Esta semana volví ver la primera temporada de Treme. Los diez capítulos en tandas de dos en dos, de lunes a viernes. Sólo puedo constatar que, liberado del impacto de la novedad, disfruté cada minuto como si fuese una vuelta al hogar continuada, como estar reencontrándose continuamente con cosas fundamentales que uno cree saber sobre la vida, las personas, el amor y la muerte. Como en la primera vez, terminé soltando una lágrima en ese momento en el que Toni Bernette abre su automóvil y coge la cartera de Creighton para descubrir que todo estaba ahí. TODO.
Quizás lo más destacable de esta serie en la cual todo resulta arrebatador y emocionante sea la contraposición entre los caracteres heroicos de Creighton Bernette (un John Goodman simplemente arrollador) y el Gran Jefe Lambreaux (un Clarke Peters telúrico que parece encarnar un poder terrenal en el que se condensan siglos de historia). El primero, profesor universitario de literatura y escritor en crisis, es un héroe dionisíaco poseído por una cólera que va tanto hacia adentro como hacia fuera. El segundo, albañil y líder de una tribu india formada por habitantes negros de las barriadas pobres, es un héroe apolíneo, poseído por una furia desbordante hacia los responsables de la tragedia asociada al Katrina. Cada uno ellos representa un modo de vida diferente en el seno de clases antagónicas: Creighton vive con su mujer -una abogada indestructible convencida de la fuerza de las herramientas de la justicia- y su hija adolescente en un barrio de clase media-alta que llevó bien las inundaciones y la devastación del huracán. El segundo vive en un barrio popular literalmente barrido de la faz de la tierra tras las inundaciones. Ambos son conscientes del todo lo que está yéndose al carajo en su ciudad con la inactividad calculada de las autoridades locales y federales y ambos, cada uno a su manera, buscan dar salida a su necesidad de alterar el aparentemente intocable curso de las cosas.
Creighton Bernette no tiene experiencia en la lucha con las injusticias. Su furia se difunde a través de incendiarios soliloquios que cuelga con gran éxito en youtube. Más allá del reconocimiento de sus vecinos y amigos, carece de capacidad transformadora. Domina la palabra que señala la injusticia, pero está separado de la posibilidad de actuar sobre la realidad por un problema inherente a su procedencia: no sabe lo que es formar parte de una lucha colectiva, carece de herramientas para articular socialmente su necesidad de pelear. Entregado a sus discursos youtubeanos, va perdiéndose en una espiral de estupefacción en la cual la melancolía por su ciudad perdida y una sensación de abandono absoluta lo conducen a un callejón sin salida. Es el personaje trágico de la serie y aquel con el cual no podemos evitar sintonizar una franja de público considerable.
Frente a él, el Gran Jefe Lambreaux lleva a sus costas la herencia de décadas de lucha. Es el líder de una comunidad de negros indios organizada alrededor del desfile de Mardi Grass y la competición de trajes en las calles con otras tribus. Él sí sabe qué hacer: escoge objetivos concretos dentro de la devastación general, estructura una lucha organizada en la que cuenta con el apoyo de su grupo, traza una estrategia de batalla con movimientos definidos y con un estudio milimétrico de costes y consecuencias de sus actos. Es apolíneo porque su energía, su vitalidade emborronadas de cólera no se dirigen hacia un automartirio de corte nostálgico sino a una búsqueda de la transformación de las condiciones de vida en las que se encuentran. Es apolíneo porque su integración en un colectivo lo pone la salvo de la autodestrucción personal que conlleva ser un héroe solitario. Lambreaux es un activista político en el sentido amplio de la palabra. Es un ciudadano que participa de la vida en su barrio y que arriesga su propia piel en la defensa de los suyos y de sus derechos. Mientras Creighton embarranca en los bajíos de su tristeza de hombre solitario, Lambreaux cabalga sobre la red comunitaria en la que está integrado. Mientras Creighton sufre la erosión de una pulsión autodestructiva que el amor de su mujer y su hija no pueden contener, Lambreaux crece día a día en el curso de su lucha, recupera el contacto con sus hijos, con sus vecinos extendidos por el país como refugiados del desastre y crea nuevas ligazones a sus alrededor. Enfrentado a políticos y policías, encarcelado por ocupar una vivienda social, golpeado por no arrodillarse en su detención, Lambreaux encarna en su cuerpo el significado de las palabras que importan: dignidad, resistencia, responsabilidad, integridad.
En el más allá de las consecuencias de ese Katrina del que habla la serie encontramos que Creighton y Lambreaux confrontan dos visiones diferentes de como integrar la experiencia vital personal en el colectivo. Creighton es un prisionero de la memoria: está invadido por el recuerdo doliente de todo el que se perdió en las inundaciones de la ciudad. Cortocircuitado por el asalto continuado de sensaciones e imágenes de un pasado ido para siempre, queda a la deriva, extrañado ante todo, perplejo por la indiferencia del mundo. Lambreaux, por el contrario, es capaz dar el salto fundamental: la memoria transformada en historia posibilita la integración de esta en la experiencia personal y colectiva. Lambreaux puede distanciarse de las emociones terribles asociadas a la destrucción. Es capaz de hacer un duelo en condiciones por las vidas y las cosas perdidas y de marcar con claridad el trauma de la ciudad arrasada en su experiencia vital. Esta capacidad está ligada a su trayectoria personal: otros antes que él sufrieron y padecieron y fueron maltratados e ignorado por el mundo. Su ADN cultural y antropológico, su capital simbólico, su inserción en una historia más amplia que su vida, en una red de tradiciones y de mitologías compartidas, lo facultan para enfrentar el presente desde una posición a la cual Creighton nunca podría aspirar. Lambreux puede darle sentido todo el que acontece y posicionarse frente a ello. Creighton, abandonado a una melancolía en espiral, se pierde en las vueltas de un nonsense ante el cual está indefenso como individuo aislado.
De fondo, como no, la experiencia singular de una ciudad en la cual lo popular adquiere una dimensión desconocida en estos tiempos de capitalismo disolvente. El aforismo marxista -empleado hasta el exceso- del capitalismo como substancia que convierte en gaseoso todo el que es sólido adquiere aquí una presencia casi ominosa: lo sólido son las relaciones entre los habitantes de los barrios populares, lo sólido es ese colectivo de músicos que vive al día en casas que están cayéndose, lo sólido es esa comunidad de afectos y de circunstancias compartidas que lleva a los habitantes a reclamar las calles el Mardi Grass pese a no tener calles por las que pasear, lo sólido es la tradición compartida y las singularidades antropológicas inherentes a cada comunidad, lo sólido son los sueños personales integrados en una red común de deseos de mejoras colectivas. Lo sólido son esos desfiles de gente disfrazada, esas bandas de música tocando en las calles, esas personas que no se rinden ante adversidades continuadas, ante desgracias intolerables y que, pese a todo el que pasa dicen "no nos rendiremos, no sabemos como".