Aquí un corto sobre TP. Den sus opiniones.

Asco hacia ella, que, en contra de lo que dice Sae, es repugnante.
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He dicho que la tía es lo peor y además bien claro.

Y ahora a lo divertido ((OFF TOPIC)) ----> El dibujo es de Sae, no sé si la conoces o es que me investigas, pero yo no soy ella, sería muy torpe hacer un enlace tan directo, listillo :lol: No sabes tanto de mí como crees, ya te lo dije.
 
Este corto destila una especie de sensación de realidad. Al menos a mi, cuando acabé de verlo, me ha dejado un sabor amargo, un poso de certeza en la historia que no tienen otras. ¿Que es lo que tiene esta historia que nos toca tanto a los hombres?

Pues bien, analicemos: la mujer siempre va un paso por delante del hombre en lo emocional. Esto es así. Bien podría no ser un caso de verdadera maldad por parte de la mujer, sin embrago la consecuencia está clara, corazón del hombre destrozado. El error del hombre está en sincerarse con la mujer como si fuera un colega, pongamos que el colega tuviera chocho, nunca le haría saber esto al tio de esta forma tan cruel. Con las mujeres es distinto. La mujer espera siempre un más allá. Situaciones cargadas emocionalmente. Su lógica chochil le dice ¿nos estamos sincerando? ocasión idonea para emociones fuertes, no importa a que precio. Si eres un hombre has de poder con mi sinceridad. Esta historia tiene mucho de real y es que a la mujer no le importa que bajes la guardia, ella busca drama, busca lágrimas, busca declaraciones inolvidables.

Posibles finales de la escena "ficticia":

1) Los dos se sienten mal por lo que ha pasado y acaban por no poderse ni ver. Cortan y a otra cosa. El tio lleva en el corazón una cicatriz que luego pueden ver todas las mujeres con las que está.

2) El tio le dice que ella es el amor de su vida y que le perdona. Ella entra en orgasmo emocional, se dice a si misma: "que bien, que romántico, lo que siempre soñé. Soy una diosa. Esto es amor". Pasado el momento brillante ella le ha perdido el respeto al hombre sin ni tan siquiera ser consciente de ello. Conforme pasa el tiempo, la pelota se hace más grande. Ella no soporta tener a un pseudohombre a su lado y se sigue acostando con quien le da la gana, ya que con su hombre el sexo no es bueno. Ella lo vale y la prueba es que el hombre la tiene endiosada. Después de un tiempo de cuernos, ella lo deja por otro.

3) El tio se rebota, se pone violento (sin llegar a pegarla, por supuesto) y la llama de todo. Rompe cosas. Al final, ya más calmado, la echa de casa o se va él. No quiere saber más nada de ella. Ella ante esa muestra de hombría y rectitud, lo vuelve a llamar, se siente mal por lo que le hizo y se arrastra ante él. Comprende su error y se obsesiona con recuperarlo.

Moraleja: nunca os sincereis con una tia como si fuera un colega sino quereis que os metan una puñalada al corazón. Ella saca muchas ventajas de todo eso. El drama, que tanto le gusta y ver si eres un "hombre".
 
No me siento identificado para nada, es mas, es ciencia ficcion, estan desnudos ¿ok? No se sabe si acaban de follar o es antes de, seguramente sea despues ya que de otra forma estarian excitados a no ser que sean un matrimonio con 40 años a las espaldas que en todo caso los preeliminares son instantaneas amarillentas de un pasado ya muy lejano asi que doy por hecho que es despues puesto que la tia se pira asi que llego a la conclusion de que ese tio es impotente, eyaculador precoz o es Cachondo Mental para que le vejen de esa forma.

No se vosotros pero despues de echar un kiki lo logico es estar contento y a estos dos parece que les han metido el palo de la escoba por el culo, yo me he hecho vaginas en lata con mas sentimiento que la tia esta y del tio que decir, aparte de sosainas yo si tuviera un perro tan feo como el, os lo juro que le afeitaba el culo y le enseñaba a andar hacia atras.

Aunque bueno a lo que iba, yo no se como se comportan los tios con vosotras puesto que no me van las pollas de momento, yo se como me comporto yo y como se comportan conmigo y una cosa os voy a decir, eso de que la mujer tiene mayor empatia que el hombre, ¿no se en que? Yo jamas he humillado a ninguna tia y mira que me he encontrado con mogollon con multitud de defectos y carencias pero me he callado, jamas le he dicho a ninguna tia que como esta esa del triple de buena mas que tu aunque lo pensase pero me lo callaba por respeto. Igual hay tios que hacen eso tambien NO LO SE.

Pero bueno, el mayor chasco reciente y que tiene que ver con la empatia fue con una chica que realmente me gustaba e insistia en presentarme a todas las demas chicas del local :lol:
 
Scandalff rebuznó:
Pero la verdad es que todos sabemos lo que es estar enamorado de una puta de mierda que solo quiere disfrutar la vida a nuestra costa y a la cual le importan una mierda nuestros sentimientos.

Es que ese es el tema, que los sentimientos son tuyos y la responsabilidad sobre los sentimientos de la otra persona puedes decidir aceptarla o no. Y si le suda el coño que sufras por ella porque es un putón redomado pues así es la vida y el amor no correspondido.

Y se plantean muchas mas dudas, no seria tan mejor amigo de él cuando se la folló, por muy puta que sea ella.

Inversión de roles no creo que haya, que yo sepa los tios nunca hemos sido putas caprichosas. Lo que hay es evolución o involución tanto de sus comportamientos como de nuestro juicio sobre ellos. Y finalmente si los del corto eran novios pues ella es un zorrón pero el no deja de ser subnormal.

Ya corto aparte me gustaria añadir que me da asco la misoginia de segunda de la que muchos haceis gala, misoginia de apaleados.
 
En el corto no veo más que un mariconazo de mierda que habiendo topado con una golfa de primera división no sabe sacar partido al asunto.

El de la barbita estudiadamente descuidada, el de las miraditas lánguidas, el de la tristeza contenida que a lo mejor - quiéralo el azar- se va a tirar luego por un viaducto, debería dejar de lado esa fase pregimoteante e irse a Cap D´Adge con esa zorrita para ponerse tibio con ella o gracias a ella.

Con sarasas de ese calibre será imposible que tengamos bien domadas por las riendas a tales putas y se nos subirán a la chepa.
 
Suso_VK rebuznó:
Ya corto aparte me gustaria añadir que me da asco la misoginia de segunda de la que muchos haceis gala, misoginia de apaleados.

Suponiendo que eso vaya por lo que yo he escrito ¿que parte es la que no entiendes? dímelo y te lo explico.

Lo de "misoginia de segunda" o "misoginia de apaleados" es totalmente despectivo hacia varios de los que aqui escribimos.

P.D: Lo tuyo también es criticable, mira: "lo simplificas todo mucho y las mujeres son de todo menos simples. Solo aportas evidencias. No profundizas".
 
Corto de mierda, pese a lo follable que está la tia, que me cae mal en cuanto abre la boca y salen todos sus dejes vocales de estúpida engreida de mierda.

Los dos actores, NO SE MUEVEN, el tio que hizo este corto se centró tanto en sus encuadres, y probablemente su storyboard molón con poses de cuerpos desnudos, que los actores tienen la cabeza fija en cada plano.
La tia habla de pollas y orgías y ni mira hacia otro lado, estática, pétrea, gélida.

Puta mierda. La historia me da por el culo, una de cuernos una vez mas, si transcurriese en la guerra civil, el protagonista fuese un niño y hubiese un chiste de paletos tendríamos todos los clichés del cine español condensado en pocos minutos.

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-"Muelte."
 
Los dos actores, NO SE MUEVEN, el tio que hizo este corto se centró tanto en sus encuadres, y probablemente su storyboard molón con poses de cuerpos desnudos, que los actores tienen la cabeza fija en cada plano.
La tia habla de pollas y orgías y ni mira hacia otro lado, estática, pétrea, gélida.

Puta mierda. La historia me da por el culo, una de cuernos una vez mas, si transcurriese en la guerra civil, el protagonista fuese un niño y hubiese un chiste de paletos tendríamos todos los clichés del cine español condensado en pocos minutos.

Joder de dios, con otro Garci hemos topado. Que se trata de hablar del argumento, no de la iluminación de los planos cortos o el método stanislavski, melón.

Si es que va a ser verdad eso que dicen, que cuando alguien señala la luna, el sabio mira la luna y el tonto mira el dedo...
 
Pues el video no es nada que no se haya visto en el foro ya. Tía zorra con muchas fantasias que le pone los cuernos a su novio y le echa la culpa a este por ser según ella un mierdas. Eso si me ha gustado mucho cuando la chica cuenta sus fantasías :115:115:115.
 
Un soso no llega ni a la vuelta de la esquina. Será exprimido y usado hasta nuevo aviso. Una mujer busca la novedad, lo extraño, lo curioso.. no un tío que ya ve a su mujer oficial en ella.

Una ex también queria percutirme con la polla-prótesis esa (llamada arnés) pero no lo ví viable. Creo que volvería conmigo sólo por satisfacer esa fantasía
 
Cualquier hombre que no se identifique ni por un instante con el personaje es porque nunca ha estado realmente enamorado. Mientras dura el dulce y peligroso estado resulta imposible pensar en otra persona que no sea tu pareja, es doloroso imaginar al otro montándoselo con quien sea y el único deseo que se tiene es simplemente ser correspondido con la misma intensidad con la que se ama.

Todo esto para el que no lo quiera ¿lo quieres tú?
 
Aviso: tocho de cojones.

No he visto el video aún porque estoy intentando camelarme a una rubia por el MSN y no tengo tiempo, pero alguna de las cosas que habéis comentado me han recordado a cierto relato de mi amado Kundera que creo que no está de más poner aquí.

En dos posts porque el foro es asín. A ver si alguien tiene huevos a leérselo.


PARTE I



1
La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pron¬to a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasoli¬na —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.
El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estan¬do con ella adquiría el encanto de la aventura. La chi¬ca protestó; siempre que se les había acabado la gaso¬lina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían llevado habían sido tan de¬sagradables como para que ella hablase de su misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno por¬que iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.
—Miserable —le dijo el joven. [77]
La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El jo¬ven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va uni¬da a la humildad), presenta, además de su natural in¬comodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede sa¬ber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor fre¬cuencia en las mujeres: su pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a qui¬nientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afir¬mar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la iz¬quierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado por¬que, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.
—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tar¬dar mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto —respondió el hombre.
Y el joven dijo:
—Ya veremos lo que dura un minuto.
Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chi¬ca salía por la otra puerta. [78]
—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencio¬nadamente, porque quería ver la cara que iba a po¬ner.
Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encanta¬ban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo to¬do es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.
2
A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüen¬za que sentía era ridícula y pasada de moda. En el tra¬bajo había podido comprobar muchas veces que la gente se reía de su susceptibilidad y que la provoca¬ban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con fre¬cuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de convenci¬miento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millo- [79] nes de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con an¬gustia.
Con esa misma angustia se había aproximado tam¬bién al joven a quien había conocido hacía un año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustia¬ban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mu¬jeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba. ) Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le pa¬recía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.
Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones (ca¬torce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul (to¬do el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándo¬se y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a su la¬do la estación de servicio que estaba al borde de la ca- [80] rretera, completamente solitaria, en medio del cam¬po; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su cons¬tante transcurrir. Detenerla sólo es posible en los ratos de soledad. )
Después salió del bosque y se dirigió hacia la ca¬rretera; desde allí se veía la estación de servicio; el camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los co¬ches desconocidos. El coche frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventani¬lla, la bajó, sonrió y preguntó:
—¿Adonde va, señorita?
—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.
—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chi¬ca se sentó y el coche se puso en marcha.
3
El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba en¬ferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí mis- [81] ma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:
—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan guapa.
La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:
—Parece que sabe mentir muy bien.
—¿Tengo cara de mentiroso?
—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario de la vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.
El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso le res¬pondió sin más:
—¿Eso le molesta?
—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no le conozco, no me molesta.
—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver, podríamos entendernos bien.
La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió exclusiva¬mente al conductor desconocido:
—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar? [82]
—¿Por qué?
—Porque en Bystrica me bajo.
—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?
Al oír estas palabras la chica miró al joven y com¬probó que tenía exactamente el aspecto que ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se ho¬rrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sen¬taba. Por eso le contestó en plan provocador:
—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?
—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese mo¬mento hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.
Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aque¬lla frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa, como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:
—¿No le parece que exagera?
El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.
Pero la chica le apartó y dijo:
—¡Me parece que va demasiado rápido!
El joven, al ser rechazado, dijo:
—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera. [83]
4
Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; inclu¬so le pareció un poco ridículo haber rechazado al jo¬ven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad mágica para modificar ex post el senti¬do de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y decidió que no lo había rechazado porque le hubie¬ra dado rabia, sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.
De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:
—¡No era mi intención ofenderle!
—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.
Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma cuan¬do tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la desconoci¬da autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galan¬tería con la que había pretendido halagar indirecta¬mente a su chica y empezó a hacer de hombre duro que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.
Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demo¬níacamente duro porque no sobresalía ni por su fuer- [84] za de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo in¬fantil aprovechó rápidamente la oportunidad de asu¬mir el papel que se le ofrecía.
A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella mis¬ma era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de sedu¬cirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su papel.
¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura bara¬ta. Una autoestopista había parado un coche, no para que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que domi¬naba estupendamente sus encantos. La chica se com¬penetró con aquel estúpido personaje de novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.
Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.
5
No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carre¬tera de su vida había sido diseñada con despiadada se¬veridad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo [85] con el aburrimiento obligado de las reuniones y del es¬tudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y com¬pañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que! nunca permanecía en secreto y que por lo demás se ha¬bía convertido ya un par de veces en objeto de coti¬lleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para i lo cual había necesitado una recomendación del Co¬mité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.
Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la ca¬rretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.
—¿A dónde dijo que quería ir?
—A Banska Bystrica —respondió.
—¿Y qué va a hacer allí?
—He quedado con una persona.
—¿Con quién?
—Con un señor.
El coche se aproximaba a un cruce de caminos im¬portante; el conductor disminuyó la velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; lue¬go dobló a la derecha.
—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?
—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.
—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky. [86]
—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!
—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.
De pronto el juego había adquirido un nivel supe¬rior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imagi¬nario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Ta¬tra y la habitación reservada. De pronto la vida de fic¬ción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.
—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Ta¬tra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hom¬bre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.
6
Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a ha¬cerse de noche.
El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para pregun¬tar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había va¬rias calles en obras, de modo que, aunque el hotel es¬taba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de seguir con¬duciendo. Así que le dijo a la chica:
—Espere —y bajó del coche.
Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él [87] mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en un sitio completamente distinto del que ha¬bía planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le había obligado y ni siquiera él mismo lo ha¬bía pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero al final acabó por restarle importan¬cia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.
Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto anti¬cuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos, con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de tra¬bajo esperarían al joven en su coche. Pero, curiosa¬mente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aque¬lla mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le pare¬cía que les había ganado la mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.
El joven abrió la puerta del coche y condujo a la [88] chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.
 
PARTE II

7
—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?
—¿Qué aperitivo prefiere?
La chica no era muy aficionada a beber; como mu¬cho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez, adrede, dijo:
—Vodka.
—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.
El joven no le respondió y llamó al camarero y pi¬dió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo, al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.
El joven levantó el vaso y dijo:
—¡A su salud!
—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?
Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que estaba cambiada por entero, sus gestos y su mí¬mica, y que se parecía con una fidelidad que lle¬gaba a ser desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero re¬chazo.
Y por eso (con el vaso en la mano levantada) mo¬dificó su brindis:
—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por [89] su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven seguía con el vaso levanta¬do—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma, ¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apa¬ga cuando vuelve a subir a la cabeza.
La chica levantó su vaso:
—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.
—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.
—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a la llamada: sentía cada milímetro de su piel.
El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la chica) y la conversación continuó con un extraño to¬no frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor. [90]
Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él síquicamente, más la deseaba físicamente; la extrañeza del alma par¬ticularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo convertía de verdad en cuerpo; era como si has¬ta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el joven más que en el limbo de la compasión, la ternu¬ra, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubie¬se estado perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuer¬po hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensa¬ción de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.
Cuando terminó de tomar el tercer vodka con so¬da, la chica se levantó y dijo con coquetería:
—Perdone.
El joven dijo:
—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?
—A mear, si no le importa —dijo la chica y se ale¬jó por entre las" mesas hacia una cortina de terciopelo.
8
Estaba contenta de haber dejado estupefacto al jo¬ven con aquella palabra que —a pesar de su inocen¬cia— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satis¬fecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensa¬ción de despreocupada irresponsabilidad.
Ella, que siempre había tenido miedo de cada pa¬so que tenía que dar, de pronto se sentía completa¬mente suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin determina- [91] ciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin atadu¬ras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le esta¬ba permitido; decir cualquier cosa, hacer cualquier co¬sa, sentir cualquier cosa.
Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la mira¬ban desde todas las mesas; esa también era una sensa¬ción nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora nunca ha¬bía sido capaz de librarse por completo de aquella ni¬ña de catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siem¬pre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien he¬cha, aquel orgullo era inmediatamente corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza fe¬menina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se diri¬giese al hombre que amaba; cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había vis¬to privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos que la observaban.
Cuando pasaba junto a la última mesa, un indivi¬duo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre de mundo, le dijo en francés:
—Combien, mademoiselle?
La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapa¬reció tras la cortina. [92]
9
Todo aquello era un juego raro. La rareza consis¬tía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asu¬mido estupendamente la función de conductor desco¬nocido, no dejaba de ver en la autoestopista descono¬cida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloro¬so; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a enga¬ñar); tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.
Lo peor era que la adoraba más de lo que la ama¬ba; siempre le había parecido que su ser sólo era real dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no exis¬tía; que más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite de la ebullición. Ahora, al verla traspo¬ner con natural elegancia aquel horrible límite, se lle¬naba de rabia.
La chica volvió del servicio y se quejó:
—Uno de aquellos me dijo: Combien, mademoi¬selle?
—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.
—¿Sabe que no me molesta en absoluto?
—¡Debía haberse ido con ese señor!
—Ya le tengo a usted.
—Puede irse con él después. ¿Por qué no se po¬nen de acuerdo?
—No me gusta.
—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.
—Si son guapos ¿por qué no?
—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo? [93]
—De las dos maneras.
La conversación era una suma de barbaridades ca¬da vez mayores; la chica estaba un poco espantada, pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos perso¬nas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofen¬der hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisa¬mente porque era un juego. Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la ra¬zón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en se¬rio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él co¬mo alucinada.
El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Lue¬go se levantó y le dijo a la chica:
—Podemos ir.
—¿A dónde? —fingió asombro la chica.
—No preguntes y camina —dijo el joven.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con una furcia —dijo el joven.
10
Iban por una escalera mal iluminada: en el des¬cansillo, antes del primer piso, había un grupo de [94] hombres medio borrachos delante de la puerta del re¬trete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y em¬pezaron a dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:
—¡Aguanta!
Los hombres aprobaron su actitud con zafia solida¬ridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías. El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.
Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sen¬sual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de to¬do, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un ba¬surero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficial¬mente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamien¬tos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mi¬ra, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de [95] su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.
—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.
La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:
—¿Para qué?
El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:
—¿Es suficiente?
La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:
—No me valora demasiado.
El joven dijo:
—No vales más.
La chica se abrazó al joven:
—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tie¬nes que portarte de otra manera, tienes que poner al¬go de tu parte!
Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente. Dijo:
—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.
—¿Y a mí no me quieres?
—No.
—¿Y a quién quieres?
—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate! [96]
11
Nunca se había desnudado así. La timidez, el sen¬timiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aque¬llo había desaparecido. Ahora estaba frente a él con¬fiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus pren¬das y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnu¬da y en ese momento se dijo que el juego había ter¬minado; que al quitarse la ropa se ha quitado tam¬bién el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual signi¬fica que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda de¬lante del joven y en ese momento dejó de jugar; esta¬ba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no se acercó a ella y no borró el jue¬go. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercar¬se pero él le dijo:
—Quédate donde estás, quiero verte bien.
Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el jo¬ven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto prove¬nían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior ne- [97] gra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chi¬ca hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:
—Ya has cobrado.
Al ver en la mirada del joven su irreductible obse¬sión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se su¬bió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.
Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnu¬da que se elevaba por encima de él y cuya avergonza¬da inseguridad no hacía más que incrementar su auto¬ritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las pos¬turas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían tam¬bién otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía pa¬labras que ella nunca le había oído decir. La chica te¬nía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tra¬tarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llo¬rosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al ha¬cer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.
La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volve¬rían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el jo¬ven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni si¬quiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso [98] apasionamiento del joven iba ganándose gradualmen¬te su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su al¬ma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfecta¬mente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era pre¬cisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca ha¬bía sentido tal placer y tanto placer como precisamen¬te esta vez —más allá de aquella frontera.


12
Luego todo terminó. El joven se levantó de enci¬ma de la chica y llevó la mano al largo cable que col¬gaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de mo¬do que sus cuerpos no se tocaran.
Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la ro¬zó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:
—Yo soy yo, yo soy yo...
El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido. [99]
Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tau¬tología incontables veces:
—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...
El joven empezó a llamar en su ayuda a la compa¬sión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía te¬nían por delante trece días de vacaciones.
 
No he visto el video aún porque estoy intentando camelarme a una rubia por el MSN y no tengo tiempo...

No tienes 8 minutos para ver un triste video y pretendes que alguien se trague dos post con toneladas de tu copypasta. Si señor, ese es el espíritu del rapiñas. Ese grado de egoismo intelectual solo esta al alcance de unos pocos, te felicito. :lol:
 
Visto el video. Tanto él como ella representan a su propio género. Él noble, como todo hombre y ella guarra y puta, como toda mujer.
 
En dos posts porque el foro es asín. A ver si alguien tiene huevos a leérselo.

Es una pena lo que molestan los "¬".

Si tienes por ahí el link, que me he leído un par de párrafos y es insufrible, como leer un libro en el campo y que una mosca se te pare repetidas veces en la nuca. Porfa.
 
Aviso: tocho de cojones.

No he visto el video aún porque estoy intentando camelarme a una rubia por el MSN y no tengo tiempo, pero alguna de las cosas que habéis comentado me han recordado a cierto relato de mi amado Kundera que creo que no está de más poner aquí.

En dos posts porque el foro es asín. A ver si alguien tiene huevos a leérselo.


PARTE I



1
La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pron¬to a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasoli¬na —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.
El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estan¬do con ella adquiría el encanto de la aventura. La chi¬ca protestó; siempre que se les había acabado la gaso¬lina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían llevado habían sido tan de¬sagradables como para que ella hablase de su misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno por¬que iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.
—Miserable —le dijo el joven. [77]
La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El jo¬ven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va uni¬da a la humildad), presenta, además de su natural in¬comodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede sa¬ber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor fre¬cuencia en las mujeres: su pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a qui¬nientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afir¬mar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la iz¬quierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado por¬que, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.
—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tar¬dar mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto —respondió el hombre.
Y el joven dijo:
—Ya veremos lo que dura un minuto.
Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chi¬ca salía por la otra puerta. [78]
—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencio¬nadamente, porque quería ver la cara que iba a po¬ner.
Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encanta¬ban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo to¬do es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.
2
A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüen¬za que sentía era ridícula y pasada de moda. En el tra¬bajo había podido comprobar muchas veces que la gente se reía de su susceptibilidad y que la provoca¬ban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con fre¬cuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de convenci¬miento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millo- [79] nes de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con an¬gustia.
Con esa misma angustia se había aproximado tam¬bién al joven a quien había conocido hacía un año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustia¬ban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mu¬jeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba. ) Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le pa¬recía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.
Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones (ca¬torce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul (to¬do el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándo¬se y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a su la¬do la estación de servicio que estaba al borde de la ca- [80] rretera, completamente solitaria, en medio del cam¬po; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su cons¬tante transcurrir. Detenerla sólo es posible en los ratos de soledad. )
Después salió del bosque y se dirigió hacia la ca¬rretera; desde allí se veía la estación de servicio; el camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los co¬ches desconocidos. El coche frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventani¬lla, la bajó, sonrió y preguntó:
—¿Adonde va, señorita?
—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.
—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chi¬ca se sentó y el coche se puso en marcha.
3
El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba en¬ferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí mis- [81] ma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:
—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan guapa.
La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:
—Parece que sabe mentir muy bien.
—¿Tengo cara de mentiroso?
—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario de la vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.
El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso le res¬pondió sin más:
—¿Eso le molesta?
—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no le conozco, no me molesta.
—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver, podríamos entendernos bien.
La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió exclusiva¬mente al conductor desconocido:
—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar? [82]
—¿Por qué?
—Porque en Bystrica me bajo.
—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?
Al oír estas palabras la chica miró al joven y com¬probó que tenía exactamente el aspecto que ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se ho¬rrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sen¬taba. Por eso le contestó en plan provocador:
—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?
—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese mo¬mento hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.
Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aque¬lla frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa, como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:
—¿No le parece que exagera?
El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.
Pero la chica le apartó y dijo:
—¡Me parece que va demasiado rápido!
El joven, al ser rechazado, dijo:
—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera. [83]
4
Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; inclu¬so le pareció un poco ridículo haber rechazado al jo¬ven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad mágica para modificar ex post el senti¬do de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y decidió que no lo había rechazado porque le hubie¬ra dado rabia, sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.
De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:
—¡No era mi intención ofenderle!
—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.
Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma cuan¬do tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la desconoci¬da autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galan¬tería con la que había pretendido halagar indirecta¬mente a su chica y empezó a hacer de hombre duro que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.
Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demo¬níacamente duro porque no sobresalía ni por su fuer- [84] za de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo in¬fantil aprovechó rápidamente la oportunidad de asu¬mir el papel que se le ofrecía.
A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella mis¬ma era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de sedu¬cirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su papel.
¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura bara¬ta. Una autoestopista había parado un coche, no para que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que domi¬naba estupendamente sus encantos. La chica se com¬penetró con aquel estúpido personaje de novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.
Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.
5
No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carre¬tera de su vida había sido diseñada con despiadada se¬veridad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo [85] con el aburrimiento obligado de las reuniones y del es¬tudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y com¬pañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que! nunca permanecía en secreto y que por lo demás se ha¬bía convertido ya un par de veces en objeto de coti¬lleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para i lo cual había necesitado una recomendación del Co¬mité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.
Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la ca¬rretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.
—¿A dónde dijo que quería ir?
—A Banska Bystrica —respondió.
—¿Y qué va a hacer allí?
—He quedado con una persona.
—¿Con quién?
—Con un señor.
El coche se aproximaba a un cruce de caminos im¬portante; el conductor disminuyó la velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; lue¬go dobló a la derecha.
—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?
—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.
—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky. [86]
—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!
—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.
De pronto el juego había adquirido un nivel supe¬rior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imagi¬nario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Ta¬tra y la habitación reservada. De pronto la vida de fic¬ción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.
—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Ta¬tra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hom¬bre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.
6
Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a ha¬cerse de noche.
El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para pregun¬tar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había va¬rias calles en obras, de modo que, aunque el hotel es¬taba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de seguir con¬duciendo. Así que le dijo a la chica:
—Espere —y bajó del coche.
Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él [87] mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en un sitio completamente distinto del que ha¬bía planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le había obligado y ni siquiera él mismo lo ha¬bía pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero al final acabó por restarle importan¬cia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.
Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto anti¬cuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos, con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de tra¬bajo esperarían al joven en su coche. Pero, curiosa¬mente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aque¬lla mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le pare¬cía que les había ganado la mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.
El joven abrió la puerta del coche y condujo a la [88] chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.

Si es que no es la primera historia ni la última de este tipo. Hay que ser duro con las mujeres. Que me llamen misógino apaleado si quieren pero las mujeres son crueles y los hombres no. Ellas son deboradoras insaciables de emociones, se te comerán el corazón si tienen hambre. Nosotros si hacemos daño no es por nuestro gusto inherente por el drama y el desprecio al aprecio. Lo siento si diciendo esto doy una imagen de apaleado de segunda (no lo soy, de hecho tengo bastante éxito con las mujeres, a pesar de que me reconozco algo inocente a veces. Otras soy un bandido:1) pero es lo que el hilo requiere.

P.D: el relato viene a echar más leña al ya de por si avivado fuego. Lo cual no quiere decir que no sea cierto que una actitud de fingida dureza sea más productiva que la del sincero y sensible buen chico. Me ha gustado el relato y además es didáctico:lol:
 
Me ha gustado el corto (salvo por la patética actuación de la protagonista) y me ha gustado el relato de Kundera que ha puesto Ruben.

Que no se haya dicho aún, me gustaría resaltar que el corto ilustra esa capacidad que tenemos los hombres para enamorarnos de verdad, sin conveniencias ni planes secundarios, sin asomo de practicidad... algo a lo que las mujeres les suele estar vedado.
 
Misógino Empedernido rebuznó:
Me ha gustado el corto (salvo por la patética actuación de la protagonista) y me ha gustado el relato de Kundera que ha puesto Ruben.

Que no se haya dicho aún, me gustaría resaltar que el corto ilustra esa capacidad que tenemos los hombres para enamorarnos de verdad, sin conveniencias ni planes secundarios, sin asomo de practicidad... algo a lo que las mujeres les suele estar vedado.

Lo que digáis. Pero aquí el más champion es el amigo de ambos :lol:

Ella una cerda. El novio un mierdas. Pero un tipo que es capaz de tener buenos amigos y follarse a sus novias como putas donde sea, es la encarnación del macho-alfismo que todo forero debería aspirar a ser.

Faltaría esa conversación entre machos donde el follador le da palmaditas en la espalda mientras le dice al cornudo: "¡Pero si te he hecho un favor, chavaloteee! ¿No ves que tu novia era una puta y reputa? Anda, vamos a olvidarnos de ella y nos buscamos a un par por ahí esta noche. Yeeahh..."
 
Amroth Elendil rebuznó:
Pero un tipo que es capaz de tener buenos amigos y follarse a sus novias como putas donde sea, es la encarnación del macho-alfismo que todo forero debería aspirar a ser.

Desgraciadamente tengo el vicio de mantener mis principios de honestidad, honorabilidad y nobleza. Me gusta, me compensa creerme buena persona porque me hace sentir libre y por encima de los demás.

Usted considera que no seré un "macho ALPHA" ya que jamas podré follarme a la novia de ninguno de mis amigos. Pero gracias a como soy se que, en cualquier interacción negativa resultante del encuentro con gente sin escrúpulos ni dignidad como cualquier puta de la calle o usted mismo, en la que yo pudiera salir mal parado es 100% probable que la culpa no sea mía.

Y me compensa vivir de esa forma porque la polla no puede dominar a un hombre que se tenga como tal.
 
Scandalff rebuznó:
Desgraciadamente tengo el vicio de mantener mis principios de honestidad, honorabilidad y nobleza. Me gusta, me compensa creerme buena persona porque me hace sentir libre y por encima de los demás.

Usted considera que no seré un "macho ALPHA" ya que jamas podré follarme a la novia de ninguno de mis amigos. Pero gracias a como soy se que, en cualquier interacción negativa resultante del encuentro con gente sin escrúpulos ni dignidad como cualquier puta de la calle o usted mismo, en la que yo pudiera salir mal parado es 100% probable que la culpa no sea mía.

Mejor que se folle a tu novia un amigo que no cualquier yonki sidoso de por ahí... o no... :lol:

Total, una guarra con todas las letras se va a follar a cualquier otro sí o sí.

EL ANECDOTÓN: una de las amigas de mi novia acaba de cortar con el novio. No han pasado ni dos semanas y mi novia me cuenta que su amiga (27 años) ya se está subiendo por las paredes de no follar (pero qué bien lo disimulan delante de los hombres). Rollo que se fueron la semana pasada al zoo con otra amiga más y esta otra no paraba de hacer comentarios sobre "los cojones de los monos" o "la pedazo de tranca de la jirafa". Aparte que no para de agobiar a mi novia cada semana por el msn para que le presente a algún médico (ambas son asistentes dentales, atracción natural por doctores y tal) o en su defecto, cualquier cosa que tenga pene. Vergonzoso, vamos... pero a lo que iba: entonces le dije a mi novia: "si quieres, cojo y me follo a tu amiga un día de estos y así se tranquiliza un poco. Te la dejo como la seda y así para de dar la vara".

Pues no me dijo que vale... pero tampoco me dijo que no, ¿eh? :D

Y sé de buena tinta que a la amiga le molo. O al menos le parezco bastante atractivo y tal... y quien calla otorga.

En lo referente a la novia puta del hamijo: fíjate que en situaciones tan regaladas, es cuando uno se siente king (como a ellas les pasa muchas veces y el sexo ya es secundario) y entonces con un empujón y un "quita, puta", arrojas a la zorrupia a los antros infernales mientras abrazas a tu amigo en una fusión caballerogayer total.

Y me compensa vivir de esa forma porque la polla no puede dominar a un hombre que se tenga como tal.

No, ya... es que si no tuvieras polla serías algo así como este:

Imagen_pelicula_Farinelli_il_castrato.jpg
 
sentimientos vs. razón

Me ha parecido harto interesante el corto, no tanto por su valor cinematográfico (casi nulo, sí) sino por las reflexiones a las que invita en cuanto al eterno conflicto sentimientos vs. razón en hombres y en mujeres.

Estoy con lo que ya se ha comentado: es muy raro que una mujer se "enamore" y autoengañe ciega, irracional, desesperadamente, como nos ha pasado a muchos de nosotros, incluido al personaje del corto. Hombres que matan y mueren y hacen locuras por amor (aunque sea amor mal entendido) los ha habido y hay a puntapala. Mujeres, contadas con los dedos de una mano. Lo habitual es que las mujeres acaben superando siempre esa fase adolescente del "morir de amor" y aprendan a ser sumamente racionales, pragmáticas y selectivas en la elección de candidato, que es para lo que la evolución las ha diseñado (porque biológicamente se juegan mucho más que nosotros en ello).

El otro día estaba viendo uno de esos reality-show de tarde, "El diario" creo que era, y asistí al bochornoso espectáculo de un sujeto arrastrándose hasta la náusea (literalmente, poniéndose de rodillas) para su ex le diera "otra oportunidad" (sic), y por alguna razón hice una conexión mental con el caso de nuestro forero Cachondo, que de entre todas las garotas de Ipanema se va a encoñar precisamente por una que ni ha rozado y apenas si ha visto un par de veces.

Lo que de común tienen ambos casos, si se piensa bien, es la total inverosimilitud de que ocurran a la inversa. Esto es, que una mujer llegue al punto de perder su dinero y sobre todo su dignidad hasta esos niveles. La mente se resiste simplemente a concebirlo.
 
Me ha parecido harto interesante el corto, no tanto por su valor cinematográfico (casi nulo, sí) sino por las reflexiones a las que invita en cuanto al eterno conflicto sentimientos vs. razón en hombres y en mujeres.

Estoy con lo que ya se ha comentado: es muy raro que una mujer se "enamore" y autoengañe ciega, irracional, desesperadamente, como nos ha pasado a muchos de nosotros, incluido al personaje del corto. Hombres que matan y mueren y hacen locuras por amor (aunque sea amor mal entendido) los ha habido y hay a puntapala. Mujeres, contadas con los dedos de una mano. Lo habitual es que las mujeres acaben superando siempre esa fase adolescente del "morir de amor" y aprendan a ser sumamente racionales, pragmáticas y selectivas en la elección de candidato, que es para lo que la evolución las ha diseñado (porque biológicamente se juegan mucho más que nosotros en ello).

El otro día estaba viendo uno de esos reality-show de tarde, "El diario" creo que era, y asistí al bochornoso espectáculo de un sujeto arrastrándose hasta la náusea (literalmente, poniéndose de rodillas) para su ex le diera "otra oportunidad" (sic), y por alguna razón hice una conexión mental con el caso de nuestro forero Cachondo, que de entre todas las garotas de Ipanema se va a encoñar precisamente por una que ni ha rozado y apenas si ha visto un par de veces.

Lo que de común tienen ambos casos, si se piensa bien, es la total inverosimilitud de que ocurran a la inversa. Esto es, que una mujer llegue al punto de perder su dinero y sobre todo su dignidad hasta esos niveles. La mente se resiste simplemente a concebirlo.

Es que los que se "enamoran" de esa forma sólo tienen 2 calificativos: bobos y gente con problemas psicológicos. No merecen fracasar: es que ya han fracasado desde el principio.

Al final va a ser verdad que las mujeres son más inteligentes que los hombres.

El universo ha puesto a ese tipo de personas en la tierra para ser usados por gente con instintos de supervivencia claramente superiores.

La verdadera inteligencia no es la cantidad de conocimientos o emociones que puedes manejar de forma poco práctica: es ser totalmente eficiente aplicando 4 cosas a tu vida diaria. En ese sentido, ellas son mucho más inteligentes.

Las mujeres quieren vivir bien y siempre sumar. Nunca restar. Y como cuando van a comprar al súper, si hay que dejar algo atrás, se quedan con lo que salga más a cuenta según sus fines.

Los verdaderos hombres inteligentes pueden hacer creer a una mujer que la suma total de beneficios en su calidad de vida va a ser incontable. Y eso ya sabéis que, empezando de cero, es una cosa que muy pocos consiguen.

Tampoco hace falta que mintáis: podéis quedaros sentados esperando a ser la comida ideal que sacie a una glotona compulsiva... aunque yo le añadiría picante, fibra y mucho aire para obtener resultados visibles.
 
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