Si, en ese cambalache que llamamos mundo, donde el azmicle y la pez se conjuran con las geometrías no euclidianas para conformar un kaleidoscopio de sensaciones sobre el que el sujeto quiere erguirse como memoria de sí, pocas cosas resultan tan devastadoramente convincentes y arruinadoras del deseo, de la fantasía y de la infancia como la inmediatez de los macarrones con naftalina que alguien que no nos quiere prepara con sigilo.