P
pulga
Guest
Un día me afeité en una barbería de Calamocha, un pueblo turolense. A mí lo que más me gusta del afeitado profesional -por llamarlo de alguna manera- es cuando el barbero te tapona las narices y empieza a rajarte los bigotes.
El barbero me metió un meneo en la cara, en los pómulos, en la garganta, que yo pensé que se había ido del bolo y que quería convertirme al Kung-fu a base de pellizcos, guantazos y palmadas en mi pobre jeta.
Imagínate un martes, en un pueblo de Teruel, un tipo que entra a afeitarse en una barbería, a las once menos cuarto de la mañana. Pues yo era ese tipo.
Después del meneo se puso morado de rajarme por donde le vino en gana. Me rajaba con una filomatic del año 50 con la que ya había rajado a unos cuantos antes en las últimas décadas.
Aún conservaba la propaganda de Gila anunciando la celebrada marca de cuchillas de afeitar.
Luego me atizó medio litro de Floid y pasó a abofetearme con la gran venia de la orden de los barberos.
Salí a la calle y un montón de abejas aventadas, tabanos intratables, moscas de burro con la tripa verde, salidas directamente de un establo de parturientas mulas que dejaron para más tarde, moscas comunes venidas de las grandes regiones de las granjas con los tocinos más evacuantes que se vieron en el siglo que empieza, abejorros sin denominación de origen, pero joteros a más no poder, vinieron a mí, enloquecidos por la maravillosa mezcla de la sangre, el flujo espumeante de una filomatic de hace cuarenta años, la saliva con sobras de chorizo y olor a carajillo de Soberano del barbero con la que me amasó las brechas abiertas en mi cara, y el medio litro de Floid, que hacía las veces de azúcar quemada sobre crema catalana.
Me dejó la cara convertida en un pastel de mierda.
Lo único que podía hacer con esa cara era morirme: hubiera hecho un gran papel como extravagante estatua de cera con pasaporte directo al más allá de los estafados de caras reventadas.
Como cabeza fragante encerrada en un ataúd, y llevada de feria en feria, por pueblos de mala muerte, viajando en desportilladas furgonetas de gitanos ambulantes.
Y vosotros, ¿qué me podéis contar de vuestras barberías?
El barbero me metió un meneo en la cara, en los pómulos, en la garganta, que yo pensé que se había ido del bolo y que quería convertirme al Kung-fu a base de pellizcos, guantazos y palmadas en mi pobre jeta.
Imagínate un martes, en un pueblo de Teruel, un tipo que entra a afeitarse en una barbería, a las once menos cuarto de la mañana. Pues yo era ese tipo.
Después del meneo se puso morado de rajarme por donde le vino en gana. Me rajaba con una filomatic del año 50 con la que ya había rajado a unos cuantos antes en las últimas décadas.
Aún conservaba la propaganda de Gila anunciando la celebrada marca de cuchillas de afeitar.
Luego me atizó medio litro de Floid y pasó a abofetearme con la gran venia de la orden de los barberos.
Salí a la calle y un montón de abejas aventadas, tabanos intratables, moscas de burro con la tripa verde, salidas directamente de un establo de parturientas mulas que dejaron para más tarde, moscas comunes venidas de las grandes regiones de las granjas con los tocinos más evacuantes que se vieron en el siglo que empieza, abejorros sin denominación de origen, pero joteros a más no poder, vinieron a mí, enloquecidos por la maravillosa mezcla de la sangre, el flujo espumeante de una filomatic de hace cuarenta años, la saliva con sobras de chorizo y olor a carajillo de Soberano del barbero con la que me amasó las brechas abiertas en mi cara, y el medio litro de Floid, que hacía las veces de azúcar quemada sobre crema catalana.
Me dejó la cara convertida en un pastel de mierda.
Lo único que podía hacer con esa cara era morirme: hubiera hecho un gran papel como extravagante estatua de cera con pasaporte directo al más allá de los estafados de caras reventadas.
Como cabeza fragante encerrada en un ataúd, y llevada de feria en feria, por pueblos de mala muerte, viajando en desportilladas furgonetas de gitanos ambulantes.
Y vosotros, ¿qué me podéis contar de vuestras barberías?