ruben_clv
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- 5 Sep 2005
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En la Anábasis, Jenofonte nos cuenta cómo casi diez mil griegos cuyos líderes habían sido asesinados emprendieron un viaje a través de la antigua Persia con destino al Mar Negro, atravesando territorio hostil con el sueño de volver a pisar su tierra algún día. La importancia de aquel viaje radica en la forma en la que los soldados decidieron nombrar nuevos representantes y avanzar hasta el límite de sus fuerzas, no como un ejército, sino como una nación. En la caliente arena de Persia no era un ejército griego el que avanzaba, era la misma Grecia la que caminaba. No avanzaban por su vida, avanzaban para salvar una cultura, una Ley y unos principios morales.
Sin embargo, ante la grandiosidad de estos valores, ante la misma cultura occidental con los pies llenos de polvo y la frente empapada de sudor, un hecho preciso, un instante, una mota de polvo en la historia, un Hombre, al fin y al cabo, trasciende los siglos cuando al superar la última peña del camino adivina en el horizonte una línea azul y su garganta deja escapar un grito que aún hoy día simboliza una de las mayores muestras de alegría jamás vividas. No es Grecia la que habla, no es la cuna de la civilización ni son los valores ancestrales, ninguna academia está presente, son diez mil hijos y padres, diez mil individuos los que se dejan la voz y empapan el cielo de música.
Si me detengo a pensar un instante no tardo en darme cuenta de que los momentos de mayor felicidad se dan junto al mar y no en el mar. Quizá la inmensidad nos termina poniendo nerviosos: uno sabe que no es capaz de nadar por siempre y la rendición al mar no es una opción; o quizá se trate de un miedo ancestral más que justificado. El mar nos sigue tratando como extraños, pero seguimos muriendo en su seno, como hace mil años, como dentro de mil años. Quizá exista también un leve vestigio oculto en lo más profundo de nuestro subconsciente que nos indica que un día el mar fue nuestro hogar, de ahí nuestro suicida empeño.
Temo la Mar desde siempre.
Pero estaba hablando de la orilla del mar. La misma orilla del mar que tanto alegró a aquel soldado anónimo. Qué poco me cuesta imaginar su mirada, su júbilo, su casi seguro llanto -qué poco me cuesta imaginarlo comparado con la Filosofía, la Democracia, el Mar,...-, qué poco me cuesta revivir la celebración de un vulgar instante.
Hace algunos meses que vengo comiendo dos o tres veces por semana en el mismo sitio. Un restaurante de Valencia con buen menú y mejor ambiente, con una gran terraza que pierde el Sol por las tardes, que invita a beber y descansar. Fue allí donde la vi por primera vez, y ahora lo pienso, en mi estado actual, y soy incapaz de saber cuánto tiempo hace que la conozco. Un día, sin motivo alguno, tras varias semanas coincidiendo con ella, algo en mi interior provocó que le dijera a mi acompañante que esa chica me gustaba. Y casi al mismo tiempo ella empezó a tener más interés en mí, benditas hormonas, bendito olfato. Dicen que el olfato fue el primero de los sentidos de un ser vivo, así que el Amor existe antes que el oído, la vista o el tacto; nada invento, pura ciencia. El interés de ella, como decía, que nos movía a jugar por la orilla de nuestra historia que ni siquiera acababa de empezar. Una noche a tomar una copa, otra a quedarme a cerrar con el resto de sus compañeros para salir todos juntos, una amiga que ejerce de Celestina, una mirada increiblemente azul; todos a lo largo de la orilla, sin mojarnos los tobillos.
Temo la Mar, como os decía, pero siento un irrefrenable deseo de sumergirme en ella. Un par de veces hemos estado a punto de cogernos de la mano y correr hacia el agua, pero siempre nos ha vencido el deseo de seguir jugando con la arena. Pero hoy hay algo en mi interior que me incita a sumegirme. Quizá hay algo que me recuerda que un día su vientre fue mi hogar y por eso no temo aventurarme, quizá sigo teniendo la esperanza de que un hombre pueda cruzar el mar, o de que, al menos, ella acepte mi rendición sin llevarse mi vida por el camino.
Feliz noche de San Juan a todos.
Sin embargo, ante la grandiosidad de estos valores, ante la misma cultura occidental con los pies llenos de polvo y la frente empapada de sudor, un hecho preciso, un instante, una mota de polvo en la historia, un Hombre, al fin y al cabo, trasciende los siglos cuando al superar la última peña del camino adivina en el horizonte una línea azul y su garganta deja escapar un grito que aún hoy día simboliza una de las mayores muestras de alegría jamás vividas. No es Grecia la que habla, no es la cuna de la civilización ni son los valores ancestrales, ninguna academia está presente, son diez mil hijos y padres, diez mil individuos los que se dejan la voz y empapan el cielo de música.
Si me detengo a pensar un instante no tardo en darme cuenta de que los momentos de mayor felicidad se dan junto al mar y no en el mar. Quizá la inmensidad nos termina poniendo nerviosos: uno sabe que no es capaz de nadar por siempre y la rendición al mar no es una opción; o quizá se trate de un miedo ancestral más que justificado. El mar nos sigue tratando como extraños, pero seguimos muriendo en su seno, como hace mil años, como dentro de mil años. Quizá exista también un leve vestigio oculto en lo más profundo de nuestro subconsciente que nos indica que un día el mar fue nuestro hogar, de ahí nuestro suicida empeño.
Temo la Mar desde siempre.
Pero estaba hablando de la orilla del mar. La misma orilla del mar que tanto alegró a aquel soldado anónimo. Qué poco me cuesta imaginar su mirada, su júbilo, su casi seguro llanto -qué poco me cuesta imaginarlo comparado con la Filosofía, la Democracia, el Mar,...-, qué poco me cuesta revivir la celebración de un vulgar instante.
Hace algunos meses que vengo comiendo dos o tres veces por semana en el mismo sitio. Un restaurante de Valencia con buen menú y mejor ambiente, con una gran terraza que pierde el Sol por las tardes, que invita a beber y descansar. Fue allí donde la vi por primera vez, y ahora lo pienso, en mi estado actual, y soy incapaz de saber cuánto tiempo hace que la conozco. Un día, sin motivo alguno, tras varias semanas coincidiendo con ella, algo en mi interior provocó que le dijera a mi acompañante que esa chica me gustaba. Y casi al mismo tiempo ella empezó a tener más interés en mí, benditas hormonas, bendito olfato. Dicen que el olfato fue el primero de los sentidos de un ser vivo, así que el Amor existe antes que el oído, la vista o el tacto; nada invento, pura ciencia. El interés de ella, como decía, que nos movía a jugar por la orilla de nuestra historia que ni siquiera acababa de empezar. Una noche a tomar una copa, otra a quedarme a cerrar con el resto de sus compañeros para salir todos juntos, una amiga que ejerce de Celestina, una mirada increiblemente azul; todos a lo largo de la orilla, sin mojarnos los tobillos.
Temo la Mar, como os decía, pero siento un irrefrenable deseo de sumergirme en ella. Un par de veces hemos estado a punto de cogernos de la mano y correr hacia el agua, pero siempre nos ha vencido el deseo de seguir jugando con la arena. Pero hoy hay algo en mi interior que me incita a sumegirme. Quizá hay algo que me recuerda que un día su vientre fue mi hogar y por eso no temo aventurarme, quizá sigo teniendo la esperanza de que un hombre pueda cruzar el mar, o de que, al menos, ella acepte mi rendición sin llevarse mi vida por el camino.
Feliz noche de San Juan a todos.