ruben_clv
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- 5 Sep 2005
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Titulazo de hilo, ¿verdad? La frase es de un soldado ruso, describe la forma en la que él y sus compañeros tienen pensado defender cada metro de Stalingrado ante los alemanes. En realidad puede que me haya inventado la historia, no el fondo pero sí la forma, porque lo escuché así medio de lado en la tele mientras hacía otras cosas -supongo que fregar, masturbarme o postear- y no lo recuerdo demasiado bien. El caso, por dejar ya el tema, es que me gusta esa expresión, porque algo similar solemos oír cuando alguien se refiere a la derrota, morder el polvo, pero el matiz telúrico le da una fuerza a la afirmación que, una vez puesto en situación, te pone la carne de gallina. Sí, alemanes, vamos a morder cada palmo de tierra hasta que os echemos de nuestra ciudad. Alucinante. Ahora el soldado debe llevar bastante tiempo muerto, imagino que ni llegó a salir de aquella ciudad y que ni siquiera pudieron enterrarlo, pero hoy lo recuerdo y os cuento su historia, o quizá la historia de un aleman, o quizá la de un americano en Filipinas o un japonés en Iwo Jima; como he dicho antes, no recuerdo el color de su piel. Y anoche cuando la escuché la verdad es que no no me vinieron a la cabeza todas estas cosas, sólo recordé la única vez en la que recuerdo haber probado, voluntariamente, el sabor de la tierra, masticarla como pequeños terrones, sintiendo quebrarse sus granos como cristales diminutos en mi boca, un sabor ocre, húmedo, quizá salado o qué sé yo, pues no lo recuerdo tan bien como pensaba hace un momento. Y por supuesto fue por una mujer.
Debía tener yo como nueve años, así que ella debía tener los mismos, y su nombre era Raquel, y su cabello era rubio casi blanco, como sus dientes, y la recuerdo vestida con pantalones cortos o vestidos, también blancos, como su pelo. Y ella me quería, o eso decía, pero yo no sentía nada parecido, sólo me gustaba que ella me quisiera porque era la niña más linda del barrio, y cuando perdió una de sus palas se convirtió en un animal precioso, de pelo liso y ojos azules o quizá verdes, sonrisa en parte desarmada. Y siempre quería jugar a juegos en los que se besara o hubiera que confesar a quién querías, y yo fingía como he fingido tantos años después, y le decía a todo el mundo, orgulloso, que quería a Raquel, porque era la más linda del barrio. Y ahora me doy cuenta de que ellos debieron pensar que tanta transparencia en mi confesión demostraba falsedad, igual que yo me doy cuenta ahora de que quizá no fueron conscientes porque sus celos eran más poderosos que su sentido común. Y en uno de esos juegos, por no besarla, mastiqué un puñado de tierra, tierra meada, pisada, hogar de gusanos.
En 5º de EGB fue Mónica, una chica que vestía un mono vaquero de Chipie, también rubia, también bella. La que fingía estar enferma cuando me escayolaron la pierna para quedarse conmigo durante las clases de gimnasia, garabateando fantasías con rotulador sobre la venda, estrellas y figuras geométricas, nubes y demás. Paisajes que luego no me atrevía a mostrar porque en público cobraban un nuevo significado que yo no comprendía. Y luego, una mañana, sus lágrimas al leer algo que habían escrito en su mesa, algo sobre ella y sobre mí, sin paisajes ni nubes ni estrellas, pero con el mismo significado que yo trataba de no comprender. Y llegó el verano.
Y más tarde, en clases de Ética, Rocío se sentaba sobre mis rodillas cuando Don Ángel se ausentaba, y desde allí hablaba al resto de compañeros, y aún siento el peso de su cuerpo sobre mí, su calidez tan inocente, o quizá la inocencia era la de mi cuerpo, que a veces ella rodeaba con su brazo, su pelo rizado rozaba mi cara y yo soplaba para apartarlo, y ella se daba la vuelta me miraba y se reía, echando la cabeza hacia atrás, llena de vida. Y un día Don Ángel me interrogó sobre esa cuestión, la de sus clases, y quise seguir sin entender de qué me hablaba toda esa gente, de qué me hablaban al nombrar a Raquel, Mónica o Rocío, de la tierra, las nubes de mi escayola o su pelo rizado. Porque para mí, en aquellos momentos, morder la tierra sólo tenía un significado, uno que ya había probado y que me disgustaba, porque mis dientes aún no eran un arma.
Decidme, ¿cómo fueron vuestras experiencias previas al nacimiento del deseo?
Debía tener yo como nueve años, así que ella debía tener los mismos, y su nombre era Raquel, y su cabello era rubio casi blanco, como sus dientes, y la recuerdo vestida con pantalones cortos o vestidos, también blancos, como su pelo. Y ella me quería, o eso decía, pero yo no sentía nada parecido, sólo me gustaba que ella me quisiera porque era la niña más linda del barrio, y cuando perdió una de sus palas se convirtió en un animal precioso, de pelo liso y ojos azules o quizá verdes, sonrisa en parte desarmada. Y siempre quería jugar a juegos en los que se besara o hubiera que confesar a quién querías, y yo fingía como he fingido tantos años después, y le decía a todo el mundo, orgulloso, que quería a Raquel, porque era la más linda del barrio. Y ahora me doy cuenta de que ellos debieron pensar que tanta transparencia en mi confesión demostraba falsedad, igual que yo me doy cuenta ahora de que quizá no fueron conscientes porque sus celos eran más poderosos que su sentido común. Y en uno de esos juegos, por no besarla, mastiqué un puñado de tierra, tierra meada, pisada, hogar de gusanos.
En 5º de EGB fue Mónica, una chica que vestía un mono vaquero de Chipie, también rubia, también bella. La que fingía estar enferma cuando me escayolaron la pierna para quedarse conmigo durante las clases de gimnasia, garabateando fantasías con rotulador sobre la venda, estrellas y figuras geométricas, nubes y demás. Paisajes que luego no me atrevía a mostrar porque en público cobraban un nuevo significado que yo no comprendía. Y luego, una mañana, sus lágrimas al leer algo que habían escrito en su mesa, algo sobre ella y sobre mí, sin paisajes ni nubes ni estrellas, pero con el mismo significado que yo trataba de no comprender. Y llegó el verano.
Y más tarde, en clases de Ética, Rocío se sentaba sobre mis rodillas cuando Don Ángel se ausentaba, y desde allí hablaba al resto de compañeros, y aún siento el peso de su cuerpo sobre mí, su calidez tan inocente, o quizá la inocencia era la de mi cuerpo, que a veces ella rodeaba con su brazo, su pelo rizado rozaba mi cara y yo soplaba para apartarlo, y ella se daba la vuelta me miraba y se reía, echando la cabeza hacia atrás, llena de vida. Y un día Don Ángel me interrogó sobre esa cuestión, la de sus clases, y quise seguir sin entender de qué me hablaba toda esa gente, de qué me hablaban al nombrar a Raquel, Mónica o Rocío, de la tierra, las nubes de mi escayola o su pelo rizado. Porque para mí, en aquellos momentos, morder la tierra sólo tenía un significado, uno que ya había probado y que me disgustaba, porque mis dientes aún no eran un arma.
Decidme, ¿cómo fueron vuestras experiencias previas al nacimiento del deseo?