En los indómitos grandes días de la piratería, a finales del siglo XVII y
principios del XVIII, era muy posible que, una vez dominado el barco
abordado, los perros del mar ofertasen a su tripulación la oportunidad
de unirse a ellos como bandidos vagabundos sin otra patria que el océano.
Pero esto requería de cierto ritual...
Aunque parezca impropio de ellos, los piratas de este período,
escarmentados de las malas experiencias propias y de las de sus
predecesores, tenían ciertas preferencias al momento de enrolar
tripulación.
Una vez reducida la dotación del barco abordado, la consideración
que los bandidos tenían a la tripulación rendida dependía de su
comportamiento ante el ataque. Si la dotación del navío asaltado
había presentado cierta resistencia al abordaje, los piratas solían
reaccionar de mal agrado hacia ellos.
Algunos capitanes piratas se entregaban a verdaderas orgías de
torturas con los desdichados que osaban oponerse a sus planes.
Esto era parte de una de las antiquísimas leyes de la guerra, que
buscaba doblegar a las futuras víctimas mediante el terror.
Muchos barcos se entregaban sin resistencia en cuanto sus vigías
veían izada una bandera roja o negra. Esto era lo que pretendían
los piratas. Y en estos navíos era donde preferían enrolar personal,
aunque hubiese una mínima resistencia por parte de los oficiales
al casi siempre espectacular abordaje.
Los piratas hacían que sus asaltos fuesen lo más escandalosos
posible, tanto para asustar, pues debían responder a la imagen temible
que habían fraguado, como por mera diversión. Todo aquello que
aportase dramatismo a la escena valía, y el capitán pirata incentivaba a
sus bravos a que actuasen del modo mas aguerrido y varonil posible.
Entre las muchas acciones del abordaje, el número más popular era el
del bribonzuelo que aterrizaba en cubierta descolgándose de las drizas,
vociferando alaridos a pleno pulmón mientras agitaba su alfanje. Este
sería de los más atrevidos, y es previsible que ya hubiera ensayado la
acción anteriormente, pues de otra forma, peligraría la vida del artista...
En cualquier caso, la lucha solía ser breve, y las más de las veces los
piratas se hacían con el navío; en ocasiones ni habría enfrentamientos,
es preciso recordar que este era el fin que buscaban las exhibiciones.
Una vez dominadas todas las cubiertas, los bergantes encerraban
a los díscolos en la sentina y apartaban a los demás, o los confinaban
en otra parte del barco, e incluso algunos capitanes generosos, si no
habían opuesto resistencia alguna, les permitían andar por la cubierta
superior, al soberbio aire salitroso del mar.
A continuación les inquirían acerca de la ocupación de cada cual, y
los que antes aullaban como lobos salvajes en la cubierta, repartiendo
machetazos o balazos a diestro y siniestro, ahora parecían volverse
mansos corderos, amistosos, joviales, y hasta zalameros.
Así se portarían los piratas que fueran más humanos, otros eran
perros del mar por naturaleza, y no podían ser afables ni aunque
quisieran. Siempre solían estar entre quienes se dedicaban al saco
del navío abordado, mientras sus compañeros mejor dotados se
dedicaban a amedrentar a los rendidos, blasfemando machete en
mano, para deleite del resto de sus compañeros de fechorías.
Los más taimados, apartaban a los posibles candidatos del barco
apresado en pequeños grupos, o se los llevaban por separado,
susurrándoles al oído, mientras miraban al horizonte, promesas de
riquezas y libertad, pues a partir de ahora trabajarían para si mismos,
en lugar de jugarse el gaznate al servicio ingrato y malpagado
de la flota de una rica compañía holandesa o una armada real.
Otras veces reunían a toda la tripulación en cubierta y les hacían un
escueto llamamiento, con los mismos argumentos, expresados de una
forma u otra, según la oratoria del bribón elegido para convencerles.
Los hombres más codiciados por los capitanes de los bajeles piratas
eran los oficiales especializados; cuantos más lograsen embarcar,
mejor. Desde veleros a carpinteros, de gavieros a pilotos o
contramaestres, todos serían bien recibidos.
Los oficiales, tanto mercantes como de la armada, nunca solían
aceptar, precisamente por serlo, pues literalmente, no querrían
echar su carrera por la borda... Si los piratas no eran sanguinarios,
les solían perdonar la vida, permitiéndoles volver en su barco. Solo
se secuestraba a cambio de rescate en casos muy excepcionales.
Como los marineros voluntarios con poca experiencia abundaban,
no les animaban a enrolarse, salvo que las enfermedades, el hambre,
o la última escaramuza con esa fragata de línea que siempre les
perseguía, hubieran mermado en demasía al personal.
Sin embargo, incluso en estos casos de necesidad, la mayoría de los
piratas no forzaban a nadie a unírseles. Entre los motivos de esta
actitud se hallaba la comprensión de que alguien obligado sería
más un estorbo que un buen marino.
Por otra parte, y en este mismo sentido, muchas tripulaciones
piratas tenían la norma de no obligar nunca a hombres casados.
Si no había mas remedio que reclutar a marinos por la fuerza, lo
común es que el capitán les desembarcase en el primer puerto
medianamente civilizado que encontrasen. Naturalmente, durante
la travesía, el marino podría cambiar de opinión y quedarse; si
antes no perdía la vida, por algún cañonazo español o británico...
A estos individuos, un pirata con el empleo de Cabo les daba
un documento rezando que había sido enrolado por la fuerza,
con la esperanza de que, si caía preso, le sirviera de defensa
en su juicio. Aunque lo más seguro es que si se daba tal caso, el
infeliz acabara zarandeándose colgado por el cuello de una soga
en algún lugar paradisíaco como Port Royal.
Sin embargo no todos se negaban, algunos aceptaban de inmediato,
en parte convencidos por los piratas, en parte hartos del maltrato
y la disciplina enfermiza de algunos capitanes.
Se volvió común el que muchos de quienes deseasen embarcar
con los piratas les pidiesen fingir una farsa ante los que fueran
sus oficiales, para rebajar los efectos de cualquier castigo
posterior e impedir cualquier acción contra sus bienes o familiares
en tierra; ya que tras el saqueo de un barco, se solía dejarle partir,
y una vez llegado a puerto, los oficiales rendían un detallado
informe del comportamiento de los tripulantes.
Si el ruego provenía de un marino profesional, los bergantes
aceptaban encantados.
Los piratas actuaban arrastrando al marinero por la fuerza, y este
interpretaba el papel de remiso, para que sus oficiales dijesen de
él, al llegar a puerto, que había sido enrolado contra su voluntad,
lo cual quizás podría valerle como defensa si era enjuiciado.
Estas escenas de teatro en alta mar se hicieron tan habituales,
que llegaron a ser conocidas por todos, así que algunos Cabos
piratas desarrollaron un inusitado talento dramático para que
los oficiales del barco capturado se creyeran la farsa.
Los piratas disfrutaban montando estos espectáculos, en los que
proferían terribles juramentos, insultos y maldiciones mientras
movían calculadamente el alfanje, para no herir demasiado al
improvisado compañero de reparto, aunque descubrieron que
un buen corte siempre daba realismo al drama, y cosechaba risas
entre los compañeros que subían el botín de las bodegas.
En realidad, solo los marinos especializados pasados a piratas
podrían salvarse si caían apresados por una armada y eran llevados
a juicio. Se les consideraba tan valiosos que se les perdonaba si
accedían a servir en la armada real.
El resto de bergantes serían ahorcados, independientemente de la
calidad que tuviese la interpretación que realizaran un día como
actores, o si fueran realmente enrolados contra su voluntad; en
cualquier caso muy pocos de estos se salvaban de la horca.
De los números teatrales de recluta que organizaban los piratas,
se puede decir que gozaban del favor del público, pero no de la
crítica.
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Gracias a De Re Militari
principios del XVIII, era muy posible que, una vez dominado el barco
abordado, los perros del mar ofertasen a su tripulación la oportunidad
de unirse a ellos como bandidos vagabundos sin otra patria que el océano.
Pero esto requería de cierto ritual...
Aunque parezca impropio de ellos, los piratas de este período,
escarmentados de las malas experiencias propias y de las de sus
predecesores, tenían ciertas preferencias al momento de enrolar
tripulación.
Una vez reducida la dotación del barco abordado, la consideración
que los bandidos tenían a la tripulación rendida dependía de su
comportamiento ante el ataque. Si la dotación del navío asaltado
había presentado cierta resistencia al abordaje, los piratas solían
reaccionar de mal agrado hacia ellos.
Algunos capitanes piratas se entregaban a verdaderas orgías de
torturas con los desdichados que osaban oponerse a sus planes.
Esto era parte de una de las antiquísimas leyes de la guerra, que
buscaba doblegar a las futuras víctimas mediante el terror.
Muchos barcos se entregaban sin resistencia en cuanto sus vigías
veían izada una bandera roja o negra. Esto era lo que pretendían
los piratas. Y en estos navíos era donde preferían enrolar personal,
aunque hubiese una mínima resistencia por parte de los oficiales
al casi siempre espectacular abordaje.
Los piratas hacían que sus asaltos fuesen lo más escandalosos
posible, tanto para asustar, pues debían responder a la imagen temible
que habían fraguado, como por mera diversión. Todo aquello que
aportase dramatismo a la escena valía, y el capitán pirata incentivaba a
sus bravos a que actuasen del modo mas aguerrido y varonil posible.
Entre las muchas acciones del abordaje, el número más popular era el
del bribonzuelo que aterrizaba en cubierta descolgándose de las drizas,
vociferando alaridos a pleno pulmón mientras agitaba su alfanje. Este
sería de los más atrevidos, y es previsible que ya hubiera ensayado la
acción anteriormente, pues de otra forma, peligraría la vida del artista...
En cualquier caso, la lucha solía ser breve, y las más de las veces los
piratas se hacían con el navío; en ocasiones ni habría enfrentamientos,
es preciso recordar que este era el fin que buscaban las exhibiciones.
Una vez dominadas todas las cubiertas, los bergantes encerraban
a los díscolos en la sentina y apartaban a los demás, o los confinaban
en otra parte del barco, e incluso algunos capitanes generosos, si no
habían opuesto resistencia alguna, les permitían andar por la cubierta
superior, al soberbio aire salitroso del mar.
A continuación les inquirían acerca de la ocupación de cada cual, y
los que antes aullaban como lobos salvajes en la cubierta, repartiendo
machetazos o balazos a diestro y siniestro, ahora parecían volverse
mansos corderos, amistosos, joviales, y hasta zalameros.
Así se portarían los piratas que fueran más humanos, otros eran
perros del mar por naturaleza, y no podían ser afables ni aunque
quisieran. Siempre solían estar entre quienes se dedicaban al saco
del navío abordado, mientras sus compañeros mejor dotados se
dedicaban a amedrentar a los rendidos, blasfemando machete en
mano, para deleite del resto de sus compañeros de fechorías.
Los más taimados, apartaban a los posibles candidatos del barco
apresado en pequeños grupos, o se los llevaban por separado,
susurrándoles al oído, mientras miraban al horizonte, promesas de
riquezas y libertad, pues a partir de ahora trabajarían para si mismos,
en lugar de jugarse el gaznate al servicio ingrato y malpagado
de la flota de una rica compañía holandesa o una armada real.
Otras veces reunían a toda la tripulación en cubierta y les hacían un
escueto llamamiento, con los mismos argumentos, expresados de una
forma u otra, según la oratoria del bribón elegido para convencerles.
Los hombres más codiciados por los capitanes de los bajeles piratas
eran los oficiales especializados; cuantos más lograsen embarcar,
mejor. Desde veleros a carpinteros, de gavieros a pilotos o
contramaestres, todos serían bien recibidos.
Los oficiales, tanto mercantes como de la armada, nunca solían
aceptar, precisamente por serlo, pues literalmente, no querrían
echar su carrera por la borda... Si los piratas no eran sanguinarios,
les solían perdonar la vida, permitiéndoles volver en su barco. Solo
se secuestraba a cambio de rescate en casos muy excepcionales.
Como los marineros voluntarios con poca experiencia abundaban,
no les animaban a enrolarse, salvo que las enfermedades, el hambre,
o la última escaramuza con esa fragata de línea que siempre les
perseguía, hubieran mermado en demasía al personal.
Sin embargo, incluso en estos casos de necesidad, la mayoría de los
piratas no forzaban a nadie a unírseles. Entre los motivos de esta
actitud se hallaba la comprensión de que alguien obligado sería
más un estorbo que un buen marino.
Por otra parte, y en este mismo sentido, muchas tripulaciones
piratas tenían la norma de no obligar nunca a hombres casados.
Si no había mas remedio que reclutar a marinos por la fuerza, lo
común es que el capitán les desembarcase en el primer puerto
medianamente civilizado que encontrasen. Naturalmente, durante
la travesía, el marino podría cambiar de opinión y quedarse; si
antes no perdía la vida, por algún cañonazo español o británico...
A estos individuos, un pirata con el empleo de Cabo les daba
un documento rezando que había sido enrolado por la fuerza,
con la esperanza de que, si caía preso, le sirviera de defensa
en su juicio. Aunque lo más seguro es que si se daba tal caso, el
infeliz acabara zarandeándose colgado por el cuello de una soga
en algún lugar paradisíaco como Port Royal.
Sin embargo no todos se negaban, algunos aceptaban de inmediato,
en parte convencidos por los piratas, en parte hartos del maltrato
y la disciplina enfermiza de algunos capitanes.
Se volvió común el que muchos de quienes deseasen embarcar
con los piratas les pidiesen fingir una farsa ante los que fueran
sus oficiales, para rebajar los efectos de cualquier castigo
posterior e impedir cualquier acción contra sus bienes o familiares
en tierra; ya que tras el saqueo de un barco, se solía dejarle partir,
y una vez llegado a puerto, los oficiales rendían un detallado
informe del comportamiento de los tripulantes.
Si el ruego provenía de un marino profesional, los bergantes
aceptaban encantados.
Los piratas actuaban arrastrando al marinero por la fuerza, y este
interpretaba el papel de remiso, para que sus oficiales dijesen de
él, al llegar a puerto, que había sido enrolado contra su voluntad,
lo cual quizás podría valerle como defensa si era enjuiciado.
Estas escenas de teatro en alta mar se hicieron tan habituales,
que llegaron a ser conocidas por todos, así que algunos Cabos
piratas desarrollaron un inusitado talento dramático para que
los oficiales del barco capturado se creyeran la farsa.
Los piratas disfrutaban montando estos espectáculos, en los que
proferían terribles juramentos, insultos y maldiciones mientras
movían calculadamente el alfanje, para no herir demasiado al
improvisado compañero de reparto, aunque descubrieron que
un buen corte siempre daba realismo al drama, y cosechaba risas
entre los compañeros que subían el botín de las bodegas.
En realidad, solo los marinos especializados pasados a piratas
podrían salvarse si caían apresados por una armada y eran llevados
a juicio. Se les consideraba tan valiosos que se les perdonaba si
accedían a servir en la armada real.
El resto de bergantes serían ahorcados, independientemente de la
calidad que tuviese la interpretación que realizaran un día como
actores, o si fueran realmente enrolados contra su voluntad; en
cualquier caso muy pocos de estos se salvaban de la horca.
De los números teatrales de recluta que organizaban los piratas,
se puede decir que gozaban del favor del público, pero no de la
crítica.
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Gracias a De Re Militari