Lo de las mujeres con la cocaína no es normal, es algo fuera de control jaja que asco me dan

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4 Abr 2013
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Historia rápida no voy a aburrir como las historias de @Alduin , guarra que conozco desde los 92, siempre me gustó, pero yo a ella no. Bueno no pasa nada, el mundo no se acaba. Pero esta guarra siempre ha ido en plan sana, no como mi polla que está llena de lefada.

Un día me puse ternasco y la llamé, esperando verla, como amiga, sin cocaína. Respuesta, ESTA CUENTA ES CUENTA PRIVADA DE TRABAJO, tal cual, joder me quedé más anímicamente bajo que el grajo cuando vuela bajo. Bueno, se intentó, no pasa nada, más se perdió en la guerra de Cuba/Filipinas y vinimos bailando. Móvil borrado.

Y hoy veoy como 800 mensajes, que luegos eran borrados y no veía, 40 llamadas, y digo a ver, que ha pasado a lo mejor tengo cronismo, el huevo colgando y el otro lo mismo. Y me dispuse a investigar, con la polla agarrá, claro. Y me doy cuenta que es esa cuenta que borré y digo, disimulando, jaja, que ridícula e infierones son las mujeres.

¿Quien es usten, veo muchas llamadas, estoy asustado? (los huevos que tengo colgado), eso no lo dige. Y era ella y me saca la excua PUERIL de que su amiga quiere cocaína. Hago gestiones con mis moros y respueta, que las jodas, son unas bolseras quieren coca gratis, las olemos. Y digo Joder sólo por esste trabajo, quiero unas rayas, al menos abajo.


Y ME HE GANADO UNAS RAYAS, trabajo conseguido.

Moraleja: A todos estos pagafantas, que vais con el carrito sacando al vástago que es el puto seguro de tu mujer, putos anormales, OS DIGO UNA COSA, SI SOIS HOMBRES TIRADLAS POR LA VENTANA, dan pena, son seres inferioes y hormonales.

Sí.-
 
Agosto del 2023. El calor era un látigo invisible, una condena. Cada respiro se sentía como inhalar alquitrán caliente, y yo estaba harto. Así que mandé todo al carajo. Agarré las pocas ganas que me quedaban, las eché en el maletero junto con una tienda de campaña, una colchoneta y algo de ropa. Puse rumbo al norte. Huir de esta ciudad maldita que, aunque la amo, me ahoga como un perro encadenado a un patio sin sombra.

El destino: País Vasco. ¿Por qué? Ni puta idea. Tal vez por nostalgia, aun recordaba aquel viaje al norte en plan mochilero con Sonia, una antigua ex-novia, o tal vez porque imaginé que el frescor del norte podría devolverme algo de vida. Zarautz fue mi primera parada. Un camping que olía a orines secos y promesas rotas por 10 euros la noche. Un lujo, si lo único que buscas es dormir sin que las sábanas se conviertan en un baño turco. Pero cuando llevas un demonio viviendo dentro del pecho, no importa dónde vayas; la paz es solo una quimera.

Las noches eran eternas. Zarautz, con toda su calma, estaba logrando lo imposible: matarme más rápido que la ciudad. Así que tomé un autobús a San Sebastián. Necesitaba movimiento, ruido, cualquier cosa que me sacara de mi cabeza. Lo primero que hice, obviamente, fue buscar un bar. Pintxos, cervezas, más pintxos, más cervezas. Una coreografía repetida hasta la náusea. Antes de darme cuenta, estaba borracho perdido, tambaleándome de un bar a otro como un marinero en su primer puerto tras meses en alta mar. La última copa fue en un pub donde, juraría, la música estaba hecha para sordos. Salí de ahí doblado, pero vivo. Vivo.

San Sebastián me atrapó en sus callejuelas como una amante despechada. Entre los adoquines y el murmullo del mar, algo en el aire prometía que la noche traería magia. Y entonces la vi. Katrina Marlowe. Veintidós años, serbia, con el caos brillando en sus ojos como una hoguera que no sabías si calentaría tu alma o la quemaría. Estaba en medio de la plaza, sermoneando a dos tipos que tenían la pinta de estar demasiado sobrios para aguantarla. Me acerqué. Ni sé por qué. Antes de darme cuenta, ya me estaba diciendo: “Oye, vente a por una botella de vino blanco.” Y así empezó el principio del fin.

Nos sentamos en un banco frente al paseo marítimo, con el Atlántico como telón de fondo y una botella barata que sabía a resaca anticipada. Katrina sacó una bolsita de cocaína como si fuera su amuleto de la suerte y, sin pestañear, se metió una línea bajo la nariz de un par de policías que pasaban de largo. *“Está loca,”* pensé. Y me gustó. En minutos, me estaba llenando la cabeza con teorías conspirativas y un torbellino de palabras: Plan Kalergi, Agenda 2030, el gran complot. Una mezcla extraña de belleza, inteligencia y puro desmadre que me arrastraba como un remolino.

La noche se convirtió en una serie de escenas borrosas: calles húmedas, rostros desconocidos, conversaciones que nunca tuvieron sentido. Recuerdo que no paramos de andar, Katrina queria comprar mas coca, yo estaba cansado, pero la seguí. En una plaza conocimos a Mohamed, un marroquí con el aire de quien ha sobrevivido a mil batallas en las sombras. Nos prometió cocaína, y nosotros, imbéciles, le seguimos. Tras quince minutos de caminar por callejones que olían a miedo, me planté y le dije a Katrina: “Esto huele a que nos van a dar el palo.” Ella se rió, encendió un cigarro y me arrastró de vuelta a la civilización.

Terminamos en un bar de mala muerte. Había tipos de los mas curiosos y tipos de lo mas extraños, uno de ellos intentó camelársela con invitaciones y promesas de polvo blanco. Pero Katrina era una loba en un mundo de corderos. Mientras aquel pobre diablo se desangraba en cortesía y varias idas y venidas al baño con Katrina, ella negociaba con un empresario de Salamanca que decía tener un hotel en venta. Entre rayas y risas, cerraba un trato. A veces pienso que el mundo estaba hecho para mujeres como ella: las que saben usar su belleza como un arma y su cerebro como un escudo.

Yo estaba roto. El insomnio, el alcohol, la coca que probé tímidamente, todo me tenía al borde del colapso. Soñaba con la cama de cinco estrellas que Katrina mencionó con suficiencia, donde supuestamente se alojaba. Mientras esperábamos un taxi, me contó historias de su vida, sus planes de hacerse millonaria antes de los treinta. Era imposible no quererla y odiarla al mismo tiempo.

Cuando llegamos a su hotel, me miró con esa sonrisa que solo las mujeres que entienden el poder que tienen sobre los hombres pueden esbozar y dijo: “Lo siento, Evaristo, pero no te puedes quedar a dormir.” Así, sin anestesia. Había sido su perro guardián toda la noche, y ahora me dejaba tirado como un trapo viejo.
El taxi de regreso al camping fue un purgatorio. Derrotado, con el alma hecha trizas y el cuerpo gritando auxilio, llegué a mi tienda. El suelo duro y mugriento me dio la bienvenida. Katrina no me mató, pero estuvo cerca. Una noche más en la lista de derrotas. Otra muesca en el arma de la vida. Me quedé mirando el techo de nylon, pensando si esa chica había sido un sueño, una pesadilla o ambas cosas al mismo tiempo. Al final, solo me quedó el calor sofocante y una resaca que dolía más en el corazón que en la cabeza.

Al día siguiente decidí que era hora de volver a mi hogar.
 
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Agosto del 2023. El calor era un látigo invisible, una condena. Cada respiro se sentía como inhalar alquitrán caliente, y yo estaba harto. Así que mandé todo al carajo. Agarré las pocas ganas que me quedaban, las eché en el maletero junto con una tienda de campaña, una colchoneta y algo de ropa. Puse rumbo al norte. Huir de esta ciudad maldita que, aunque la amo, me ahoga como un perro encadenado a un patio sin sombra.

El destino: País Vasco. ¿Por qué? Ni puta idea. Tal vez por nostalgia, aun recordaba aquel viaje al norte en plan mochilero con Sonia, una antigua ex-novia, o tal vez porque imaginé que el frescor del norte podría devolverme algo de vida. Zarautz fue mi primera parada. Un camping que olía a orines secos y promesas rotas por 10 euros la noche. Un lujo, si lo único que buscas es dormir sin que las sábanas se conviertan en un baño turco. Pero cuando llevas un demonio viviendo dentro del pecho, no importa dónde vayas; la paz es solo una quimera.

Las noches eran eternas. Zarautz, con toda su calma, estaba logrando lo imposible: matarme más rápido que la ciudad. Así que tomé un autobús a San Sebastián. Necesitaba movimiento, ruido, cualquier cosa que me sacara de mi cabeza. Lo primero que hice, obviamente, fue buscar un bar. Pintxos, cervezas, más pintxos, más cervezas. Una coreografía repetida hasta la náusea. Antes de darme cuenta, estaba borracho perdido, tambaleándome de un bar a otro como un marinero en su primer puerto tras meses en alta mar. La última copa fue en un pub donde, juraría, la música estaba hecha para sordos. Salí de ahí doblado, pero vivo. Vivo.

San Sebastián me atrapó en sus callejuelas como una amante despechada. Entre los adoquines y el murmullo del mar, algo en el aire prometía que la noche traería magia. Y entonces la vi. Katrina Marlowe. Veintidós años, serbia, con el caos brillando en sus ojos como una hoguera que no sabías si calentaría tu alma o la quemaría. Estaba en medio de la plaza, sermoneando a dos tipos que tenían la pinta de estar demasiado sobrios para aguantarla. Me acerqué. Ni sé por qué. Antes de darme cuenta, ya me estaba diciendo: “Oye, vente a por una botella de vino blanco.” Y así empezó el principio del fin.

Nos sentamos en un banco frente al paseo marítimo, con el Atlántico como telón de fondo y una botella barata que sabía a resaca anticipada. Katrina sacó una bolsita de cocaína como si fuera su amuleto de la suerte y, sin pestañear, se metió una línea bajo la nariz de un par de policías que pasaban de largo. *“Está loca,”* pensé. Y me gustó. En minutos, me estaba llenando la cabeza con teorías conspirativas y un torbellino de palabras: Plan Kalergi, Agenda 2030, el gran complot. Una mezcla extraña de belleza, inteligencia y puro desmadre que me arrastraba como un remolino.

La noche se convirtió en una serie de escenas borrosas: calles húmedas, rostros desconocidos, conversaciones que nunca tuvieron sentido. Recuerdo que no paramos de andar, Katrina queria comprar mas coca, yo estaba cansado, pero la seguí. En una plaza conocimos a Mohamed, un marroquí con el aire de quien ha sobrevivido a mil batallas en las sombras. Nos prometió cocaína, y nosotros, imbéciles, le seguimos. Tras quince minutos de caminar por callejones que olían a miedo, me planté y le dije a Katrina: “Esto huele a que nos van a dar el palo.” Ella se rió, encendió un cigarro y me arrastró de vuelta a la civilización.

Terminamos en un bar de mala muerte. Había tipos de los mas curiosos y tipos de lo mas extraños, uno de ellos intentó camelársela con invitaciones y promesas de polvo blanco. Pero Katrina era una loba en un mundo de corderos. Mientras aquel pobre diablo se desangraba en cortesía y varias idas y venidas al baño con Katrina, ella negociaba con un empresario de Salamanca que decía tener un hotel en venta. Entre rayas y risas, cerraba un trato. A veces pienso que el mundo estaba hecho para mujeres como ella: las que saben usar su belleza como un arma y su cerebro como un escudo.

Yo estaba roto. El insomnio, el alcohol, la coca que probé tímidamente, todo me tenía al borde del colapso. Soñaba con la cama de cinco estrellas que Katrina mencionó con suficiencia, donde supuestamente se alojaba. Mientras esperábamos un taxi, me contó historias de su vida, sus planes de hacerse millonaria antes de los treinta. Era imposible no quererla y odiarla al mismo tiempo.

Cuando llegamos a su hotel, me miró con esa sonrisa que solo las mujeres que entienden el poder que tienen sobre los hombres pueden esbozar y dijo: “Lo siento, Evaristo, pero no te puedes quedar a dormir.” Así, sin anestesia. Había sido su perro guardián toda la noche, y ahora me dejaba tirado como un trapo viejo.
El taxi de regreso al camping fue un purgatorio. Derrotado, con el alma hecha trizas y el cuerpo gritando auxilio, llegué a mi tienda. El suelo duro y mugriento me dio la bienvenida. Katrina no me mató, pero estuvo cerca. Una noche más en la lista de derrotas. Otra muesca en el arma de la vida. Me quedé mirando el techo de nylon, pensando si esa chica había sido un sueño, una pesadilla o ambas cosas al mismo tiempo. Al final, solo me quedó el calor sofocante y una resaca que dolía más en el corazón que en la cabeza.

Al día siguiente decidí que era hora de volver a mi hogar.

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Agosto del 2023. El calor era un látigo invisible, una condena. Cada respiro se sentía como inhalar alquitrán caliente, y yo estaba harto. Así que mandé todo al carajo. Agarré las pocas ganas que me quedaban, las eché en el maletero junto con una tienda de campaña, una colchoneta y algo de ropa. Puse rumbo al norte. Huir de esta ciudad maldita que, aunque la amo, me ahoga como un perro encadenado a un patio sin sombra.

El destino: País Vasco. ¿Por qué? Ni puta idea. Tal vez por nostalgia, aun recordaba aquel viaje al norte en plan mochilero con Sonia, una antigua ex-novia, o tal vez porque imaginé que el frescor del norte podría devolverme algo de vida. Zarautz fue mi primera parada. Un camping que olía a orines secos y promesas rotas por 10 euros la noche. Un lujo, si lo único que buscas es dormir sin que las sábanas se conviertan en un baño turco. Pero cuando llevas un demonio viviendo dentro del pecho, no importa dónde vayas; la paz es solo una quimera.

Las noches eran eternas. Zarautz, con toda su calma, estaba logrando lo imposible: matarme más rápido que la ciudad. Así que tomé un autobús a San Sebastián. Necesitaba movimiento, ruido, cualquier cosa que me sacara de mi cabeza. Lo primero que hice, obviamente, fue buscar un bar. Pintxos, cervezas, más pintxos, más cervezas. Una coreografía repetida hasta la náusea. Antes de darme cuenta, estaba borracho perdido, tambaleándome de un bar a otro como un marinero en su primer puerto tras meses en alta mar. La última copa fue en un pub donde, juraría, la música estaba hecha para sordos. Salí de ahí doblado, pero vivo. Vivo.

San Sebastián me atrapó en sus callejuelas como una amante despechada. Entre los adoquines y el murmullo del mar, algo en el aire prometía que la noche traería magia. Y entonces la vi. Katrina Marlowe. Veintidós años, serbia, con el caos brillando en sus ojos como una hoguera que no sabías si calentaría tu alma o la quemaría. Estaba en medio de la plaza, sermoneando a dos tipos que tenían la pinta de estar demasiado sobrios para aguantarla. Me acerqué. Ni sé por qué. Antes de darme cuenta, ya me estaba diciendo: “Oye, vente a por una botella de vino blanco.” Y así empezó el principio del fin.

Nos sentamos en un banco frente al paseo marítimo, con el Atlántico como telón de fondo y una botella barata que sabía a resaca anticipada. Katrina sacó una bolsita de cocaína como si fuera su amuleto de la suerte y, sin pestañear, se metió una línea bajo la nariz de un par de policías que pasaban de largo. *“Está loca,”* pensé. Y me gustó. En minutos, me estaba llenando la cabeza con teorías conspirativas y un torbellino de palabras: Plan Kalergi, Agenda 2030, el gran complot. Una mezcla extraña de belleza, inteligencia y puro desmadre que me arrastraba como un remolino.

La noche se convirtió en una serie de escenas borrosas: calles húmedas, rostros desconocidos, conversaciones que nunca tuvieron sentido. Recuerdo que no paramos de andar, Katrina queria comprar mas coca, yo estaba cansado, pero la seguí. En una plaza conocimos a Mohamed, un marroquí con el aire de quien ha sobrevivido a mil batallas en las sombras. Nos prometió cocaína, y nosotros, imbéciles, le seguimos. Tras quince minutos de caminar por callejones que olían a miedo, me planté y le dije a Katrina: “Esto huele a que nos van a dar el palo.” Ella se rió, encendió un cigarro y me arrastró de vuelta a la civilización.

Terminamos en un bar de mala muerte. Había tipos de los mas curiosos y tipos de lo mas extraños, uno de ellos intentó camelársela con invitaciones y promesas de polvo blanco. Pero Katrina era una loba en un mundo de corderos. Mientras aquel pobre diablo se desangraba en cortesía y varias idas y venidas al baño con Katrina, ella negociaba con un empresario de Salamanca que decía tener un hotel en venta. Entre rayas y risas, cerraba un trato. A veces pienso que el mundo estaba hecho para mujeres como ella: las que saben usar su belleza como un arma y su cerebro como un escudo.

Yo estaba roto. El insomnio, el alcohol, la coca que probé tímidamente, todo me tenía al borde del colapso. Soñaba con la cama de cinco estrellas que Katrina mencionó con suficiencia, donde supuestamente se alojaba. Mientras esperábamos un taxi, me contó historias de su vida, sus planes de hacerse millonaria antes de los treinta. Era imposible no quererla y odiarla al mismo tiempo.

Cuando llegamos a su hotel, me miró con esa sonrisa que solo las mujeres que entienden el poder que tienen sobre los hombres pueden esbozar y dijo: “Lo siento, Evaristo, pero no te puedes quedar a dormir.” Así, sin anestesia. Había sido su perro guardián toda la noche, y ahora me dejaba tirado como un trapo viejo.
El taxi de regreso al camping fue un purgatorio. Derrotado, con el alma hecha trizas y el cuerpo gritando auxilio, llegué a mi tienda. El suelo duro y mugriento me dio la bienvenida. Katrina no me mató, pero estuvo cerca. Una noche más en la lista de derrotas. Otra muesca en el arma de la vida. Me quedé mirando el techo de nylon, pensando si esa chica había sido un sueño, una pesadilla o ambas cosas al mismo tiempo. Al final, solo me quedó el calor sofocante y una resaca que dolía más en el corazón que en la cabeza.

Al día siguiente decidí que era hora de volver a mi hogar.

Ya que vas de maldito por la vida te hubiese quedado mejor decir que el viaje de vuelta a Zarauz lo hiciste en el tren. Las estaciones vacías de madrugada mientras esperas quedan muy chulis.

No pega nada lo del taxi.
 
Ya que vas de maldito por la vida te hubiese quedado mejor decir que el viaje de vuelta a Zarauz lo hiciste en el tren. Las estaciones vacías de madrugada mientras esperas quedan muy chulis.

No pega nada lo del taxi.
Fui en coche a zarautz, y fui a san sebastian en bus porque iba a buscar una moto GILIPOOLLAS. Al final el dia se truncó y pasé de la moto, me quede bebiendo y comiendo pintxos, luego conoci a la farlopera. y el resto fue historia.
 
Fui en coche a zarautz, y fui a san sebastian en bus porque iba a buscar una moto GILIPOOLLAS. Al final el dia se truncó y pasé de la moto, me quede bebiendo y comiendo pintxos, luego conoci a la farlopera. y el resto fue historia.

Ah, ¿que es cierto todo lo que nos cuentas?
 
Es curioso que la persona que ha abierto el hilo, en cuanto salga la derecha y le quiten la paguita, va a lamer pepinillos a cambio de unos tiros...y aquí está, mirando a esas pobres mujeres por encima del hombro.
 
Es curioso que la persona que ha abierto el hilo, en cuanto salga la derecha y le quiten la paguita, va a lamer pepinillos a cambio de unos tiros...y aquí está, mirando a esas pobres mujeres por encima del hombro.

La deresha le va a quitar la paga y sin embargo es machista.

??????
 
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