Sentido
Los mirlos dibujan la plenitud azul del infinito con su baile arrítmico alrededor del campanario. El sol mira de soslayo cuanto alumbra y, sin éxito, trata de darme mi merecido a través del cristal de la ventana.
Abrimos de 8 a 2 y vendemos el mejor pan de la ciudad; el mejor pan al mejor precio.
Aquí dentro, los últimos días de septiembre se depositan en forma de polvo en las estanterías abarrotadas de latas en conserva y leche semidesnatada a punto de caducar.
La radio lleva al borde de la muerte desde que trabajo aquí; no obstante, desde entonces, emite exangüe las noticias a primera hora y Clásicos Populares el resto del tiempo.
Este mes deja a la ciudad sumida en un desierto en medio de la nada, y eso se nota en la escasa clientela. Los pocos que quedan parecen maldecir su suerte ladrando por encima de Strauss el número de barras del horno de leña que quieren para hoy.
Algún cliente de mirada aviesa, no se fía de la honradez del fabricante y me hace pesar cada una de las piezas de pan que compra. “Sois unos ladrones, este pan es una mierda” recrimina mientras arranca el extremo de la barra y se la lleva a la boca. Llena su quijada izquierda hasta darle el aspecto de un flemón y abandona la estancia con un portazo. La violencia del movimiento, agita con fuerza las campanitas de recibidor que disonantes, acompañan los violines y el piano de la pieza radiofónica. He aquí un artista.
Llegada la hora hago caja y cierro a conciencia; me aseguro de que el portón metálico quede bien ajustado en el soporte del suelo. Un día más, un día menos.
Paseo por la acerca hasta llegar al parque que sirve de ronda giratoria para distribuir el tráfico hacia éste y aquel sitio. Antes de cruzar, desvío la mirada hacia la tienda de mascotas que hace esquina. Un par de cachorros se hunde en la maraña de tiras de periódicos viejos, buscando quizá un entierro prematuro.
El sol sigue allí arriba, el parque parece un oasis en medio de la insolación fatua.
Pienso en el asuntillo de la pistola y en la no muy lejana confección de mi traje de pino, en el borde blanco arrugado de tu falda malva y la estela de fruta fresca de tu cabello. Yo decía que mandarina, tú que melocotón. Vástagos dorados de la tierra en ambos casos.
El claxon ensordecedor de un autobús me devuelve a la realidad.
Alzo la mirada y allí te veo, sofocada como yo por el calor. Tu sonrisa y tus ojos a medio párpado se dirigen hacia el centro del parque donde estoy desenvolviendo mi almuerzo.
Los mirlos dibujan la plenitud azul del infinito con su baile arrítmico alrededor del campanario. El sol mira de soslayo cuanto alumbra y, sin éxito, trata de darme mi merecido a través del cristal de la ventana.
Abrimos de 8 a 2 y vendemos el mejor pan de la ciudad; el mejor pan al mejor precio.
Aquí dentro, los últimos días de septiembre se depositan en forma de polvo en las estanterías abarrotadas de latas en conserva y leche semidesnatada a punto de caducar.
La radio lleva al borde de la muerte desde que trabajo aquí; no obstante, desde entonces, emite exangüe las noticias a primera hora y Clásicos Populares el resto del tiempo.
Este mes deja a la ciudad sumida en un desierto en medio de la nada, y eso se nota en la escasa clientela. Los pocos que quedan parecen maldecir su suerte ladrando por encima de Strauss el número de barras del horno de leña que quieren para hoy.
Algún cliente de mirada aviesa, no se fía de la honradez del fabricante y me hace pesar cada una de las piezas de pan que compra. “Sois unos ladrones, este pan es una mierda” recrimina mientras arranca el extremo de la barra y se la lleva a la boca. Llena su quijada izquierda hasta darle el aspecto de un flemón y abandona la estancia con un portazo. La violencia del movimiento, agita con fuerza las campanitas de recibidor que disonantes, acompañan los violines y el piano de la pieza radiofónica. He aquí un artista.
Llegada la hora hago caja y cierro a conciencia; me aseguro de que el portón metálico quede bien ajustado en el soporte del suelo. Un día más, un día menos.
Paseo por la acerca hasta llegar al parque que sirve de ronda giratoria para distribuir el tráfico hacia éste y aquel sitio. Antes de cruzar, desvío la mirada hacia la tienda de mascotas que hace esquina. Un par de cachorros se hunde en la maraña de tiras de periódicos viejos, buscando quizá un entierro prematuro.
El sol sigue allí arriba, el parque parece un oasis en medio de la insolación fatua.
Pienso en el asuntillo de la pistola y en la no muy lejana confección de mi traje de pino, en el borde blanco arrugado de tu falda malva y la estela de fruta fresca de tu cabello. Yo decía que mandarina, tú que melocotón. Vástagos dorados de la tierra en ambos casos.
El claxon ensordecedor de un autobús me devuelve a la realidad.
Alzo la mirada y allí te veo, sofocada como yo por el calor. Tu sonrisa y tus ojos a medio párpado se dirigen hacia el centro del parque donde estoy desenvolviendo mi almuerzo.