stavroguin 11
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- 14 Oct 2010
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Seguro que a nadie sorprenderá, por aficiones sobradamente conocidas aquí, que una de mis lecturas favoritas sea Moby Dick, esa mezcla de narrativa magistral, tratado de biología, de navegación, de sociología marinera, y también de cinismo y mentiras bien contadas. Pero lo traigo aquí a colación no por sus méritos literarios, sino por la derivación vital y metafísica de un episodio concreto.
El Pequod navega hacia enfrentamiento, hacia el desastre, hacia la muerte. El primer oficial Starbuck, el único capaz de hacer frente, por inteligencia, jerarquía y valor al Capitan Ahab, ha fracasado en su plan de deponerlo y/o asesinarlo, por falta de apoyo en una tripulación de ignaros sometidos de forma acrítica a una despiadada jerarquía secular y también por falta de fibra moral para apretar el gatillo. No faltan otras personas inteligentes a bordo que saben cuál es el destino que los espera, enfrentados a un diablo blanco que ha hundido tantos barcos y guiados por la febril venganza de un irrecuperable tarado.
En un momento dado ven un barco en el horizonte que se les aproxima. Ambos caen a estribor según los cánones, y se cruzan a una distancia suficiente para que cada uno pueda divisar la cubierta del otro. Es un ballenero que vuelve a casa, con las bodegas llenas de aceite. Los marineros tocan el acordeón, ríen a mandíbula batiente, vacían botellas de ron y bailan con chicas polinesias recogidas en quién sabe que isla. Los bolsillos llenos, el deber cumplido, guiados por un Capitán de mente sana que conoce su oficio de pescador.
La vida de cualquier humano del montón consiste en tripular uno de estos dos barcos, cambiando de cubierta según las circunstancias, para finalmente rematar la travesía en el primero. Unas veces toca gozo exultante con el santo de cara, otras enfermedad, muerte y rechinar de dientes. Viajar en el segundo puede ser agradable, siempre que no encontremos muchos Pequods en el camino que nos hagan sentir culpables. Hace tiempo que cambié de carretera para ir al mar para evitar pasar por delante de un tanatorio que quedaba de camino. La misma razón por la que procuro no visitar determinados lugares del hospital (UCI, oncologicos, psiquiátricos), sobre todo las vísperas de irme de vacaciones. Los placeres de la vida no se disfrutan igual cuando con demasiada frecuencia cruzas la mirada con los que van a pescar la ballena. Porque sabes que antes o después vas a verte sentado en la cofa del barco de Nantucket buscando el chorro de vapor que dará inicio a la cacería y el desastre.
El Pequod navega hacia enfrentamiento, hacia el desastre, hacia la muerte. El primer oficial Starbuck, el único capaz de hacer frente, por inteligencia, jerarquía y valor al Capitan Ahab, ha fracasado en su plan de deponerlo y/o asesinarlo, por falta de apoyo en una tripulación de ignaros sometidos de forma acrítica a una despiadada jerarquía secular y también por falta de fibra moral para apretar el gatillo. No faltan otras personas inteligentes a bordo que saben cuál es el destino que los espera, enfrentados a un diablo blanco que ha hundido tantos barcos y guiados por la febril venganza de un irrecuperable tarado.
En un momento dado ven un barco en el horizonte que se les aproxima. Ambos caen a estribor según los cánones, y se cruzan a una distancia suficiente para que cada uno pueda divisar la cubierta del otro. Es un ballenero que vuelve a casa, con las bodegas llenas de aceite. Los marineros tocan el acordeón, ríen a mandíbula batiente, vacían botellas de ron y bailan con chicas polinesias recogidas en quién sabe que isla. Los bolsillos llenos, el deber cumplido, guiados por un Capitán de mente sana que conoce su oficio de pescador.
La vida de cualquier humano del montón consiste en tripular uno de estos dos barcos, cambiando de cubierta según las circunstancias, para finalmente rematar la travesía en el primero. Unas veces toca gozo exultante con el santo de cara, otras enfermedad, muerte y rechinar de dientes. Viajar en el segundo puede ser agradable, siempre que no encontremos muchos Pequods en el camino que nos hagan sentir culpables. Hace tiempo que cambié de carretera para ir al mar para evitar pasar por delante de un tanatorio que quedaba de camino. La misma razón por la que procuro no visitar determinados lugares del hospital (UCI, oncologicos, psiquiátricos), sobre todo las vísperas de irme de vacaciones. Los placeres de la vida no se disfrutan igual cuando con demasiada frecuencia cruzas la mirada con los que van a pescar la ballena. Porque sabes que antes o después vas a verte sentado en la cofa del barco de Nantucket buscando el chorro de vapor que dará inicio a la cacería y el desastre.
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