Werther
Veterano
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- 16 Mar 2004
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Por fin llegaba la noche del jueves. La cartelera anunciaba la interpretación de los conciertos para piano 3 y 4 de Beethoven. Me senté en la butaca que me corresponde por ser miembro de la Sociedad de Conciertos de mi ciudad, esperando disfrutar de una tranquila velada de música clásica. El oboe tocó el La y toda la orquesta comenzó a afinar los diversos instrumentos, mientras que el director se acomodaba en su puesto. Acto seguido la pianista entró en el escenario y todo el público comenzó a aplaudir. Mientras que aplaudía, no pude dejar de asombrarme de su belleza. Tenía el cabello rubio y le caía, en graciosos bucles, hasta media espalda; sus ojos eran azules como el cielo, no como el mar, y sus labios eran tan rojos que parecían dos pétalos de rosa; vestía un traje largo que competía en blancura con su piel. Con mucho donaire y con una bella sonrisa, que nos regalaba a todo el público, recorrió una parte del escenario hasta llegar a la butaca del piano, en donde se sentó después de saludar muy cortésmente al director de la orquesta.
El director de la orquesta levantó la batuta y los violines comenzaron a sonar; poco a poco, y a medida que la obra lo requería, se fueron añadiendo los restantes instrumentos, menos el piano. Mientras, la pianista respiraba profundamente y, con las manos apoyadas relajadamente en su regazo, esperaba su turno. Entonces situó sus delicadas manos sobre el teclado y con una fuerza y espíritu sobrecogedores comenzó a emitir una bellísima melodía. ¡Cómo desplazaba las manos por las diversas notas, realizando bellísimas armonías y escalas! ¡Qué pasión irradiaba de sus bellísimos ojos azules a medida que la obra avanzaba y su interpretación se iba dificultando cada vez más! Qué hermoso conjunto el de ella, tan blanca, y el piano, tan negro…
Las escalas se iban sucediendo unas tras otras, las melodías del piano apaciguaban a las del resto de la orquesta y la obra seguía su curso como la corriente de un río que se precipita en el inmenso mar, envolviéndolo todo y penetrando en el alma de los espectadores. Para mí la música y ella eran uno, no podía disociarlas, no podía recordar algo tan profundamente conmovedor.
El fin se acercaba, todos los instrumentos sonaban impetuosamente, las manos de la pianista digitaban con gran perfección y se desplazaban por el teclado a gran velocidad y sentida fuerza. Entonces, mi beldad respiró profundamente, tañó el último acorde y, dejando caer sus delicadas manos sobre el teclado, concluyó la obra. Tras la última nota de la orquesta se hizo un profundo silencio y, poco a poco, y a medida que la gente iba recobrando la compostura después de haberla perdido ante tamaña interpretación, comenzaron a oírse las primeras palmadas, hasta que, acto seguido, todo el público prorrumpió en un estruendoroso y continuado aplauso.
Dos horas después me encontraba con los amigos y sus novias y mujeres (soy el único soltero) en un Pub de la zona de fiesta de mi ciudad. Estaba apoyado en la barra observando melancólicamente el cubata de CocaCola y güisqui que sostenía con la mano derecha. Una novia de un amigo se me acercó y me preguntó: “¿Qué haces aquí solo en la barra cuando este Pub está repleto de chicas guapísimas a las que podrías decirles algo?”, yo le respondí: “es que no me gusta ninguna”, extrañada volvió a preguntarme: “¿Y que tipo de mujeres te gustan a ti?”, entonces, respirando profundamente y exhalando un sentido suspiro, le volví a responder: “las que es imposible que me puedan querer”.
El director de la orquesta levantó la batuta y los violines comenzaron a sonar; poco a poco, y a medida que la obra lo requería, se fueron añadiendo los restantes instrumentos, menos el piano. Mientras, la pianista respiraba profundamente y, con las manos apoyadas relajadamente en su regazo, esperaba su turno. Entonces situó sus delicadas manos sobre el teclado y con una fuerza y espíritu sobrecogedores comenzó a emitir una bellísima melodía. ¡Cómo desplazaba las manos por las diversas notas, realizando bellísimas armonías y escalas! ¡Qué pasión irradiaba de sus bellísimos ojos azules a medida que la obra avanzaba y su interpretación se iba dificultando cada vez más! Qué hermoso conjunto el de ella, tan blanca, y el piano, tan negro…
Las escalas se iban sucediendo unas tras otras, las melodías del piano apaciguaban a las del resto de la orquesta y la obra seguía su curso como la corriente de un río que se precipita en el inmenso mar, envolviéndolo todo y penetrando en el alma de los espectadores. Para mí la música y ella eran uno, no podía disociarlas, no podía recordar algo tan profundamente conmovedor.
El fin se acercaba, todos los instrumentos sonaban impetuosamente, las manos de la pianista digitaban con gran perfección y se desplazaban por el teclado a gran velocidad y sentida fuerza. Entonces, mi beldad respiró profundamente, tañó el último acorde y, dejando caer sus delicadas manos sobre el teclado, concluyó la obra. Tras la última nota de la orquesta se hizo un profundo silencio y, poco a poco, y a medida que la gente iba recobrando la compostura después de haberla perdido ante tamaña interpretación, comenzaron a oírse las primeras palmadas, hasta que, acto seguido, todo el público prorrumpió en un estruendoroso y continuado aplauso.
Dos horas después me encontraba con los amigos y sus novias y mujeres (soy el único soltero) en un Pub de la zona de fiesta de mi ciudad. Estaba apoyado en la barra observando melancólicamente el cubata de CocaCola y güisqui que sostenía con la mano derecha. Una novia de un amigo se me acercó y me preguntó: “¿Qué haces aquí solo en la barra cuando este Pub está repleto de chicas guapísimas a las que podrías decirles algo?”, yo le respondí: “es que no me gusta ninguna”, extrañada volvió a preguntarme: “¿Y que tipo de mujeres te gustan a ti?”, entonces, respirando profundamente y exhalando un sentido suspiro, le volví a responder: “las que es imposible que me puedan querer”.