Con 10 u 11 años (mid 90s) solía jugar con niños que eran vecinos de mi mejor amigo, en el propio patio interior del bloque en el que todos esos vivían. Era un grupo raro de diferentes edades y tendencias. El mayor, de 12 o 13 años, era un bruto que si te daba una hostia de broma te podía reventar un órgano vital. La hermana de este, una flaca y sucia así como de la posguerra, el hermano pequeño que tenía una pata jodida por un atropello, un mariquita, y así. Este patio, grande como un campo de futbol mediano, y con grandes maceteros cuadrados que le daban aspecto de parque abandonado, no lo pisaba nadie más que nosotros. Además aquella zona tenía patios de otros bloques, un aparcamiento, y más patios de negocios privados, cada uno separado por un muro, una verja o lo que fuese. No era muy diferente del coliseo romano, pero rectangular y con bloques de viviendas en vez de gradas. Por allí saltábamos de uno a otro como si estuviésemos en el monte, nos colábamos por todas partes, hacíamos todo tipo de trastadas, prendíamos fuego a cosas, jugábamos a colar pinzas de la ropa en el balcón más alto posible, meábamos todo el tiempo en los mismos sitios en los que luego nos tirábamos cuerpo a tierra jugando a pillar... pruebas de que antes, incluso en la ciudad, incluso entre las clases medias, los niños estaban medio asilvestrados y nadie se llevaba las manos a la cabeza.
Al fondo del patio había una ventana, muy amplia pero estrecha (pongamos 0,5 x 4m. y a unos 2,5 m. de altura), que era de un taller. Cuando empecé a frecuentar a aquella tropa pregunté que por qué tenía una reja con pinchos de un palmo de longitud. Me contaron que les gustaba pegarle balonazos a la ventana y salir corriendo, y que lo habían hecho tantas veces que primero el dueño instaló la reja, y luego los pinchos. La cosa iba así. Se ponía un balón como el que va a tirar un penalti, pero mucho más lejos, para estar cerca de la puerta, y el tirador, normalmente el bruto aquel, se encargaba de chutar con precisión y potencia. La disposicion y refuerzos de la ventana suponían un reto. Había que tirar con gran precisión -para acertar a la ventana, pero no ensartar el balón en los pinchos-, y mucha fuerza -para doblegar la resistencia de la reja y romper el cristal-
Los demás, como no teníamos ninguna responsabilidad, debíamos respetar la regla no escrita de aguantar la tremenda tensión que nos envolvía manteniéndonos junto al tirador hasta el momento del impacto. Nada de irse a la puerta del patio a asomar media cabeza. Bueno, pues el bruto tiraba, el balón impactaba (o no), se oían cristales rotos (o no), y salíamos corriendo mientras escuchábamos al tipo del taller jurar en lenguas muertas y tal vez incluso una motosierra arrancando.
Una vez salíamos del patio estábamos en los pasillos, y podíamos salir a la calle o huir por las escaleras y repartirnos por los siete u ocho pisos de dos bloques gemelos que había. Salir a la calle era casi suicida, porque el tipo del taller, si reaccionaba rápido, podía aparecer por la esquina de la manzana y establecer contacto visual casi sin darnos tiempo ni a meternos en la entrada de un garaje o el umbral de una tienda. Quedarnos dentro del bloque de viviendas era más seguro, y por allí nos repartíamos, conteniendo la respiración y con el corazón a mil, el dedo en el ascensor y el pie en las escaleras, por si oíamos que alguien se acercaba.
También acabo de recordar la opción para los auténticos kamikazes. Correr hacia la ventana en vez de hacia la puerta del patio, y pegarse a la pared debajo de ella, con el hombre aquel literalmente al otro lado, loco de ira, subido a la mesa de su taller, escudriñando el 99% del patio que su campo de visión le permitía. Además si hacías esto no sabías si estaba mirando por la ventana, si había ignorado el pelotazo y seguía trabajando, si estaba siquiera presente en el taller, o si silenciosamente había echado a correr hacia el patio con unos alicates en cada mano. Era una ruleta rusa porque podías estar ahí pegado a la pared y en el worst case scenario el tipo andar ya enfilando el pasillo que daba al patio.
Esto lo hicimos unas quince veces, hasta que crecimos un poco y cambiamos de territorios. En todo aquel tiempo no recuerdo que pasase nada, aunque antes de llegar yo creo que me contaron que el tipo pilló a uno y le calentó las orejas, y desde luego hizo sus investigaciones, aunque no llegó a cercar a nadie.
Al final la ventana era un cristo. Rejas oxidadas, pinchos con corchos que le pusimos, porquería de todo tipo colgando, cristales rajados...
Tuvo el destino la guasa de poner ese taller en mi vida años después. Con unos 20 años llevaba muchos meses que no hacía gran cosa, aunque un poco si que buscaba trabajo. Mi padre sin consultarme fue a hablar con aquel tipo del taller, al que conocía de algo, y acabé trabajando de ayudante. Era un negocio de venta y reparación de maquinaria agrícola. Desde cortacéspedes a pequeños tractores. El tipo tenía un hijo retrasado total (de verdad, con la cabeza llena de cicatrices de operaciones) y ahora me tenía a mí, que no era mucho más espabilado. Era aquel señor un amargado, y casi todo lo que soltaba por la boca era bilis.
Un día al hijo le saqué el tema de las ventanas. Le pregunté por qué tenía esos pinchos de un palmo de longitud. No me contó nada que no supiese
En fin. Era una persona insoportable, el ambiente irrespirable, y las horas parecían semanas. Además me pagaba 500 euros al mes a jornada completa. Un día fui con intención de que fuese mi último día y me acabé marchando a la media hora. Al salir el aire de la calle me supo mejor que el mayor de los manjares que pueda imaginar. Ni dos meses aguanté.
Con la edad comprendí que aquello de la ventana era una completa cabronada y que yo en su lugar hubiese asesinado a alguno de aquellos pequeños hijos de puta de haberlo enganchado. Aunque lo despreciaba, también comprendí un poco su amargura vital y su cabreo con el mundo.