A lo mejor nadie se ha dado cuenta que detrás de esa enorme mole de grasa hay una persona. Una persona a la que se la suda todos los cánones de belleza femenina impuestos por el neoliberalismo económico. Un ser no alineado, una gorda sebosa con el suficiente carácter como para reconocerse en un mundo donde si no eres un clon fabricado en serie, te tienes que esconder y resignar a vivir entre tinieblas con la única compañía de la ilusoria amistad de las redes sociales. Esa gorda sabe que es obesa, que es fea, que da asco, que no gusta a nadie, que va a tener problemas de salud, sabe que será marginada, repudiada, insultada, que es un producto defectuoso, monstruoso, horrendo, una abominación, una aberración de la naturaleza. Pero eso es sólo físicamente, la carcasa, por dentro bulle un ser completo, capaz de imponerse, de luchar, de adaptarse a un hábitat hostil. Un ser que ha hecho el peregrinaje hasta lo alto de la montaña y ha conversado con el águila y el león, y desde lo alto de la cima ha podido alcanzar el esquivo superyo. Que no es sino la aceptación de la existencia de uno mismo en el entorno que le rodea y la certeza de ser superior al resto de seres que nunca jamás, ni por atisbo, olerán la verdadera cara de la Matrix.