7
—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?
—¿Qué aperitivo prefiere?
La chica no era muy aficionada a beber; como mu¬cho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez, adrede, dijo:
—Vodka.
—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.
El joven no le respondió y llamó al camarero y pi¬dió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo, al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.
El joven levantó el vaso y dijo:
—¡A su salud!
—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?
Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que estaba cambiada por entero, sus gestos y su mí¬mica, y que se parecía con una fidelidad que lle¬gaba a ser desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero re¬chazo.
Y por eso (con el vaso en la mano levantada) mo¬dificó su brindis:
—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por [89] su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven seguía con el vaso levanta¬do—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma, ¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apa¬ga cuando vuelve a subir a la cabeza.
La chica levantó su vaso:
—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.
—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.
—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a la llamada: sentía cada milímetro de su piel.
El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la chica) y la conversación continuó con un extraño to¬no frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor. [90]
Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él síquicamente, más la deseaba físicamente; la extrañeza del alma par¬ticularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo convertía de verdad en cuerpo; era como si has¬ta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el joven más que en el limbo de la compasión, la ternu¬ra, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubie¬se estado perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuer¬po hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensa¬ción de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.
Cuando terminó de tomar el tercer vodka con so¬da, la chica se levantó y dijo con coquetería:
—Perdone.
El joven dijo:
—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?
—A mear, si no le importa —dijo la chica y se ale¬jó por entre las" mesas hacia una cortina de terciopelo.
8
Estaba contenta de haber dejado estupefacto al jo¬ven con aquella palabra que —a pesar de su inocen¬cia— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satis¬fecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensa¬ción de despreocupada irresponsabilidad.
Ella, que siempre había tenido miedo de cada pa¬so que tenía que dar, de pronto se sentía completa¬mente suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin determina- [91] ciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin atadu¬ras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le esta¬ba permitido; decir cualquier cosa, hacer cualquier co¬sa, sentir cualquier cosa.
Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la mira¬ban desde todas las mesas; esa también era una sensa¬ción nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora nunca ha¬bía sido capaz de librarse por completo de aquella ni¬ña de catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siem¬pre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien he¬cha, aquel orgullo era inmediatamente corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza fe¬menina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se diri¬giese al hombre que amaba; cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había vis¬to privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos que la observaban.
Cuando pasaba junto a la última mesa, un indivi¬duo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre de mundo, le dijo en francés:
—Combien, mademoiselle?
La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapa¬reció tras la cortina. [92]
9
Todo aquello era un juego raro. La rareza consis¬tía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asu¬mido estupendamente la función de conductor desco¬nocido, no dejaba de ver en la autoestopista descono¬cida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloro¬so; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a enga¬ñar); tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.
Lo peor era que la adoraba más de lo que la ama¬ba; siempre le había parecido que su ser sólo era real dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no exis¬tía; que más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite de la ebullición. Ahora, al verla traspo¬ner con natural elegancia aquel horrible límite, se lle¬naba de rabia.
La chica volvió del servicio y se quejó:
—Uno de aquellos me dijo: Combien, mademoi¬selle?
—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.
—¿Sabe que no me molesta en absoluto?
—¡Debía haberse ido con ese señor!
—Ya le tengo a usted.
—Puede irse con él después. ¿Por qué no se po¬nen de acuerdo?
—No me gusta.
—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.
—Si son guapos ¿por qué no?
—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo? [93]
—De las dos maneras.
La conversación era una suma de barbaridades ca¬da vez mayores; la chica estaba un poco espantada, pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos perso¬nas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofen¬der hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisa¬mente porque era un juego. Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la ra¬zón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en se¬rio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él co¬mo alucinada.
El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Lue¬go se levantó y le dijo a la chica:
—Podemos ir.
—¿A dónde? —fingió asombro la chica.
—No preguntes y camina —dijo el joven.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con una furcia —dijo el joven.
10
Iban por una escalera mal iluminada: en el des¬cansillo, antes del primer piso, había un grupo de [94] hombres medio borrachos delante de la puerta del re¬trete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y em¬pezaron a dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:
—¡Aguanta!
Los hombres aprobaron su actitud con zafia solida¬ridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías. El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.
Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sen¬sual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de to¬do, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un ba¬surero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficial¬mente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamien¬tos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mi¬ra, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de [95] su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.
—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.
La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:
—¿Para qué?
El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:
—¿Es suficiente?
La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:
—No me valora demasiado.
El joven dijo:
—No vales más.
La chica se abrazó al joven:
—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tie¬nes que portarte de otra manera, tienes que poner al¬go de tu parte!
Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente. Dijo:
—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.
—¿Y a mí no me quieres?
—No.
—¿Y a quién quieres?
—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate! [96]
11
Nunca se había desnudado así. La timidez, el sen¬timiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aque¬llo había desaparecido. Ahora estaba frente a él con¬fiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus pren¬das y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnu¬da y en ese momento se dijo que el juego había ter¬minado; que al quitarse la ropa se ha quitado tam¬bién el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual signi¬fica que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda de¬lante del joven y en ese momento dejó de jugar; esta¬ba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no se acercó a ella y no borró el jue¬go. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercar¬se pero él le dijo:
—Quédate donde estás, quiero verte bien.
Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el jo¬ven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto prove¬nían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior ne- [97] gra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chi¬ca hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:
—Ya has cobrado.
Al ver en la mirada del joven su irreductible obse¬sión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se su¬bió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.
Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnu¬da que se elevaba por encima de él y cuya avergonza¬da inseguridad no hacía más que incrementar su auto¬ritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las pos¬turas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían tam¬bién otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía pa¬labras que ella nunca le había oído decir. La chica te¬nía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tra¬tarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llo¬rosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al ha¬cer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.
La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volve¬rían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el jo¬ven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni si¬quiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso [98] apasionamiento del joven iba ganándose gradualmen¬te su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su al¬ma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfecta¬mente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era pre¬cisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca ha¬bía sentido tal placer y tanto placer como precisamen¬te esta vez —más allá de aquella frontera.
12
Luego todo terminó. El joven se levantó de enci¬ma de la chica y llevó la mano al largo cable que col¬gaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de mo¬do que sus cuerpos no se tocaran.
Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la ro¬zó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:
—Yo soy yo, yo soy yo...
El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido. [99]
Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tau¬tología incontables veces:
—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...
El joven empezó a llamar en su ayuda a la compa¬sión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía te¬nían por delante trece días de vacaciones.