El Loco de las Coles
Famelic escaleto
- Registro
- 29 May 2005
- Mensajes
- 12.633
- Reacciones
- 1
Hace tiempo que deseaba ordenar mis pensamientos por escrito, acerca de mi segundo y espero que último viaje a la odiosa Italia. Trataré de ser esquemático y breve, no pretendo hacer un libro de viajes.
Desde bien joven he odiado Italia, por culpa de los italianos que he ido conociendo durante mi vida. Chulescos, con una sonrisa de suficiencia insultante, descuidados, sucios, aceitosos e incapaces de la menor de las disciplinas, los italianos son los mayores bastardos de Europa, compitiendo directamente con los rumanos y los griegos. Alejados de la austeridad española, de nuestra nobleza y nuestro semblante serio y amargo, son infraseres que predican la doctrina del "comer, beber y follar, la Dolce Vita".
Alejados del rigor romano que dominó el mundo durante siglos, Italia está ahora habitada por verdaderos sub-humanos con un bagaje genético salido de yo qué sé que oscura rama de la humanidad, pero bueno, tenemos la suerte de que "la bota", y su mafiosa isla principal, Sicilia, están perfectamente delimitadas por una frontera acosada por gentes del este. Así se los coman.
Pues sí señores, el año pasado me tocó viajar a las profundidades de la Europa más vergonzante y atrasada. Quien habla de Extremadura, de los rincones oscuros de Andalucía o de mi propia Murcia, tierra de polvo y luz, no tiene ni la menor idea del atraso en el que viven los italianos del sur. Todo empezó durante el verano de 2007, en mi puesto de trabajo, del que todos sabéis ya lo suficiente. Cuando uno trabaja aconsejando películas a lo más ceporro de la sociedad murciana, el único aliciente de la vida es aguardar tranquilo la llegada de nuevas compañeras de trabajo a las que engañar, seducir y penetrar. A veces hay suerte, y otras veces te comes una mierda como un piano, pero el factor de acoso laboral siempre está poresente, para regocijo de mi alma. No hay sonido más bello que el de una dama escandalizada por los envites de un sátiro al que ya le da igual todo.
En una de esas tuve suerte, demasiada tal vez, porque con el tiempo y la distancia me doy cuenta de que me enamoré como un adolescente de una teleserie americana. Os ahorraré el relato de los dos o tres meses de felicidad absoluta, de polvos en mitad de los parques, de borracheras y de complicidad animal, primero porque no os la vais a creer, y segundo porque me duele recordarlo. El caso es que mi pequeña gran zorra había entrado a trabajar de forma temporal, porque se marchaba en octubre gracias a la jodida beca Erasmus. Me lo confesó la segunda o tercera vez que follamos, en la cama, en la habitación del piso que yo había alquilado meses atrás para mí y para mi novia.
No sé si muchos de vosotros conocéis la sensación de follar sobre una cama en la que, tan solo unos cuantos días atrás, habéis hecho el amor con la persona a la que creíais querer realmente, la sensación de tirarlo todo por la borda, los planes, el trabajo de meses, años quizás, los sueños de una vida, por un capricho pasajero que no ofrece otra cosa que placer instantáneo. En el momento no lo piensas demasiado, sólo la metes y empujas, y ríes y disfrutas, pero la mente tiene sus propios recovecos en los que fermentan los recuerdos, y al final piensas que eres un verdadero monstruo sin moral. Y me gusta ser un monstruo sin futuro, las satisfacciones son inenarrables.
El caso es que la chica se largó, se largó de Erasmus a Palermo, Sicilia, en peor lugar del universo, pero nos quedó un vínculo que yo me encargué de alimentar cuidadosamente, con llamadas, emails y sueños. Me enamoro con la misma facilidad con la que odio, debido a mis ya conocidos desequilibrios emocionales, y esta vez me caí con todo el equipo. Tardé poco en sentir la necesidad de ir a buscarla, aunque me costó dar el paso porque en mi trabajo no es fácil conseguir cuatro o cinco días libres seguidos. No es fácil, pero tampoco imposible, y como contaré un poco después, si la cagas y te quedas tirado en mitad de la península itálica, los jefes son comprensivos y no te echan a la puta calle.
Lo hice todo en una noche, en apenas dos horas, desde el ciber de mi propio curro. Días atrás, mi señorita X me había estado reprochando mi desgana, mi cobardía, mi reticencia a viajar a Palermo a verla. Me calentó los cascos y me puso al límite, y no hay cosa que mejor funcione en un hombre que una mujer (a la que te quieres follar) pichando sin cesar y retando. ¿Sabéis quién es Alejandro Magno? ¿Sí?. Pues vale, Alejandrito le metió fuergo a Persépolis entera porque Thais, la putita de su amigo y general Ptolomeo, lo retó y puso en duda su valor. Para que os hagáis una idea de los imbéciles que podemos ser los hombres.
Con la tarjeta de crédito echando humo (no por el gasto, que no fue excesivo, sino porque en aquella época vivía con lo justo), compré un billete de tren a Barcelona, y uno de avión a Palermo, de ida y vuelta. Todo estaba previsto, excepto el retorno desde Barcelona. Menos mal que no lo compré, porque todo salió del revés.
El viaje fue plácido, aunque agotador por las horas y las esperas en el aeropuerto y las estaciones. La noche que pasé en el Prat, compartí las horas con una malagueña que volvía a casa después de pegarse la megafiesta en Barcelona durante tres o cuatro días. Estuvimos durmiendo cabeza con cabeza en un rincón apartado de la terminal, y lo único que evitó que nos comiéramos el morro fue su cansancio (no me quiero imaginar la de pollas que tuvo que comerse durante su estancia en la ciutat condal), y mis reticencias morales. Si me iba a hacer 4000 kilómetros para ver a una chica de la que se supone estaba enamorado, no tenía sentido comerle el morro a una desconocida una noche antes, por muy palote que me pusiera la idea. Logré resistir la tentación y en seguida me planté en Palermo, en un cochambroso avión de Clickair.
Y aquí empieza mi viaje al tercer mundo. Nada más salir del aeropuerto de Palermo supe que iba a tener problemas con los putos espaguettis. Un desgraciado, jovencito, delgado, con toda la cara de Valentino Rossi pero en feo, empezó a hablarme en un italiano sureño que no entendía ni su puta madre. Me preguntó de donde era, y cuando le dije que "español", dijo lo que todos decimos cuando alquien extranjero nos revela su procedencia: "Ahhhhh, españoloooooo, blaoblaoblao - risita- blaoblaoblao - risita"
Yo sabía que se estaba mofando de mí, o de España, o de algo, se le veía en toda su cara de mongolomórfico con camiseta de la Juve, así que lo mandé a la mierda educadamente, antes de negarle el cigarro que me pedía al ver que me marchaba. Ni rechistó, porque si algo he aprendido de la raza italiana, es que es tan parlanchina como cobarde, cuando les hablas con el recio acento español que tan árido suena en el resto de países, exceptuando tal vez Alemania y Rusia. Un seco "No, no llevo, gilipollas", les suena a verdadera lengua de Mordor.
Desde el aeropuerto tomé el tren que me había de llevar a la ciudad de Palermo, que no está nada cerca, por cierto, del lugar de aterrizaje. Si algo bueno tiene Sicilia, son sus paisajes y su rollito de isla anclada en el pasado, su naturaleza apenas domada, sus montañas volcánicas y su verdor triste. Si algo malo tiene, son sus habitantes desnaturalizados y sus mujeres de nariz imposible. Joder, qué napias tienen los italianos, dejan a la mía, que ya es fea y grande, como un apéndice apolíneo.
Me ahorraré la descripción de mis sentimientos, porque os podéis imaginar el pasteleo. Reencuentro extraño, días felices, sexo y alcohol, celos de todo y todos, y sopresa mayúscula cuando comprobé que la chavala me había respetado, y que aunque muchos querían follársela, ella se mantenía fría y distante, más que nada porque podía permitírselo. Pese a estar de Erasmus, mi chica no se había desmadrado como sus amigas españolas, y lo peor es que era serio. Por aquel entonces todavía me quería. Palermo es una ciudad grande y antigua, destartalada y mal construida, pero bella en su descuidada solera. Atrasada como pocas, nada funciona bien, ni el transporte ni los comercios, ni el alumbrado público ni los desagües. Pero por encima de todo, lo que no funciona es la gente. La señorita X me explicó, nada más llegar, que hiciera caso omiso a los semáforos y a los pasos de peatones. En Palermo, si quieres cruzar una carretera, la cruzas por donde te venga bien, y los coches se paran y esperan que lo hagas, sin pitorradas ni malos gestos, como un acuerdo tácito entre conductor y caminante. Las motocicletas, abundantísimas, circulan de forma salvaje y adelantan por la derecha, por la izquierda y por encima del capó de los coches, si se tercia. De la policía Palermitana mejor no hablo, no quiero causar un conflicto diplomático entre dos países de la UE.
Por las noches salíamos a beber, y me costó integrarme en la ridícula e inmadura comunidad Erasmus española. Yo pensaba que no había nada más subnormal que un universitario español, hasta que conocí a los erasmus patrios en país extranjero. Jamás había visto tal concentración de niños de papá, subvencionados por nuestros impuestos, bebiendo con euros estatales y diciendo chorradas como pianos. Cada noche sentía deseos de coger una botella rota y degollarlos a todos, chicas incluídas, pero tuve que comprender que de donde no hay, no puede sacarse. Tal vez, si yo hubiese tenido mejor suerte y no hubiese abandonado los estudios universitarios, me hubiese lanzado también a la aventura internacional, engrosando las listas transeuropeas de retrasados mentales hiper-alcoholizados y mega-sexuados. Mi señorita X no se integraba bien con la fauna erasmus, porque percibía como yo su mongolismo pronunciado. No era feliz allí, y cunado le pregunté por qué no se volvía, me dijo que no quería fracasar y volver con el rabo entre las piernas. Esa noche, le metí el rabo entre las piernas.
Hasta aquí, la historia se desarrolla de un modo normal y casi aburrido. Si algo queda por reseñar, es la visita a Corleone. Mi señorita X sabía, desde hacía tiempo ya, mi gusto por las películas del Padrino, y me regaló una visita al pueblo natal de Marlon Brando, al menos en la ficción. Me gustaría poder hablaros del sentimiento que me embargó al visitar aquellas callejuelas llenas de historia oculta, del miedo al encarar el semblante de aquellos ancianos sentados en la spuertas de sus casas, el aroma clandestino del aire fresco de la alta montaña siciliana, pero en realidad Corleone es un puto pueblo de mierda que sólo se disfruta si eres miembro de algún clan mafioso. Y claro, los habitantes de aquello no hacen apología, precisamente, de la Mafia, ni hay parques de atracciones donde te enseñan a estrangular a la peña con una percha de la de colgar las camisas. Así que en resumidas cuentas, debimos haber visitado el Etna, y si me apuráis, tenía que haber empujado a la señorita X dentro del cráter ardiente.
Por fin llegó el día de la despedida, y como toda despedida, tuvo su correspondiente polvo de promesas y tristeza, de te quieros y volverés. Y fue precisamente ese polvo sucio de besos y amargor lo que desencadenó la verdadera aventura, la verdadera e inapelable gracia del viaje. Como es natural en Palermo, el tran que había de llevarme al aeropuerto llegó tarde, y me dejó en la terminal con 5 minutos para facturar y coger el avión. Corrí, corrí, corrí, más que en toda mi vida, moviendo el equipaje con una fuerza sobrehumana que sólo emana de nosotros cuando estamos verdaderamente jodidos. No pagué el billete de vuelta a Palermo, usé el mismo ticket que había usado en la ida, como venganza por el lío en el que el servicio de transportes palermitano me acababa de meter.
Me daba vergüenza aparecer de nuevo en la casa de mi señorita X, reconociendo que había perdido el avión, así que use mis últimos euros en lo que en aquel momento se me antojaba la solución más lógica: un billete de tren a Roma. Si todos los caminos llevan a Roma, supuse que desde la capital del imperio me sería más fácil regresar a España. Llamaría a casa y mi familia se enrollaría y me pagarían un billetito de avión, al fin y al cabo estaba en apuros y no me iban a dejar colgado en el país transalpino. Me cago en Dios.
La señorita X se enfadó cuando le comuniqué mi determinación de ir a Roma, en lugar de quedarme con ella un par de días más y coger el siguiente avión desde Palermo. Desde luego, era la solución más sencilla, pero implicaba molestarla dos días más, pedirle pasta prestada y soportar Sicilia durante demasiado tiempo. Fui inamovible desde el principio, y las siete de aquella tarde salí hacia Roma desde la Stacione Centrale, en el peor tren expresso que jamás haya construido el hombre civilizado. Aquella cafetera con ruedas se parecía peligrosamente a los trenes de las novelas de Agatha Christie, con pasillos y compartimentos cerrados donde a duras penas cabían cuatro personas, sentadas frente a frente y cons las rodillas chocando a cada traqueteo del viaje. La suerte es caprichosa en estos casos, y en un tren lleno de estudiantes que regresaban a Roma, me tocó compartir habitáculo con una familia "tipical deeper Palermo", constituída por MAMMA, FIGLIO Y NUERA. Entre los tres debían pesar no menos de 500 kilos, y su aspecto y olor eran los propios de los gitanos hipervitaminados que venden droga a escasos metros de mi barrio. Fueron simpáticos conmigo, sobre todo cuando sacaron las barras de pan y el "prosciuto" y me ofrecieron un suculento bocadillo, que educadamente rechacé. Tenía miedo de dormirme durante el viaje y ser devorado por aquellos orcos, tenía que mantenerme hambriento, despierto, alerta.
El expresso di merda atravesó el estrecho de Messina, el pequeño estrecho que separa Sicilia del resto de la península. Yo pensaba que al ser tan sólo tres kilómetros de separación, habría un puente o algo parecido, sin recordar la inoperancia de nuestros amigos italianos, incapaces de mear y silbar al mismo tiempo. Efectivamente, el tren, junto con otros dos más, se metió, como una gran polla metálica, dentro de un enorme barco que nos llevó al otro lado. Fue bonito, eso sí, subir a cubierta a echar un pito viendo a un lado Sicilia, y al otro Italia, en pleno Tirreno. Entonces comenzó el verdadero viaje, y pese a mis miedos, logré conciliar el sueño.
Me desperté en Roma. Y aquí comienza el verdadero LOL.
Desde bien joven he odiado Italia, por culpa de los italianos que he ido conociendo durante mi vida. Chulescos, con una sonrisa de suficiencia insultante, descuidados, sucios, aceitosos e incapaces de la menor de las disciplinas, los italianos son los mayores bastardos de Europa, compitiendo directamente con los rumanos y los griegos. Alejados de la austeridad española, de nuestra nobleza y nuestro semblante serio y amargo, son infraseres que predican la doctrina del "comer, beber y follar, la Dolce Vita".
Alejados del rigor romano que dominó el mundo durante siglos, Italia está ahora habitada por verdaderos sub-humanos con un bagaje genético salido de yo qué sé que oscura rama de la humanidad, pero bueno, tenemos la suerte de que "la bota", y su mafiosa isla principal, Sicilia, están perfectamente delimitadas por una frontera acosada por gentes del este. Así se los coman.
Pues sí señores, el año pasado me tocó viajar a las profundidades de la Europa más vergonzante y atrasada. Quien habla de Extremadura, de los rincones oscuros de Andalucía o de mi propia Murcia, tierra de polvo y luz, no tiene ni la menor idea del atraso en el que viven los italianos del sur. Todo empezó durante el verano de 2007, en mi puesto de trabajo, del que todos sabéis ya lo suficiente. Cuando uno trabaja aconsejando películas a lo más ceporro de la sociedad murciana, el único aliciente de la vida es aguardar tranquilo la llegada de nuevas compañeras de trabajo a las que engañar, seducir y penetrar. A veces hay suerte, y otras veces te comes una mierda como un piano, pero el factor de acoso laboral siempre está poresente, para regocijo de mi alma. No hay sonido más bello que el de una dama escandalizada por los envites de un sátiro al que ya le da igual todo.
En una de esas tuve suerte, demasiada tal vez, porque con el tiempo y la distancia me doy cuenta de que me enamoré como un adolescente de una teleserie americana. Os ahorraré el relato de los dos o tres meses de felicidad absoluta, de polvos en mitad de los parques, de borracheras y de complicidad animal, primero porque no os la vais a creer, y segundo porque me duele recordarlo. El caso es que mi pequeña gran zorra había entrado a trabajar de forma temporal, porque se marchaba en octubre gracias a la jodida beca Erasmus. Me lo confesó la segunda o tercera vez que follamos, en la cama, en la habitación del piso que yo había alquilado meses atrás para mí y para mi novia.
No sé si muchos de vosotros conocéis la sensación de follar sobre una cama en la que, tan solo unos cuantos días atrás, habéis hecho el amor con la persona a la que creíais querer realmente, la sensación de tirarlo todo por la borda, los planes, el trabajo de meses, años quizás, los sueños de una vida, por un capricho pasajero que no ofrece otra cosa que placer instantáneo. En el momento no lo piensas demasiado, sólo la metes y empujas, y ríes y disfrutas, pero la mente tiene sus propios recovecos en los que fermentan los recuerdos, y al final piensas que eres un verdadero monstruo sin moral. Y me gusta ser un monstruo sin futuro, las satisfacciones son inenarrables.
El caso es que la chica se largó, se largó de Erasmus a Palermo, Sicilia, en peor lugar del universo, pero nos quedó un vínculo que yo me encargué de alimentar cuidadosamente, con llamadas, emails y sueños. Me enamoro con la misma facilidad con la que odio, debido a mis ya conocidos desequilibrios emocionales, y esta vez me caí con todo el equipo. Tardé poco en sentir la necesidad de ir a buscarla, aunque me costó dar el paso porque en mi trabajo no es fácil conseguir cuatro o cinco días libres seguidos. No es fácil, pero tampoco imposible, y como contaré un poco después, si la cagas y te quedas tirado en mitad de la península itálica, los jefes son comprensivos y no te echan a la puta calle.
Lo hice todo en una noche, en apenas dos horas, desde el ciber de mi propio curro. Días atrás, mi señorita X me había estado reprochando mi desgana, mi cobardía, mi reticencia a viajar a Palermo a verla. Me calentó los cascos y me puso al límite, y no hay cosa que mejor funcione en un hombre que una mujer (a la que te quieres follar) pichando sin cesar y retando. ¿Sabéis quién es Alejandro Magno? ¿Sí?. Pues vale, Alejandrito le metió fuergo a Persépolis entera porque Thais, la putita de su amigo y general Ptolomeo, lo retó y puso en duda su valor. Para que os hagáis una idea de los imbéciles que podemos ser los hombres.
Con la tarjeta de crédito echando humo (no por el gasto, que no fue excesivo, sino porque en aquella época vivía con lo justo), compré un billete de tren a Barcelona, y uno de avión a Palermo, de ida y vuelta. Todo estaba previsto, excepto el retorno desde Barcelona. Menos mal que no lo compré, porque todo salió del revés.
El viaje fue plácido, aunque agotador por las horas y las esperas en el aeropuerto y las estaciones. La noche que pasé en el Prat, compartí las horas con una malagueña que volvía a casa después de pegarse la megafiesta en Barcelona durante tres o cuatro días. Estuvimos durmiendo cabeza con cabeza en un rincón apartado de la terminal, y lo único que evitó que nos comiéramos el morro fue su cansancio (no me quiero imaginar la de pollas que tuvo que comerse durante su estancia en la ciutat condal), y mis reticencias morales. Si me iba a hacer 4000 kilómetros para ver a una chica de la que se supone estaba enamorado, no tenía sentido comerle el morro a una desconocida una noche antes, por muy palote que me pusiera la idea. Logré resistir la tentación y en seguida me planté en Palermo, en un cochambroso avión de Clickair.
Y aquí empieza mi viaje al tercer mundo. Nada más salir del aeropuerto de Palermo supe que iba a tener problemas con los putos espaguettis. Un desgraciado, jovencito, delgado, con toda la cara de Valentino Rossi pero en feo, empezó a hablarme en un italiano sureño que no entendía ni su puta madre. Me preguntó de donde era, y cuando le dije que "español", dijo lo que todos decimos cuando alquien extranjero nos revela su procedencia: "Ahhhhh, españoloooooo, blaoblaoblao - risita- blaoblaoblao - risita"
Yo sabía que se estaba mofando de mí, o de España, o de algo, se le veía en toda su cara de mongolomórfico con camiseta de la Juve, así que lo mandé a la mierda educadamente, antes de negarle el cigarro que me pedía al ver que me marchaba. Ni rechistó, porque si algo he aprendido de la raza italiana, es que es tan parlanchina como cobarde, cuando les hablas con el recio acento español que tan árido suena en el resto de países, exceptuando tal vez Alemania y Rusia. Un seco "No, no llevo, gilipollas", les suena a verdadera lengua de Mordor.
Desde el aeropuerto tomé el tren que me había de llevar a la ciudad de Palermo, que no está nada cerca, por cierto, del lugar de aterrizaje. Si algo bueno tiene Sicilia, son sus paisajes y su rollito de isla anclada en el pasado, su naturaleza apenas domada, sus montañas volcánicas y su verdor triste. Si algo malo tiene, son sus habitantes desnaturalizados y sus mujeres de nariz imposible. Joder, qué napias tienen los italianos, dejan a la mía, que ya es fea y grande, como un apéndice apolíneo.
Me ahorraré la descripción de mis sentimientos, porque os podéis imaginar el pasteleo. Reencuentro extraño, días felices, sexo y alcohol, celos de todo y todos, y sopresa mayúscula cuando comprobé que la chavala me había respetado, y que aunque muchos querían follársela, ella se mantenía fría y distante, más que nada porque podía permitírselo. Pese a estar de Erasmus, mi chica no se había desmadrado como sus amigas españolas, y lo peor es que era serio. Por aquel entonces todavía me quería. Palermo es una ciudad grande y antigua, destartalada y mal construida, pero bella en su descuidada solera. Atrasada como pocas, nada funciona bien, ni el transporte ni los comercios, ni el alumbrado público ni los desagües. Pero por encima de todo, lo que no funciona es la gente. La señorita X me explicó, nada más llegar, que hiciera caso omiso a los semáforos y a los pasos de peatones. En Palermo, si quieres cruzar una carretera, la cruzas por donde te venga bien, y los coches se paran y esperan que lo hagas, sin pitorradas ni malos gestos, como un acuerdo tácito entre conductor y caminante. Las motocicletas, abundantísimas, circulan de forma salvaje y adelantan por la derecha, por la izquierda y por encima del capó de los coches, si se tercia. De la policía Palermitana mejor no hablo, no quiero causar un conflicto diplomático entre dos países de la UE.
Por las noches salíamos a beber, y me costó integrarme en la ridícula e inmadura comunidad Erasmus española. Yo pensaba que no había nada más subnormal que un universitario español, hasta que conocí a los erasmus patrios en país extranjero. Jamás había visto tal concentración de niños de papá, subvencionados por nuestros impuestos, bebiendo con euros estatales y diciendo chorradas como pianos. Cada noche sentía deseos de coger una botella rota y degollarlos a todos, chicas incluídas, pero tuve que comprender que de donde no hay, no puede sacarse. Tal vez, si yo hubiese tenido mejor suerte y no hubiese abandonado los estudios universitarios, me hubiese lanzado también a la aventura internacional, engrosando las listas transeuropeas de retrasados mentales hiper-alcoholizados y mega-sexuados. Mi señorita X no se integraba bien con la fauna erasmus, porque percibía como yo su mongolismo pronunciado. No era feliz allí, y cunado le pregunté por qué no se volvía, me dijo que no quería fracasar y volver con el rabo entre las piernas. Esa noche, le metí el rabo entre las piernas.
Hasta aquí, la historia se desarrolla de un modo normal y casi aburrido. Si algo queda por reseñar, es la visita a Corleone. Mi señorita X sabía, desde hacía tiempo ya, mi gusto por las películas del Padrino, y me regaló una visita al pueblo natal de Marlon Brando, al menos en la ficción. Me gustaría poder hablaros del sentimiento que me embargó al visitar aquellas callejuelas llenas de historia oculta, del miedo al encarar el semblante de aquellos ancianos sentados en la spuertas de sus casas, el aroma clandestino del aire fresco de la alta montaña siciliana, pero en realidad Corleone es un puto pueblo de mierda que sólo se disfruta si eres miembro de algún clan mafioso. Y claro, los habitantes de aquello no hacen apología, precisamente, de la Mafia, ni hay parques de atracciones donde te enseñan a estrangular a la peña con una percha de la de colgar las camisas. Así que en resumidas cuentas, debimos haber visitado el Etna, y si me apuráis, tenía que haber empujado a la señorita X dentro del cráter ardiente.
Por fin llegó el día de la despedida, y como toda despedida, tuvo su correspondiente polvo de promesas y tristeza, de te quieros y volverés. Y fue precisamente ese polvo sucio de besos y amargor lo que desencadenó la verdadera aventura, la verdadera e inapelable gracia del viaje. Como es natural en Palermo, el tran que había de llevarme al aeropuerto llegó tarde, y me dejó en la terminal con 5 minutos para facturar y coger el avión. Corrí, corrí, corrí, más que en toda mi vida, moviendo el equipaje con una fuerza sobrehumana que sólo emana de nosotros cuando estamos verdaderamente jodidos. No pagué el billete de vuelta a Palermo, usé el mismo ticket que había usado en la ida, como venganza por el lío en el que el servicio de transportes palermitano me acababa de meter.
Me daba vergüenza aparecer de nuevo en la casa de mi señorita X, reconociendo que había perdido el avión, así que use mis últimos euros en lo que en aquel momento se me antojaba la solución más lógica: un billete de tren a Roma. Si todos los caminos llevan a Roma, supuse que desde la capital del imperio me sería más fácil regresar a España. Llamaría a casa y mi familia se enrollaría y me pagarían un billetito de avión, al fin y al cabo estaba en apuros y no me iban a dejar colgado en el país transalpino. Me cago en Dios.
La señorita X se enfadó cuando le comuniqué mi determinación de ir a Roma, en lugar de quedarme con ella un par de días más y coger el siguiente avión desde Palermo. Desde luego, era la solución más sencilla, pero implicaba molestarla dos días más, pedirle pasta prestada y soportar Sicilia durante demasiado tiempo. Fui inamovible desde el principio, y las siete de aquella tarde salí hacia Roma desde la Stacione Centrale, en el peor tren expresso que jamás haya construido el hombre civilizado. Aquella cafetera con ruedas se parecía peligrosamente a los trenes de las novelas de Agatha Christie, con pasillos y compartimentos cerrados donde a duras penas cabían cuatro personas, sentadas frente a frente y cons las rodillas chocando a cada traqueteo del viaje. La suerte es caprichosa en estos casos, y en un tren lleno de estudiantes que regresaban a Roma, me tocó compartir habitáculo con una familia "tipical deeper Palermo", constituída por MAMMA, FIGLIO Y NUERA. Entre los tres debían pesar no menos de 500 kilos, y su aspecto y olor eran los propios de los gitanos hipervitaminados que venden droga a escasos metros de mi barrio. Fueron simpáticos conmigo, sobre todo cuando sacaron las barras de pan y el "prosciuto" y me ofrecieron un suculento bocadillo, que educadamente rechacé. Tenía miedo de dormirme durante el viaje y ser devorado por aquellos orcos, tenía que mantenerme hambriento, despierto, alerta.
El expresso di merda atravesó el estrecho de Messina, el pequeño estrecho que separa Sicilia del resto de la península. Yo pensaba que al ser tan sólo tres kilómetros de separación, habría un puente o algo parecido, sin recordar la inoperancia de nuestros amigos italianos, incapaces de mear y silbar al mismo tiempo. Efectivamente, el tren, junto con otros dos más, se metió, como una gran polla metálica, dentro de un enorme barco que nos llevó al otro lado. Fue bonito, eso sí, subir a cubierta a echar un pito viendo a un lado Sicilia, y al otro Italia, en pleno Tirreno. Entonces comenzó el verdadero viaje, y pese a mis miedos, logré conciliar el sueño.
Me desperté en Roma. Y aquí comienza el verdadero LOL.