Werther
Veterano
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- 16 Mar 2004
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Esta es una historia real de la que fui testigo indirecto.
Ana era una mujer muy bella. Su figura era esbelta y sus facciones delicadas y sensuales. Acostumbrada ya desde pequeña a asumir responsabilidades impropias de su edad, debido a que su padre abandonó a su madre cuando ella apenas contaba con unos pocos años de vida, y habiendo sido a lo largo de su adolescencia una chica responsable y estudiosa, preocupada siempre de las necesidades de su madre, se enfrentaba a la vida con toda la fuerza que un corazón maduro y curtido puede irradiar. Pero las dificultades de la vida habían convertido a ese corazón en una piedra de mármol.
Ana nunca esperó nada de los hombres. Su experiencia con ellos le había enseñado que por lo general suelen ser muy simples y primitivos. Ella siempre esperaba mucho más de lo que ellos le habían dado nunca y, por eso, su esperanza de conseguir al alma de su alma decayó hasta el punto de considerar que simplemente no existía. Pero Ana quería tener descendencia y albergó la idea de ser madre soltera. Lo primero que consideró fue encontrar al hombre adecuado.
Antonio era un hombre serio, culto y muy apuesto. Su profesión liberal le había granjeado el respeto de todo el mundo. Gracias a su talento y a su carácter decidido logró acumular una pequeña fortuna. Y en su gremio era reconocido como uno de los mejores abogados de su ciudad. No hace falta que cuente la facilidad con que enamoraba a las mujeres que lo conocían.
Ana y Antonio coincidieron en una fiesta que había celebrado un amigo común. Él, cuyo corazón, a pesar de las apariencias, era sensible y romántico, se enamoró de ella nada más verla. Ella, sin embargo, consideró que Antonio podría ser el hombre adecuado para darle un hijo, pero no albergó ningún sentimiento más. Se conocieron, hicieron el amor y cuando Ana quedó embarazada le dijo a Antonio: “Antonio, no te amo, te he estado engañando, simplemente quería que me dieras un hijo y ahora que lo he conseguido he decidido romper nuestra relación” Antonio creyó que se moría. Ana sintió una punzada en el corazón al pronunciar esas palabras y se sorprendió de que tal vez Antonio no le hubiera resultado tan indiferente como ella creía.
El triste despechado se prometió a sí mismo que no descansaría hasta no arrebatarle su hijo a esa ingrata. Y, efectivamente, merced a unos buenos contactos y a favores que se le debían, ganó la patria potestad y dejó a Ana sin su querido hijo y sumida en la más profunda desesperación. Pero Antonio poseía un corazón noble y, pese a todo, aún seguía amándola. Así que le permitió visitar siempre que quisiese a su hijo, pero bajo la condición de que él estuviera presente. Ana acudía diariamente a visitar a su hijo y, merced al trato cariñoso y atento que Antonio la dispensaba, en su corazón rebrotó la semilla del amor, un amor que tal vez siempre había sentido por él.
Ambos terminaron casándose y viviendo una vida muy feliz.
Ana era una mujer muy bella. Su figura era esbelta y sus facciones delicadas y sensuales. Acostumbrada ya desde pequeña a asumir responsabilidades impropias de su edad, debido a que su padre abandonó a su madre cuando ella apenas contaba con unos pocos años de vida, y habiendo sido a lo largo de su adolescencia una chica responsable y estudiosa, preocupada siempre de las necesidades de su madre, se enfrentaba a la vida con toda la fuerza que un corazón maduro y curtido puede irradiar. Pero las dificultades de la vida habían convertido a ese corazón en una piedra de mármol.
Ana nunca esperó nada de los hombres. Su experiencia con ellos le había enseñado que por lo general suelen ser muy simples y primitivos. Ella siempre esperaba mucho más de lo que ellos le habían dado nunca y, por eso, su esperanza de conseguir al alma de su alma decayó hasta el punto de considerar que simplemente no existía. Pero Ana quería tener descendencia y albergó la idea de ser madre soltera. Lo primero que consideró fue encontrar al hombre adecuado.
Antonio era un hombre serio, culto y muy apuesto. Su profesión liberal le había granjeado el respeto de todo el mundo. Gracias a su talento y a su carácter decidido logró acumular una pequeña fortuna. Y en su gremio era reconocido como uno de los mejores abogados de su ciudad. No hace falta que cuente la facilidad con que enamoraba a las mujeres que lo conocían.
Ana y Antonio coincidieron en una fiesta que había celebrado un amigo común. Él, cuyo corazón, a pesar de las apariencias, era sensible y romántico, se enamoró de ella nada más verla. Ella, sin embargo, consideró que Antonio podría ser el hombre adecuado para darle un hijo, pero no albergó ningún sentimiento más. Se conocieron, hicieron el amor y cuando Ana quedó embarazada le dijo a Antonio: “Antonio, no te amo, te he estado engañando, simplemente quería que me dieras un hijo y ahora que lo he conseguido he decidido romper nuestra relación” Antonio creyó que se moría. Ana sintió una punzada en el corazón al pronunciar esas palabras y se sorprendió de que tal vez Antonio no le hubiera resultado tan indiferente como ella creía.
El triste despechado se prometió a sí mismo que no descansaría hasta no arrebatarle su hijo a esa ingrata. Y, efectivamente, merced a unos buenos contactos y a favores que se le debían, ganó la patria potestad y dejó a Ana sin su querido hijo y sumida en la más profunda desesperación. Pero Antonio poseía un corazón noble y, pese a todo, aún seguía amándola. Así que le permitió visitar siempre que quisiese a su hijo, pero bajo la condición de que él estuviera presente. Ana acudía diariamente a visitar a su hijo y, merced al trato cariñoso y atento que Antonio la dispensaba, en su corazón rebrotó la semilla del amor, un amor que tal vez siempre había sentido por él.
Ambos terminaron casándose y viviendo una vida muy feliz.