Uncle Meat
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- 10 Sep 2005
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Acababa de amanecer pero sentí que la noche aún seguía allí, sobre el mar, sobre el viento, sobre la arena, sobre mí, y que nunca nos dejaría.
La vieja barca reposaba sobre la plateada agua abandonándose a su suerte, feliz en su inconsciencia, y el negro fondo marino sonriéndole la aguardaba; con esa paciencia que sólo tienen los monstruos más temibles. Yo caminaba por la orilla, solo, asqueado, intentando despejar mi mente. Fue entonces cuando presencié Aquello.
El margen espumoso que se agitaba bajo mis pies comenzó de repente a indefinirse; mar y cielo, frente a mí, se fundieron en un abrazo; y mi frágil cuerpo, sobre la fría arena, se fue gradualmente confundiendo con el extraño y arcaico mundo al que siempre ha pertenecido. “¿No quieres jugar con nosotros, ojo fugaz?” me preguntaron susurrándome al oído, en el más real de mis sueños, las olas, el viento y la arena. Sólo la grandiosa aurora, que estallaba en mis frágiles pupilas en su brutal nacimiento, podía ser el digno marco para semejante cuadro.
En vano luché contra aquella horrible alucinación envuelta en grisáceo fulgor; contra aquel naciente sol de razón que descubría, con sus primeros rayos, lo más profundo de mi ser; y caí, rendido, desvanecido, sobre La Madre Tierra.
Cuando desperté ya había llegado la tarde y el azul intentaba infructuosamente colorear mis pensamientos descoloridos. Todo me daba vueltas; la resaca era tremenda. Me incorporé como pude y emprendí a caminar, torpemente y sin rumbo fijo, ansiando encontrar un poco de Humanidad; algo que me devolviese, como por contagio, a mi perdida condición de Hombre. Era consciente, eso sí, de que jamás podría encontrar un rincón donde esconderme de Aquello.
Divisé a lo lejos una taberna de pescadores, situada más o menos al final del paseo marítimo, y dirigí mis pasos hacia allí. Dentro de La Boya los lugareños reían, vociferaban y daban golpes en un más que castigado mostrador; embriagados quizá por el calor del buen fuego y del buen vino.
-“¿Qué va a tomar, buen hombre?”
-“Un café.”
-“Se le ve como pajizo.”
-“Tengo un día raro.”
-“Es por ese extraño brillo que desprende hoy la mar, ¿verdad?” El tabernero hizo un gesto, indicándome que me acercara más a la barra, y con voz queda continuó hablándome: “Aunque no lo parezca, toda esta gente de aquí está muerta de miedo. Nadie ha querido hoy salir a faenar. Dicen y, por lo que he podido comprobar, es cierto, que la mar tiene como un aura extraña. Bajo esta irradiación,... no sé, todo se percibe diferente, crudo, enfermizo; hasta los jamones se me antojan patas de cerdo. Joder, ¡y hasta aquí dentro alcanza esa inexplicable luz! Mire, mire por esa ventana... Nadie debería navegar en un océano así.”
-“Dígame qué le debo.”
Salí del local y comencé a dar un paseo por las calles del pueblo. Aquella tarde estaba todo desierto. La verdad es que me sentí un poco más aliviado tras la conversación con aquel tipo. “Prudentes son las gentes corrientes”, me dije. “Huyen de lo que temen y olvidan pronto lo que desconocen.”
Sin percatarme, me introduje en una olvidada y maloliente callejuela que iba a dar a un edificio en ruinas; unas ruinas que presumí debieron ser antaño una especie de mercado. Los ancianos muros que conformaban aquella triste manifestación de la realidad parecían estar tan hartos de existir que temí que fueran a sepultarme en cualquier momento; no obstante, allí seguían, torcidos y agrietados, motivados por quién sabe qué sinrazón, soportando aquel absurdo rincón del universo. De repente, cuando me disponía a dar media vuelta y alejarme de aquella apestosa miseria, noté a mi izquierda una presencia como jamás en mi vida siquiera me acerqué a imaginar. Me quedé petrificado. Giré lentamente los ojos y pude sentir cómo el pánico ardía en ellos. No podía evitarlo, tenía que mirar, tenia que ver que era Aquello que perturbaba hasta el paroxismo mis atormentados sentidos.
No era más que un simple gato; un gato blanco cubierto de mugre. Estaba posado sobre un montón de escombros y me miraba fijamente, con orgullo, mientras se lamía con su áspera lengua una vieja llaga. “¿Quieres jugar conmigo, ojo fugaz?”, me preguntó, al tiempo que se consolaba.
La verdad se fue haciendo progresivamente más densa, más clara,... más sucia; y empezó a faltarme el aire.
Eché a correr. Pero sobre aquel húmedo empedrado, intentando esquivar una de las asas de una desechada y oxidada carretilla, que amenazaba mi costillar, encajé un pie en un maldito socavón. El tobillo crujió y fui a caer de bruces sobre un eterno charco. El alarido hizo huir despavorido a aquel pobre felino.
Allí estaba yo, en mitad de la callejuela, en mitad de la inmundicia, en mitad del mundo, compartiendo espacio, tiempo y efluvios con todo Aquello. Allí estaba yo, tendido sobre el nauseabundo suelo y asintiendo con la cabeza.
Y se mostró otra vez la noche.
Arrastrándome durante un largo rato logré regresar a la playa. Sumergí mi organismo dolorido en el salado mar. Éste me acogió generosamente, con humildad e inmensidad; como un padre. Pude limpiar mi esencia en aquel negro dios.
-“Qué, ¿ya estás de vuelta?” me preguntaron sin malicia, en el más real de mis sueños, las olas, el viento y la arena. “¿Jugarás ahora con nosotros, ojo fugaz?”
-“¡Y qué remedio!...”