Libros Walt Whitman- Hojas de Hierba

Sir Ano de Bergerac

La becaria de Aramís Fuster.
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10 Abr 2007
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Toda revelación mística y, en consecuencia, el nacimiento de las religiones y los cultos ascéticos proviene de una misma epifanía: todo aquello que es y que en este mundo parece disgregado, incompleto y solitario existe en armonía y se sabe perteneciente a un todo en otro plano. La experiencia de esta vida es la de Dios jugando al escondite consigo mismo. Dios es el hecho mismo de experimentar ese reencuentro consigo. Solo a partir de esta idea uno puede acceder a la poderosísima idea que subyace en la etimología latina de la palabra religión, religare: volver a ligar lo que se había separado.

Con este libro asistimos con privilegio a las meditaciones de un hombre que está viviendo con fervor místico el inicio de la democracia, el despliegue civilizatorio sobre un nuevo mundo, el humanismo que aspiraba capear los nuevos tiempos. Hojas de Hierba es la epopeya del nacimiento de los Estados Unidos, repleta de interminables enumeraciones que el autor pretende conciliar en un sentido de totalidad divina; una iluminación jovial en la que ni siquiera la idea muerte es lo que parece.

La hierba que da título al libro es la alegoría central: pequeña, abundante y humilde.


Un niño me preguntó: ¿qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas,
¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé.
Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde.
O el pañuelo de Dios,
Una prenda fragante dejada caer a propósito,
Con el nombre del dueño en alguna punta, para que lo veamos y lo notemos
y nos preguntemos, ¿de quién?

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra.

O un jeroglífico uniforme,
Que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,
Crezco por igual entre los negros y los blancos,
Canadiense, piel roja, senador, inmigrante, a todos me entrego y a todos recibo.

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.

Te usaré con ternura, hierba curva.
Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes,
Acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría,
Acaso hayas brotado de los ancianos, o de los niños arrancados del regazo de la madre,
Y ahora eres el regazo de la madre.

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado
de los cabellos blancos de las madres ancianas,
Más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,
Demasiado oscura para haber brotado de sus pálidos paladares.

¡Ah! Percibo al fin otras tantas lenguas que hablan,
Y comprendo que no han nacido en vano de esos paladares y de esas bocas.

Quisiera traducir los susurros sobre los muchachos y muchachas muertas,
Y los susurros sobre los ancianos y las madres
y sobre los niños arrebatados de sus regazos.

¿Qué piensas que ha sido de los jóvenes y de los ancianos?
¿Qué piensas que ha sido de las mujeres y de los niños?

Están sanos y bien en algún lado,
El retoño más débil prueba que no existe la muerte,
Y que si alguna vez existió lo hizo para impulsar la vida,
y no espera que la destruya el fin,
Y no ha cesado desde el momento que surgió la vida.

Todo progresa y se dilata, nada se viene abajo,
Y morir es algo distinto de lo que muchos supusieron, y de mejor augurio.


Si queréis leerlo en español tenéis la suerte de que la traducción está a cargo del mismísimo Borges, quien también entrega un prólogo memorable:


Quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre defraudados. En las grisáceas y mediocres páginas que he mencionado, buscan al vagabundo semidivino que les revelaron los versos y les asombra no encontrarlo. Tal, por lo menos, ha sido mi experiencia personal y la de todos mis amigos. Uno de los propósitos de este prólogo es explicar, o intentar una explicación, de esa desconcertante discordia.

Dos libros memorables aparecieron en Nueva York el año 1855, ambos de índole experimental, ambos muy distintos. El primero, inmediatamente famoso y ahora relegado a las antologías escolares o a la curiosidad de los eruditos y de los niños, fue el Hiawatha de Longfellow. Este quiso donar a los pieles rojas que habían habitado New England una epopeya profética y mitológica en lengua inglesa. En pos de un metro que no recordara los habituales y que pudiera parecer aborigen, recurrió al Kalevala finlandés que había forjado —o reconstruido— Elías Lönnrot. El otro libro, entonces ignorado y ahora inmortalizado, fue Hojas de hierba.

He escrito que los dos eran distintos. Innegablemente lo son. Hiawatha es la obra meditada de un buen poeta que ha explorado las bibliotecas y que no carece de imaginación y de oído; Hojas de hierba, la inaudita revelación de un hombre de genio. Las diferencias son tan notorias que resulta increíble que ambos volúmenes fueran contemporáneos. Un hecho, sin embargo, los une: los dos son epopeyas americanas.

América era entonces el símbolo famoso de un ideal, ahora un tanto gastado por el abuso de las urnas electorales y por los elocuentes excesos de la retórica, aunque millones de hombres le hayan dado, y sigan dándole, su sangre. El orbe entero tenía puestos los ojos en América y en su «atlética democracia». Entre los testimonios innumerables, básteme ahora recordar al lector uno de los epígrafes de Goethe (Amerika, du hast es besser…). Bajo el influjo de Emerson, que de algún modo siempre fue su maestro, Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana. No olvidemos que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró la revolución francesa y las nuestras, fue la de América y que la democracia fue su doctrina.

¡Cómo cantar de un modo condigno esa nueva fe de los hombres! Había una respuesta evidente; la que hubiera elegido, tentado por las facilidades de la retórica o por la mera inercia, casi cualquier otro escritor. Urdir laboriosamente una oda o tal vez una alegoría, no desprovista de interjecciones vocativas y de letras mayúsculas. Whitman, felizmente, la rechazó.
Pensó que la democracia era un hecho nuevo y que su exaltación requería un procedimiento no menos nuevo.
He hablado de epopeya. En cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman conocía y que llamó feudales, hay un personaje central —Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, Cristo— cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres. Semejante necesidad parece conducir fatalmente a un mero fárrago de la acumulación y del caos; Whitman, que era un hombre de genio, sorteó prodigiosamente ese riesgo. Ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra.

Hablar de experimentos literarios es hablar de ejercicios que han fracasado de una manera más o menos brillante, como las Soledades de Góngora o la obra de Joyce. El experimento de Whitman salió tan bien que propendemos a olvidar que fue un experimento.

En algún verso de su libro, Whitman recuerda telas medievales con muchos personajes, algunos aureolados y preeminentes, y declara que se propone pintar una tela infinita, poblada de infinitos personajes, todos con sus aureolas. ¿Cómo ejecutar semejante hazaña? Whitman, increíblemente, lo hizo.
Necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la populosa democracia, tenía que ser innumerable y ubicuo, como el disperso dios de los panteístas. Elaboró una extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América. Así, en alguna página de la obra, Whitman nace en Long Island; en otras en el Sur. Así, en una de las piezas más auténticas del Canto de mí mismo, refiere un episodio heroico de la guerra de México y dice haberlo oído contar en Texas, donde no estuvo nunca. Así, declara haber sido testigo de la ejecución del abolicionista John Brown. Los ejemplos podrían multiplicarse abrumadoramente; casi no hay página en que no se confundan el Whitman de su mera biografía y el Whitman que anhelaba ser y que ahora es, en la imaginación y en el afecto de las generaciones humanas.

Whitman ya era plural; el autor resolvió que fuera infinito. Hizo del héroe de Hojas de hierba una trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo lector. Este ha tendido siempre a identificarse con el protagonista de la obra; leer Macbeth es de algún modo ser Macbeth. Walt Whitman, que sepamos, fue el primero en aprovechar hasta el fin, hasta el interminable y complejo fin, esa identificación momentánea. Al principio recurrió al diálogo; el lector conversa con el poeta y le pregunta qué oye y qué ve o le confía la tristeza que siente por no haberlo conocido y querido. Whitman responde a sus preguntas:

«Veo al gaucho que cruza la llanura, veo al incomparable jinete de caballos con el lazo en la mano, veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.»

Y también:
«Estos son en verdad los pensamientos de todos los hombres en todas las épocas y países; no son originales míos.

Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada,

Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada,

Si no son tan cercanos como lejanos, son nada.

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta».

Innumerables son los que han imitado, con éxito diverso, la entonación de Whitman: Sandbourg, Lee Masters, Maiakovski, Neruda… Nadie, salvo el autor del inextricable y ciertamente ilegible Finnegans Wake, ha vuelto a acometer la creación de un personaje múltiple. Whitman, insisto, es el modesto hombre que fue desde 1819 hasta 1892 y el que hubiera querido ser y no acabó de ser y también cada uno de nosotros y de quienes poblarán el planeta.

Mi conjetura de un triple Whitman, héroe de su epopeya, no se propone insensatamente anular, o de algún modo disminuir, lo prodigioso de sus páginas. Antes bien, se propone su exaltación. Tramar un personaje doble y triple y a la larga infinito, pudo haber sido la ambición de un hombre de letras meramente ingenioso; llevar a feliz término ese propósito es la proeza no igualada de Whitman. En una polémica de café sobre la genealogía del arte, sobre los diversos influjos de la educación, de la raza y del medio ambiente, el pintor Whistler se limitó a decir: Art happens (El arte sucede), lo cual equivale a admitir que el hecho estético es, por esencia, inexplicable. Así lo comprendieron los hebreos, que hablaban del Espíritu; así los griegos, que invocaban la musa.
En cuanto a mi traducción… Paul Valéry ha dejado escrito que nadie como el ejecutor de una obra conoce a fondo sus deficiencias; pese a la superstición comercial de que el traductor más reciente siempre ha dejado muy atrás a sus ineptos predecesores, no me atreveré a declarar que mi traducción aventaje a las otras. No las he descuidado, por lo demás; he consultado con provecho la de Francisco Alexander (Quito, 1956), que sigue pareciéndome la mejor, aunque suele incurrir en excesos de literalidad, que podemos atribuir a la reverencia o tal vez a un abuso del diccionario inglés-español.

El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pope y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado.

Un hecho me conforta. Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo hará.

En fin, que el libro es una puta pasada, no sé que coño hacéis que no lo estáis leyendo ahora mismo.
 
Última edición:
Yo lo tenia, lo lei y me encanto es corto y bastante filosofico y poetico. Se lo preste a una antigua companera de curso y no lo volvi a ver.
:sad:
 
Yo lo tenia, lo lei y me encanto es corto y bastante filosofico y poetico. Se lo preste a una antigua companera de curso y no lo volvi a ver.
:sad:
Hehe. Cuanto antes aprenda uno a no prestar libros a nadie, mejor.


Volviendo al libro, para mi la culminación son los versos que cita Borges en el prólogo. Aquí se puede pillar muy bien el espíritu y además expresa la epifanía panteísta de Whitman:

«Estos son en verdad los pensamientos de todos los hombres en todas las épocas y países; no son originales míos.

Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada,

Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada,

Si no son tan cercanos como lejanos, son nada.

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta
 
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