La soledad del inventor (relato, cierren cuando quieran)

Mr. Cellophane

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7 Jun 2006
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Hace muchos, muchísimos años, cuando el mundo aún era joven y la inquietud corría por mis venas libres de colesterol, decidí hacer un viaje. No la típica escapada de fin de semana, ni las aburridas vacaciones multitudinarias en la playa o en la montaña, sino algo que realmente otorgase algún sentido a mi por entonces vacía e inexperta vida.

Tras mucho pensarlo, decidí llenar una mochila con los pertrechos básicos e imprescindibles y lanzarme a la aventura de lo desconocido, caminando por el día y durmiendo por la noche. ‘Dios proveerá’, me dije confiado.

Al cabo de una semana, en la cual sufrí alegrías y penurias, y algunas de las experiencias más extrañas que podáis imaginar, por fin alcancé exhausto la linde de un espeso bosque. Era demasiado grande para rodearlo y yo estaba resuelto a no dar marcha atrás, así que la obvia conclusión fue que habría de atravesarlo. Respiré hondo, aseguré la mochila a mi espalda y me adentré en las primeras filas de árboles.

Quizá esa fue la jornada más dura de mi viaje, quizá los largos días de caminar hicieron que se volviera interminable... lo único que recuerdo es que cuando la luz empezó a escasear entre las densas ramas de los árboles, justo cuando había perdido toda esperanza de dormir a salvo y a cubierto, entre los puntitos de colores que el cansancio dibujaba en mis ojos descubrí el leve resplandor de una cálida hoguera. Resuelto a no fallarme a mí mismo y a no regalar a la naturaleza el placer de servirse de mi cuerpo, apreté el paso y alcancé lo que resultó ser una pequeña cabaña de madera, en la cual un anciano fumaba tabaco de liar y se calentaba las manos sobre el fuego.

“Buenas noches”, saludé educadamente, ya que parecía bastante obvio que mi intención era pernoctar en aquel lugar.

“Buenas noches”, me respondió el anciano, dando una enorme calada y arrojando una ramita al fuego. “Es ya tarde y el camino hasta el final del bosque es largo... Siéntate y entra en calor”.

Viendo que habíamos alcanzado un acuerdo sin ni siquiera mencionar los términos, obedecí y me senté junto a mi fardo, aceptando amablemente el cigarro que el viejo me ofrecía.
A medida que avanzaban la noche, los cigarros y los vasitos de licor, la conversación entre los dos comenzó a ser cada vez más fluida. Como dominado por un ansia de comunicarse y vencer la soledad, aquel hombre fue narrándome retazos de su vida hasta que uniendo los cabos pude formarme una imagen de las circunstancias que lo habían llevado a ese lugar.

El mundo lo había visto nacer más de setenta años atrás, en el centro de una populosa y creciente ciudad. La vida había sido generosa con él, proporcionándole una buena formación, un empleo respetable y mujer e hijos. Pero de repente, cuando todas sus aspiraciones parecían colmarse, el súbito desplome de un balcón le arrebató la familia, la cordura y la esperanza.

Ante la perspectiva de tan negro y solitario futuro, el hombre decidió aislarse del mundo, recluirse en su casa y dedicar el resto de su amargada existencia a pensar. Y así estuvo por más de una década, hasta que por fin una brillante idea surgió en su cabeza. Y a tan grande ocurrencia y su materialización dedicó los siguientes dos años.

Pasado este tiempo, y con una ancha sonrisa de triunfo, por fin el hombre se decidió de nuevo a volver a la vida y enseñar a todo el mundo lo que tanto esfuerzo le había costado crear.

“No será en esta maldita ciudad”, pensó mirando desamparado las calles que años antes recorrió con su novia y luego mujer, que ahora le contemplaban indiferentes. “Me largo de aquí”. Y de este modo decidió acercarse a la aldea vecina.

Por todos es conocida la envida (no precisamente sana) que sienten muchos aldeanos hacia sus vecinos cosmopolitas. Odian, desprecian y recelan de cuanto viene de las grandes urbes, y toman medidas activas para evitar ingerencias y salvaguardar su puro estilo de vida. No es de extrañar por tanto que, cuando el hombre se adentró en los arbustos del camino para aliviarse adecuadamente antes de presentarse en el ayuntamiento, varios aldeanos armados con escopetas se acercasen desde las casas de la periferia.

“¡Cagüendiós, por ahí he visto algo moverse!”, exclamó uno de ellos acercando el dedo a gatillo.
“Tranquilo, Mariano, posiblemente sea un zorro” le tranquilizó su señora (como el mundo entero sabe, las mujeres siempre han sido más sensatas que los hombres, pese a que algunos de éstos afirmen que es sólo cobardía).
Así que de este modo, con varias mirillas en el entrecejo y muchas zurraspas en la ropa interior, estrenó el renacido inventor su faceta de comercial.

La sala de juntas estaba abarrotada. Más de cuarenta hombres, sus respectivas mujeres y veinte o treinta chiquillos (algunos de ellos reconocidos, incluso) se hacinaban junto a la mesa central, esperando ansiosamente que alguien abriera la boca. Finalmente, el que públicamente era calificado como ‘tonto del pueblo’ hizo lo que de estos personajes se espera frente a lo desconocido: mirando a los ojos al caballero con el flamante maletín lleno de misterios, soltó un límpido y sonoro “¡Hijo de puta!”.

Algunos, tampoco excesivamente espabilados, rieron bobaliconamente la gracia, mientras los cuatro cargos públicos del pueblo (alcalde, cura, cabo y notario) trataban de imponer silencio, expulsando de la sala a los más estruendosos. Haciendo caso omiso de la algarabía general, el inventor comenzó su exposición, minuciosamente ensayada durante el largo trayecto a pie:

“Caballeros, me dispongo a mostrarles uno de los más grandes inventos que ha dado el intelecto humano. Generaciones y generaciones hablarán de este momento, en que los primeros agraciados de la humanidad fueron bendecidos con su esclarecedora contemplación...”

La sala era un completo guirigay. Algunos escuchaban atentamente, haciéndose los importantes delante de alguna moza a la que querían impresionar. La mayoría, sin embargo, utilizaban la reunión para insultarse mutuamente, aireando viejas rencillas que podían incluso remontarse a varios años atrás. Ante semejante panorama, el desilusionado inventor decidió saltarse la introducción que tanto le había costado elaborar, y pasó directamente a los aspectos técnicos. De este modo, sacando una de sus creaciones del maletín, lo expuso a la trisómica mirada de la concurrencia:

“Esto que aquí contemplan, caballeros, se llama libro. Está compuesto por lo que he denominado ‘hojas’, que no son sino pulpa de madera prensada. La elaboración no es demasiado complicada, la principal dificultad ha sido conseguir depurar la técnica hasta conseguir ejemplares uniformes y manejables. Después se unen con hilo de seda y se protegen con una capa más gruesa que he llamado ‘tapa’ o ‘pasta’.

En principio los fabrico vacíos de contenido, para que cada uno de ustedes los rellene a su gusto. Pueden escribir sus vivencias personales, los cumpleaños de sus familiares o amigos o incluso los ingredientes de la comida que les prepara su mujer cuando regresan de la casa de putas. Es muy fácil, para ello sólo necesitan una pluma de ave y alguna sustancia relativamente pastosa y de color oscuro.”

En este punto, la concurrencia ya no pudo más, y los chiquillos se abalanzaron como tomados por la fuerza que da la metilendioximetanfetamina hacia el ejemplar que reposaba sobre la mesa.
“Esto no tiene sentido” dijo uno.
“Se rompe muy fácilmente” dijo otro.
“Parece como de corcho” añadió un tercero.
Sus mayores, mientras tanto, desconociendo completamente la escritura, habían tomado algún ejemplar y andaban garabateando alguna figura en las primeras páginas. Cuando el hombre se acercó, satisfecho de que por fin alguien reconociese el mérito y la utilidad de su invento, observó desolado que lo que los aldeanos dibujaban concienzudamente no eran sino falos erectos, mujeres en posiciones provocativas y algún que otro mojón sonriente.

“Caballeros, caballeros, no era esta la utilidad que en principio se suponía...” Mas no pudo terminar la frase, ya que un garrotazo del alcalde, seguido de un gesto violento del cabo, dieron con sus huesos algo doloridos fuera del pueblo para siempre.

Decepcionado, el inventor achacó su mala suerte a la estupidez inherente a los villanos cercanos a la gran ciudad, desconfiados ante los avances que ésta supone. Recompuso como pudo su traje y su maletín, y siguió algo apenado su camino.

Varias jornadas después, por fin alcanzó una nueva población. Las casas estaban perfectamente alineadas, simétricas, en un preciso concierto de pulcritud y colorido.
“Quizá aquí mi arte sea mejor apreciado. Al fin y al cabo, por la apariencia de sus viviendas esta gente debe ser culta y tolerante”. Confiado, recompuesto y nuevamente sonriente, comenzó a llamar a la gente al quiosco de la plaza para recitar su perorata.

Poco a poco, desconfiados, los vecinos fueron saliendo de sus casas y se reunieron en torno al extranjero para escuchar pacientemente su discurso. Este, a diferencia de la ocasión anterior, estuvo lleno de anécdotas, de palabrería y demagogia. La verdad era que el hombre se explayaba como nunca delante de un público tan atento. Dos horas estuvo recitando las maravillas de su creación, las infinitas utilidades, la cultura y el progreso que podría traer al pueblo.

Una vez terminado el discurso, exhausto y sin nada más que comentar, decidió dejar que fuera el populacho quien tomara la palabra. Pero para su sorpresa, nadie abrió la boca. Finalmente, mirando tímidamente a los demás, un atractivo joven levantó la mano y preguntó inocentemente: “Usted no es de aquí, ¿verdad?”. “No, muchacho, yo vengo de una ciudad a más de diez jornadas de viaje...”. No había terminado la frase cuando la mitad del público ya se estaba agachando a la unánime voz de “¡Es extranjero, vamos a tirarle piedras!”.

De modo que, por segunda vez en su carrera de inventor, el apesadumbrado hombre hubo de salir por piernas de una ciudad que no era la suya.

Con los zapatos rotos, el traje polvoriento y el ánimo marchito, de nuevo el camino era lo único que quedaba en el futuro. Resignado y cabizbajo, el hombre siguió adelante, siempre adelante. Varios fueron las semanas en que arrastró su cuerpo por los bosques, prados y campos, sin esperanza ni techumbre donde refugiarse. Su única compañía era la provisión de libros, tinta y plumas de oca, y los recuerdos y experiencias que minuciosamente anotaba en las blancuzcas páginas.

Perdida toda esperanza, exhausto y demacrado, por fin alcanzó un pequeño pueblo, con altos y robustos edificios, calles pavimentadas y firmes murallas que lo rodeaban. En la puerta había dos guardias: un joven con cara de pocos amigos y un tipo alto y amanerado, que le miró por encima del hombro según se acercaba.

“Excelsos días disfrute usted, estimado foráneo. Deseo que la visita a esta nuestra humilde localidad sea de su agrado, y obtenga de ella los beneficios que sus cálculos hayan estimado”
“Gñe”, añadió el joven.

Aturdido pero alarmado por tan simpar recibimiento, el hombre traspasó discreta y silenciosamente la verja que daba entrada al pueblo, pensando más ‘No hay dos sin tres’ que ‘A la tercera va la vencida’. Tras el procedimiento de rigor, en el cual se estipulaba que todo extranjero debía presentarse en la casa consistorial previamente a cualquier registro o acto público, el inventor convocó a los vecinos a una demostración de su material en la sala de conferencias, a la cual acudieron todos los habitantes, incluidos los dos extraños guardianes.

El discurso transcurrió suavemente, sin percances. El hombre recitó todas sus frases una a una, despacio, con seguridad pero sin convicción, mecánicamente. El público atendió como si fuera una clase magistral, sin apartar una sola vez la mirada.

Llegó por fin el turno de preguntas, y el hombre recuperó instantáneamente la sonrisa cuando contempló que prácticamente todas las manos estaban en alto. Decidió dar la palabra a una mujer rolliza que se situaba en primera fila, y se reclinó sobre el atril para atender más cómodamente a la pregunta.

“¿Cree usted que el rosa de mis medias conjunta bien con el marco de la puerta?”
Anonadado, el hombre respondió ”Lo importante es que usted se sienta a gusto con lo que lleva puesto. De todos modos, yo he venido aquí a hablar de mi libro...” En este punto se vio interrumpido por múltiples voces disonantes, que golpeaban su tímpano como las coces de un caballo:

“Es indispensable que la voz de barítono no se escape de la botella de vodka”, decía un flacucho.
“¡Ese supuesto libro no tiene barra de scroll!” le respondía un tipo con un gorro en las últimas filas. “¡Ni siquiera se ilumina la pantalla!”
“¡Gñe!”, añadía sabiamente el guardia joven, ante cualquier comentario.

Y así continuó todo durante veinte o treinta minutos más.
El hombre, cuya paciencia había superado ya todos los límites conocidos, abandonó la sala para ir a recostarse en la pared del ayuntamiento y reflexionar.
“He perdido a mi mujer, mis hijos y mi trabajo”. Se decía a sí mismo. “He caminado jornadas y jornadas y esto es lo mejor que encuentro. Así que ya está. Decidido. Me quedo entre esta gente a pasar el resto de mis días”.

Arrastrándose, se acercó al alcalde para pedirle asilo, pero cuando intentó abrir la boca para hablar, los dos guardias lo agarraron de los hombros y lo condujeron hasta la puerta de la muralla.
“¿Qué ocurre? ¿Qué he hecho?”, preguntó apenado.
“Nada, no ha hecho nada. No tenemos nada contra usted”, le respondió el guardia amanerado.
“Precisamente por eso, gñe...” añadió el guardia joven, “... le expulsamos de nuestra ciudad. Mejor echarle ahora que cuando tengamos algún motivo, gñe, ya será tarde entonces”.



En este punto de la narración, el anciano se volvió a mí, y con sus tristes y cansados ojos fijos en los míos concluyó:
“Desde entonces vivo en esta cabaña, sólo. Decidí alejarme de los pueblos y he mantenido mi palabra. Ese cigarro que tienes en la mano es la última página del último libro. Contiene el último de mis recuerdos.”
“¿Y qué va a hacer ahora?”, le pregunté.
“Volver, por supuesto. Es lo que todos esperan.”

FIN
 
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