Vine a pl en busca de mi padre

hijo de verruga

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29 Dic 2020
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Vine a pl porque me dijeron que acá merodeaba mi padre, un tal Verruga de Campo Arañuelo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella, prostituta china retirada, estaba por morirse de sida y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, hija mía, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Verruga, el cliente favorito de mi madre. Por eso vine a pl.
 
Verruga se cruzará de brazos, y el medidor de reacciones de PL morirá de hambre.
 
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—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, hija mía, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
¿Usted es hijo o hija? ¿Tiene tetazas y pollón? Si es así, ponga fotos de su verga.

Felicidades por el hilazo.
 
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: «
Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja
».
—¿Cómo dice usted que se llama la comarca que se ve allá abajo?
—Campo Arañuelo, señorita.
—¿Está seguro de que ya es Campo Arañuelo?
—Seguro, señorita.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señorita.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Campo Arañuelo, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «
Hay allí, pasando la central nuclear, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el tabaco maduro. Desde ese lugar se ve Campo Arañuelo, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche
». Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.
—¿Y a qué va usted a Campo Arañuelo, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre —contesté.
—¡Ah! —dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
—Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
—Sea usted quien sea, se alegrará de verla.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, el Alto del Mirlo. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
—¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
—No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Verruga.
—¡Ah!, vaya.
—Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
—¿Adónde va usted? —le pregunté.
—Voy para abajo, señor.
—¿Conoce un lugar llamado Campo Arañuelo?
—Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
—Yo también soy hijo de Verruga —me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Campo Arañuelo. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
—¿Conoce usted a Verruga? —le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas; salsa de soja, pimienta de Sizchuan, ramas de angelica sinensis. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
 
Vine a pl porque me dijeron que acá merodeaba mi padre, un tal Verruga de Campo Arañuelo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella, prostituta china retirada, estaba por morirse de sida y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, hija mía, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Verruga, el cliente favorito de mi madre. Por eso vine a pl.
Chorrear de esta manera demuestra lo subnormal que eres, sin ánimo de animadversión es que lo eres, lo sabes y tengo visión de ti hijo de puta así que no me cabrees
 
Está bien tirado el clonaco, queriendo llamar la atención de verruga con una versión de Pedro Páramo, libro que encanta al garrulo de verrucoso
 
Veo que ha calado mi idea de un hilo escribiendo sobre foreros a partir de obras literarias. En narrativa también resulta interesante.

De nada.
 
Menuda puta mierda. A ver si se anima el hilo antes de que salga de la cama, o la cosa pinta breve.
 
Menuda puta mierda. A ver si se anima el hilo antes de que salga de la cama, o la cosa pinta breve.
Yo veo interesante que se promueva el gusto por la literatura adaptándola al foro. Tiene varios likens el muchacho.
 
Yo veo interesante que se promueva el gusto por la literatura adaptándola al foro. Tiene varios likens el muchacho.
Si, la pedantería carente de lol siempre ha sido muy apreciada.
Igual que los likens como medidor de la calidad del posteo, que ahí tienes a los puteros de León copando las primeras posiciones por sus imperdibles, excepcionales e imprescindibles aportaciones.
 
Última edición:
Si, la pedantería carente de lol siempre ha sido muy apreciada.
Igual que los likens como medidor de la calidad del posteo, que ahí tienes a los puteros de León copando las primeras posiciones por sus imperdibles, excepcionales e imprescindibles aportaciones.
Pues a lo mejor se podría mover a algún subforo como el de Cultura.
 
¿Y no te da miedo que tan excelso hilo se pierda con el frenético ritmo de posteo literario que hay allí?
 
Yo creo que el hilo se puede salvar, sólo hay que colocarlo en el sitio adecuado: ya que es un hijoputa nacido del polvo de un cliente con una lumi chinorris basta con reubicarlo en el Foro de Puteros, a ver si allí alguien se hace cargo.

Me parece lo más lógico.
 
Última edición:
—Mire señorita —me dice el arriero, deteniéndose—: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Verruga. Y lo más chistoso es que él nos
llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
—No me acuerdo.
—¡Váyase mucho al carajo!
—¿Qué dice usted?
—Que ya estamos llegando, señorita.
—Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí?
—Una lavandera, señor. Así les nombran a esos pájaros.
—No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
—No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
—¿Y Verruga?
—Verruga murió hace muchos años.
Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.
Al menos eso había visto en Valmojado, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer. Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted».
Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
—¡Buenas noches! —me dijo.
La seguí con la mirada. Le grité.
—¿Dónde vive doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
—Allá. La casa que está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrada al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.
De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «
Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz
». Mi madre… la viva.
Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?”. A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe».
Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:
—Pase usted.
Y entré.
Me había quedado en Campo Arañuelo. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía antes de despedirse:
—Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenida. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente.
Y me quedé. A eso venía.
—¿Dónde podré encontrar alojamiento? —le pregunté ya casi a gritos.
—Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
—¿Y cómo se llama usted?
—Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.
—Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.
—¿Qué es lo que hay aquí? —pregunté.
—Trastos —me dijo ella—. Tengo la casa toda llena de ellos. La escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿De modo que usted es hija de ella?
—¿De quién? —respondí.
—De Doloritas.
—Sí, pero ¿cómo lo sabe?
—Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
—¿Quién? ¿Mi madre?
—Sí. Ella.
Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
—Éste es su cuarto —me dijo.
No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo vi vacío.
—Aquí no hay dónde acostarse —le dije.
—No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansada y el sueño es muy buen colchón para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora.
—Mi madre —dije—, mi madre ya murió.
—Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?
—Hace ya siete días.
—Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontrábamos alguna dificultad.

Éramos muy amigas. ¿Nunca le habló de mí?
—No, nunca.
—Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. Daban ganas de quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hija. Sí, muchas veces dije: «La hija de Dolores debió haber sido mia». Después te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la eternidad.
Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.
—Estoy cansada —le dije.
—Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
—Iré. Iré después.
 
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