.
Primera opción: intentar comunicarse con alguien y charlar un poco. Llevamos la mano al bolsillo: el iphone, lógicamente, no está allí. Steve Jobs aun no había podido atender a ello. Nada de Whatsapp, nada de revisar la agenda para ver con quien chafardeamos un poco, nada de redes sociales para informarse de la actualidad o para cotillear vidas ajenas. No queda más remedio que coger el teléfono fijo...
Pero cojones, estamos en un piso de estudiantes. No tenemos esas cosas. No queda más remedio que tirar de chubasquero y paraguas para salir a la calle, a buscar una cabina, un locutorio o el teléfono de un bar.
Por desgracia, miles de personas más se sienten solas y con ganas de comunicarse a esa hora. Todos los teléfonos ocupados: esperamos mohínos bajo la lluvia o tomando un café a que la zorrupia de turno (menos empoderada que las de ahora pero igual de plasta) acabe su inagotable conversación. Al cabo de tres cuartos de hora, conseguimos sitio y nos comunicamos brevemente con un amigo o alguien de la familia, con la incomodidad de la cabina o la falta de intimidad del bar. Cuando parece que la conversación se anima algo, vaya, se nos acaban las monedas. Vuelta a casa.
Damos un breve paseo, pensando que algún conocido puede estar cerca y que podemos quedar. Por desgracia, los móviles siguen sin inventarse, y solo puedes localizar a alguien cuando está en casa. Nos resignamos y nos retiramos pronto.
Una vez en el hogar, podemos encender el portátil y ponernos a leer la prensa del día, forear un poco, comprar alguna cosa en Ebay, hacer algún trabajillo. Pero hay un pequeño problema: los ordenadores personales todavía son ciencia-ficción, así que opción descartada.
Siguiente opción: la tele. Vamos a zapear un poco a ver lo que encontramos: que es, fundamentalmente, un par de cadenas públicas que no echan nada interesante y, además, tenemos que levantarnos del sillón para cambiar de canal.
Entonces recurrimos a la última opción: el papel. Pero el periódico del día lo hemos leído por la mañana con el café y el croissant (por fin, algo que no cambia) y ya nos asquea un poco. Las noticias ya son viejas, no se actualizan, no aparecen comentarios de los lectores al pie de la cada apartado, no enlazan a otras informaciones. Y también es un coñazo sostener ese mamotreto de papel.
Decidimos finalmente optar por un poco de literatura. Menos mal que hemos cargado el E-read..., cojones, fail. A ver que encontramos en las estanterías. Como últimamente no hemos pasado por la librería, poca cosa: la Espasa y alguna colección de clásicos criando polvo. Como realmente no nos apetece informarnos sobre la superficie de Australia o la guerra del Peloponeso, ni sumergirnos en las apasionantes andanzas del Lazarillo de Tormes, pasamos a otra cosa.
Si tuviese que poner un tag a la soledad de los 80, diría que es una soledad que huele a papel viejo.
Poco a poco las paredes de nuestro cuarto se parecen más a una prisión, y las opciones de que disponemos también a las de un preso cualquiera. Nos decantamos por lo más socorrido: una buen a paja. Vamos con un video de bukkakes de putaloc... mierda otra vez. Encontramos bajo los cojines del sofá la revista de siempre, acartonada de lefazos. Las imágenes, a fuer de sobreutilizadas, nos excitan tanto como un tubo de escape. Le echamos imaginación y descargamos aburridamente. Mañana será otro día, con otras opciones.
Por ejemplo, podemos intentar buscar una fulana para un kiki. Pero todavía no se ha inventado Badoo, Tinder y similares. Nuestras opciones se reducen al entorno próximo, donde ya estamos muy vistos. Para los anuncios de contactos tenemos que comprar la prensa, y llamar desde un bar o una cabina donde pueden vernos con la página acusadora abierta, o un locutorio, donde casi cualquiera puede escucharnos. El puticlub queda a las afuera, no tenemos coche y, además, aun no han desembarcado las ucranianas y las colombianas. Solo unas cuantas portuguesas entradas en años y en carnes para saciar a camioneros y solitarios. Podemos hacernos un apartado de correos y escribir a los anuncios de cualquier revista en la sección busco pareja, esperando un par de semanas a que cualquier petarda del otro lado de la península se ponga en contacto escrito con nosotros.
Entonces decidimos charlar con alguien de nuestros intereses comunes o aficiones. Pero en nuestro círculo social a nadie le interesa la fotografía, por ejemplo, y no podemos entrar en ningún foro a aprender o compartir experiencias, ni a poner fotos para que las critiquen, porque internet y la foto digital aun no existen. Miramos nuestras últimas instantáneas, recién recogidas de la tienda de Kodak, en la soledad de un bar, sin nadie con quien compartirlas. Por cierto, salieron casi todas movidas o desenfocadas, y uno de los carretes se jodió en el revelado.
No conocemos, en el mundo real, a nadie que le interese nuestro escritor favorito, o que esté fascinado por viajar al mismo país que nosotros. Si la tele o los diarios no hablan de ellos, no podemos aprender cosas, a no ser que encontremos algo en la biblioteca pública. Si tienes gustos minoritarios, tu incomunicación acerca de tus intereses será total y absoluta. Todos están demasiado ocupados con el fútbol, y los miembros de la minoría selecta están tan aislados como si cada uno viviese en un atolón del Pacífico. No hay ningún mundo virtual que te permita confluir con ellos para disfrutar del interés común, ni ningún foro de tarados que te permita sentir que existen inadaptados como tú. Todo lo que puedes obtener te lo aportará el reducidísimo número de personas con las que compartes relaciones sociales, y por mera probabilidad, es difícil encontrar almas gemelas. Tal vez exista un club de fanáticos de la literatura rusa que se reúna una vez al mes en Soria, pero no vas a ir allí desde Betanzos a charlar un poco. Así que te consumes de aburrimiento, rodeado de gente a la que no interesas ni te interesa una mierda, día tras día, mes tras mes, año tras año...
Si les parece, nos subimos al DeLorean y vamos de vuelta.
Así que súbanse conmigo al DeLorean trucado, abróchense bien el cinto y acompáñenme a recordar lo que era aquella época. Eso para los los pocos cuasicoetáneos míos que pululan por aquí. Los que entonces estaban naciendo o eran un mero anteproyecto en los cojones de sus señores padres, van a descubrir un extraño mundo.
Ya hemos llegado. Nos bajamos y empezamos a ver cosas raras: cabinas telefónicas por todas partes, no encontramos ningun cibercafé, ninguna tienda de Movistar, la gente viste extraños jerseis de lana tejidos por sus mujeres o madres, o bien va hecha un pincel exhibiendo marcas caras en cada complemento. Vemos Wolkswagen Golf y Vespas por todas partes, nadie lleva un móvil en la mano, la gente corre (esa gilipollez aun no se llamaba running) con aparatosos Walkman, en las cafeterías la gente charla sin preguntar claves de WIFI o lee aparatosos e inmanejables diarios de papel...
Está lloviendo, hace una noche hostil. Preocedamos al experimento: uno se queda sin compañía en una vivienda de aquella época, por ejemplo, un piso de estudiantes compartido como el que yo vivía entonces. Al cabo de un rato, empezamos a sentirnos un poco solos.
Primera opción: intentar comunicarse con alguien y charlar un poco. Llevamos la mano al bolsillo: el iphone, lógicamente, no está allí. Steve Jobs aun no había podido atender a ello. Nada de Whatsapp, nada de revisar la agenda para ver con quien chafardeamos un poco, nada de redes sociales para informarse de la actualidad o para cotillear vidas ajenas. No queda más remedio que coger el teléfono fijo...
Pero cojones, estamos en un piso de estudiantes. No tenemos esas cosas. No queda más remedio que tirar de chubasquero y paraguas para salir a la calle, a buscar una cabina, un locutorio o el teléfono de un bar.
Por desgracia, miles de personas más se sienten solas y con ganas de comunicarse a esa hora. Todos los teléfonos ocupados: esperamos mohínos bajo la lluvia o tomando un café a que la zorrupia de turno (menos empoderada que las de ahora pero igual de plasta) acabe su inagotable conversación. Al cabo de tres cuartos de hora, conseguimos sitio y nos comunicamos brevemente con un amigo o alguien de la familia, con la incomodidad de la cabina o la falta de intimidad del bar. Cuando parece que la conversación se anima algo, vaya, se nos acaban las monedas. Vuelta a casa.
Damos un breve paseo, pensando que algún conocido puede estar cerca y que podemos quedar. Por desgracia, los móviles siguen sin inventarse, y solo puedes localizar a alguien cuando está en casa. Nos resignamos y nos retiramos pronto.
Una vez en el hogar, podemos encender el portátil y ponernos a leer la prensa del día, forear un poco, comprar alguna cosa en Ebay, hacer algún trabajillo. Pero hay un pequeño problema: los ordenadores personales todavía son ciencia-ficción, así que opción descartada.
Siguiente opción: la tele. Vamos a zapear un poco a ver lo que encontramos: que es, fundamentalmente, un par de cadenas públicas que no echan nada interesante y, además, tenemos que levantarnos del sillón para cambiar de canal.
Entonces recurrimos a la última opción: el papel. Pero el periódico del día lo hemos leído por la mañana con el café y el croissant (por fin, algo que no cambia) y ya nos asquea un poco. Las noticias ya son viejas, no se actualizan, no aparecen comentarios de los lectores al pie de la cada apartado, no enlazan a otras informaciones. Y también es un coñazo sostener ese mamotreto de papel.
Decidimos finalmente optar por un poco de literatura. Menos mal que hemos cargado el E-read..., cojones, fail. A ver que encontramos en las estanterías. Como últimamente no hemos pasado por la librería, poca cosa: la Espasa y alguna colección de clásicos criando polvo. Como realmente no nos apetece informarnos sobre la superficie de Australia o la guerra del Peloponeso, ni sumergirnos en las apasionantes andanzas del Lazarillo de Tormes, pasamos a otra cosa.
Si tuviese que poner un tag a la soledad de los 80, diría que es una soledad que huele a papel viejo.
Poco a poco las paredes de nuestro cuarto se parecen más a una prisión, y las opciones de que disponemos también a las de un preso cualquiera. Nos decantamos por lo más socorrido: una buen a paja. Vamos con un video de bukkakes de putaloc... mierda otra vez. Encontramos bajo los cojines del sofá la revista de siempre, acartonada de lefazos. Las imágenes, a fuer de sobreutilizadas, nos excitan tanto como un tubo de escape. Le echamos imaginación y descargamos aburridamente. Mañana será otro día, con otras opciones.
Por ejemplo, podemos intentar buscar una fulana para un kiki. Pero todavía no se ha inventado Badoo, Tinder y similares. Nuestras opciones se reducen al entorno próximo, donde ya estamos muy vistos. Para los anuncios de contactos tenemos que comprar la prensa, y llamar desde un bar o una cabina donde pueden vernos con la página acusadora abierta, o un locutorio, donde casi cualquiera puede escucharnos. El puticlub queda a las afuera, no tenemos coche y, además, aun no han desembarcado las ucranianas y las colombianas. Solo unas cuantas portuguesas entradas en años y en carnes para saciar a camioneros y solitarios. Podemos hacernos un apartado de correos y escribir a los anuncios de cualquier revista en la sección busco pareja, esperando un par de semanas a que cualquier petarda del otro lado de la península se ponga en contacto escrito con nosotros.
Entonces decidimos charlar con alguien de nuestros intereses comunes o aficiones. Pero en nuestro círculo social a nadie le interesa la fotografía, por ejemplo, y no podemos entrar en ningún foro a aprender o compartir experiencias, ni a poner fotos para que las critiquen, porque internet y la foto digital aun no existen. Miramos nuestras últimas instantáneas, recién recogidas de la tienda de Kodak, en la soledad de un bar, sin nadie con quien compartirlas. Por cierto, salieron casi todas movidas o desenfocadas, y uno de los carretes se jodió en el revelado.
No conocemos, en el mundo real, a nadie que le interese nuestro escritor favorito, o que esté fascinado por viajar al mismo país que nosotros. Si la tele o los diarios no hablan de ellos, no podemos aprender cosas, a no ser que encontremos algo en la biblioteca pública. Si tienes gustos minoritarios, tu incomunicación acerca de tus intereses será total y absoluta. Todos están demasiado ocupados con el fútbol, y los miembros de la minoría selecta están tan aislados como si cada uno viviese en un atolón del Pacífico. No hay ningún mundo virtual que te permita confluir con ellos para disfrutar del interés común, ni ningún foro de tarados que te permita sentir que existen inadaptados como tú. Todo lo que puedes obtener te lo aportará el reducidísimo número de personas con las que compartes relaciones sociales, y por mera probabilidad, es difícil encontrar almas gemelas. Tal vez exista un club de fanáticos de la literatura rusa que se reúna una vez al mes en Soria, pero no vas a ir allí desde Betanzos a charlar un poco. Así que te consumes de aburrimiento, rodeado de gente a la que no interesas ni te interesa una mierda, día tras día, mes tras mes, año tras año...
Si les parece, nos subimos al DeLorean y vamos de vuelta.
Última edición: