Hace unos años escribí esto y lo acabo de encontrar.
Mi pequeño regalo (ya que estais regalando posts) para festejar reyes y mi mesaniversario en el foro.
Aquí va:
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Como usted bien sabe, querido amigo, siempre he tenido insomnio. Es que hay que cuidar el lugar donde se duerme. Siempre me lo dijeron y yo nunca les hice caso.
A mí me costó perder un amor, por culpa de un colchón.
Usted no me creerá, pero yo tenía un viejo colchón del año ’36, de lana. Sólo lana tenía por dentro, y además estaba lleno de agujeros. Es que, como usted sabrá, a la larga se forman agujeros. Uno por la noche escarba, ve un agujero y escarba. Por ejemplo cuando uno ve una película de terror, mete los dedos en el agujero y cava, empieza a arrancar pedazos de lana inconscientemente. Con algunas películas me arrancaba hasta tres o cuatro quilos de lana, una verdadera locura. Incluso, algunas noches, me ponía los guantes de boxeo, para no tentarme.
Un día me puse en pareja con una señorita.
El colchón, además, tenía una especie de hoyo en el medio, estaba como hundido. Uno, hasta sin querer, se iba hacia el medio cuando se recostaba. Rasgos característicos de los colchones de los que duermen solos, como casi siempre ha sido mi caso.
Y bueno, me junté con una doncella. Un día, en un bar de Bolonia, me pidió las llaves para abrir una cerveza y no me las devolvió más.
“¡Aquí estoy!”, dijo la muy atrevida un día entrando en casa. “Vos me diste la llave”, se justificaba.
Ahí vivimos nuestros amor, en el colchón.
Después de haber discutido queríamos dormir cada uno en una punta pero no podíamos, porque el colchón nos precipitaba en su agujero contemporizador. Y siempre es bueno tener un agujero contemporizador que lo cobije a uno cuando la distancia amenaza con dejarnos sin amor, ¿no?
Hasta que un día... se me ocurrió comprar otro colchón. Le quise dar una sorpresa y compré un colchó nuevo, uno de resortes, alto, muy alto. Uno quedaba más cerca del techo que del suelo, cuando se acostaba.
Y ella vino, y se acostó.
Discutimos, esa noche. Dormimos uno en cada punta, pero esta vez, no hubo agujero que nos uniera.
Así quedamos, durmiendo días y días y días, cada uno en una punta. Y había como una estepa siberiana entre los dos, una lejanía incalculable, una desazón profunda y doliente.
Hasta que una noche, me di vuelta para buscarla, para regresar a los afectos, al amor, al calor de una pareja, tanteando en la oscuridad... pero no había nadie. Y eso que la busqué hasta la misma punta del colchón. Aun tanteé el suelo, por si se había caído, pero nada.
¿Cuántas veces habremos dicho “finalmente se ha ido” y, en cambio, uno se levanta para ponerse los zapatos y la encuentra allí, tirada en el suelo durmiendo? No fue así esta vez.
Busqué debajo de la cama. La busqué por todo el cuarto, pero no estaba. Se había ido. Incluso me había dejado una nota, para evitar dudas: decía “Me fui”.
Y así empecé a penar, me convertí en un miserable, me emborrachaba todas las noches. Pasaron muchos años de gran tristeza. Hasta que un día subí a un colectivo, o autobús, como se les llama aquí en España, y me senté en el último asiento, en el del medio, en la punta del asiento.
Empecé a mirar por la ventanilla, a meditar en el sinsentido de la vida; leía hasta el billete debido al tedio que llevaba...
Y en eso noto que el asiento estaba vencido hacia el medio, y empiezo a deslizarme hacia el centro mismo. Y llego a un pozo, donde había restos de antigua goma espuma, resortes vencidos con pedazos de pantalones de viajeros ancestrales. Allí quedé, pero inmediatamente noté, que deslizándose desde mi izquierda, llegaba una mujer que provenía de la ventanilla opuesta. Casi chocamos en medio de aquél abismo. Me di vuelta, la miré y era ella.
En sus ojos percibí la siguiente y paradójica convicción: “Nos unen los agujeros de los asientos y de los colchones”. Y entonces se lo dije: “Leo en tu mirada que nos unen los agujeros de los asientos y de los colchones”.
Ella me dijo lo peor que pudo haberme dicho. Me dijo: "¿Qué?", y yo perdí la fe para decírselo de nuevo.
¡Qué feo cuando una mujer te dice “¿Qué?” después de una frase complicada!
- Uno dice: “Las estrellas de la constelación de Orión son las más hermosas de la noche, salvo si uno toma en cuenta el brillo de tus ojos...”
- “¿Qué?” - responde.
Es horrible.
Pero ella igual comprendió. Y le dije que tenía una sorpresa. La llevé de la mano a mi casa.
Por culpa de la miseria había tenido que vender el colchón nuevo, y recuperar el viejo. Le dije: “Recuéstate, amada mía”. Nos acostamos cada uno en una punta pero inmediatamente fuimos a parar al hoyo, y allí fuimos felices.
Con el tiempo vinieron otros agujeros. Algunos en el medio de las sábanas, y nunca los reparábamos. Agujeros enormes. A veces, una pierna entera se deslizaba por el agujero. Uno se levantaba para ir al baño y se llevaba al otro arrastrándolo por las sábanas...
Desde entonces en nuestro nido de amor nunca faltaron agujeros, de ahí viene el dicho del sabio Walter Ego “El amor es verdadero si en la cama no falta un buen agujero”.
Y así seguimos por un tiempo, hasta que ella conoció colchones más vencidos que el mío y me dejó, pero esta vez para siempre.
Así que, querido amigo, cuide siempre bien de su colchón. No sea precipitado y entienda bien cuando es hora de cambiarlo y cuando no.
Mi pequeño regalo (ya que estais regalando posts) para festejar reyes y mi mesaniversario en el foro.
Aquí va:
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Como usted bien sabe, querido amigo, siempre he tenido insomnio. Es que hay que cuidar el lugar donde se duerme. Siempre me lo dijeron y yo nunca les hice caso.
A mí me costó perder un amor, por culpa de un colchón.
Usted no me creerá, pero yo tenía un viejo colchón del año ’36, de lana. Sólo lana tenía por dentro, y además estaba lleno de agujeros. Es que, como usted sabrá, a la larga se forman agujeros. Uno por la noche escarba, ve un agujero y escarba. Por ejemplo cuando uno ve una película de terror, mete los dedos en el agujero y cava, empieza a arrancar pedazos de lana inconscientemente. Con algunas películas me arrancaba hasta tres o cuatro quilos de lana, una verdadera locura. Incluso, algunas noches, me ponía los guantes de boxeo, para no tentarme.
Un día me puse en pareja con una señorita.
El colchón, además, tenía una especie de hoyo en el medio, estaba como hundido. Uno, hasta sin querer, se iba hacia el medio cuando se recostaba. Rasgos característicos de los colchones de los que duermen solos, como casi siempre ha sido mi caso.
Y bueno, me junté con una doncella. Un día, en un bar de Bolonia, me pidió las llaves para abrir una cerveza y no me las devolvió más.
“¡Aquí estoy!”, dijo la muy atrevida un día entrando en casa. “Vos me diste la llave”, se justificaba.
Ahí vivimos nuestros amor, en el colchón.
Después de haber discutido queríamos dormir cada uno en una punta pero no podíamos, porque el colchón nos precipitaba en su agujero contemporizador. Y siempre es bueno tener un agujero contemporizador que lo cobije a uno cuando la distancia amenaza con dejarnos sin amor, ¿no?
Hasta que un día... se me ocurrió comprar otro colchón. Le quise dar una sorpresa y compré un colchó nuevo, uno de resortes, alto, muy alto. Uno quedaba más cerca del techo que del suelo, cuando se acostaba.
Y ella vino, y se acostó.
Discutimos, esa noche. Dormimos uno en cada punta, pero esta vez, no hubo agujero que nos uniera.
Así quedamos, durmiendo días y días y días, cada uno en una punta. Y había como una estepa siberiana entre los dos, una lejanía incalculable, una desazón profunda y doliente.
Hasta que una noche, me di vuelta para buscarla, para regresar a los afectos, al amor, al calor de una pareja, tanteando en la oscuridad... pero no había nadie. Y eso que la busqué hasta la misma punta del colchón. Aun tanteé el suelo, por si se había caído, pero nada.
¿Cuántas veces habremos dicho “finalmente se ha ido” y, en cambio, uno se levanta para ponerse los zapatos y la encuentra allí, tirada en el suelo durmiendo? No fue así esta vez.
Busqué debajo de la cama. La busqué por todo el cuarto, pero no estaba. Se había ido. Incluso me había dejado una nota, para evitar dudas: decía “Me fui”.
Y así empecé a penar, me convertí en un miserable, me emborrachaba todas las noches. Pasaron muchos años de gran tristeza. Hasta que un día subí a un colectivo, o autobús, como se les llama aquí en España, y me senté en el último asiento, en el del medio, en la punta del asiento.
Empecé a mirar por la ventanilla, a meditar en el sinsentido de la vida; leía hasta el billete debido al tedio que llevaba...
Y en eso noto que el asiento estaba vencido hacia el medio, y empiezo a deslizarme hacia el centro mismo. Y llego a un pozo, donde había restos de antigua goma espuma, resortes vencidos con pedazos de pantalones de viajeros ancestrales. Allí quedé, pero inmediatamente noté, que deslizándose desde mi izquierda, llegaba una mujer que provenía de la ventanilla opuesta. Casi chocamos en medio de aquél abismo. Me di vuelta, la miré y era ella.
En sus ojos percibí la siguiente y paradójica convicción: “Nos unen los agujeros de los asientos y de los colchones”. Y entonces se lo dije: “Leo en tu mirada que nos unen los agujeros de los asientos y de los colchones”.
Ella me dijo lo peor que pudo haberme dicho. Me dijo: "¿Qué?", y yo perdí la fe para decírselo de nuevo.
¡Qué feo cuando una mujer te dice “¿Qué?” después de una frase complicada!
- Uno dice: “Las estrellas de la constelación de Orión son las más hermosas de la noche, salvo si uno toma en cuenta el brillo de tus ojos...”
- “¿Qué?” - responde.
Es horrible.
Pero ella igual comprendió. Y le dije que tenía una sorpresa. La llevé de la mano a mi casa.
Por culpa de la miseria había tenido que vender el colchón nuevo, y recuperar el viejo. Le dije: “Recuéstate, amada mía”. Nos acostamos cada uno en una punta pero inmediatamente fuimos a parar al hoyo, y allí fuimos felices.
Con el tiempo vinieron otros agujeros. Algunos en el medio de las sábanas, y nunca los reparábamos. Agujeros enormes. A veces, una pierna entera se deslizaba por el agujero. Uno se levantaba para ir al baño y se llevaba al otro arrastrándolo por las sábanas...
Desde entonces en nuestro nido de amor nunca faltaron agujeros, de ahí viene el dicho del sabio Walter Ego “El amor es verdadero si en la cama no falta un buen agujero”.
Y así seguimos por un tiempo, hasta que ella conoció colchones más vencidos que el mío y me dejó, pero esta vez para siempre.
Así que, querido amigo, cuide siempre bien de su colchón. No sea precipitado y entienda bien cuando es hora de cambiarlo y cuando no.