stavroguin 11
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El tema de este hilo se posó definitivamente sobre mis decrépitas células grises en un lugar digamos que inconveniente y poco ortodoxo: un tanatorio. Un poco a mi retaguardia, otra sala de velorio en la que un grupo de cenutrios convertían el duelo por una pobre anciana en un pandemonium desvergonzado de gritos, risas, compadreos y chascarrillos, a izquierda y derecha, adosados a las paredes adornadas con fotos deprimentes en blanco y negro, los rostros incrédulos, desencajados, de ojos hinchados y rojos de los deudos. En frente, el muerto en su caja, rodeado de coronas con frases estereotipadas, con manos cerúleas y facciones tranquilas. Sólo unas pocas horas antes bailaba alegremente con su mujer, una compañera de trabajo, cuando cayó fulminado como si un rayo vengador de Zeus lo hubiese partido por la mitad.
Unos días después, la tragedia ferroviaria que todos sabemos, muy cerca geográfica (y laboralmente), se impactó en los hocicos de los que vivíamos un alegre verano de sol y playa y nos trajo a primer plano la verdad última de la vida cuando lo lúdico parecía dominar el panorama; eso me dio la puntilla definitiva para lo que ahora escribo.
Existe una frontera en la vida de los hombres en la cual el fiel de la balanza cambia de lado: la obsesión por las mujeres, el sexo, el cachondeo y el vitalismo en general va dejando paso sutilmente a un tono vital más amortiguado al principio, mortecino después y francamente fúnebre al final. Yo situaría esa época en torno a los 40 años. La idea latente, abstracta y lejana de la muerte va tomando corporeidad, enjundia, como si nuestra mente fuese un alfarero que amasa el barro del subconsciente para darle forma de mujer con guadaña. Mientras tanto, la libido baja, y el desinterés que vamos provocando en las mujeres con las que todavía podríamos acostarnos sin avergonzarnos de nosotros mismos contribuye a que el sexo, antiguo motor de nuestra vida y mente, se nos asemeje un juego tan infantil como la rayuela si lo comparamos con el horizonte de enfermedad probable y muerte segura que vemos un poco más adelante.
Es curioso: soy médico y la idea de la muerte debería resultarme más natural y asumible que a la mayoría de al gente. Eso sólo es cierto mientras trabajo: puedo ver morir a un paciente sin inmutarme y sin repercusión emocional como parte de mi labor . Sin embargo, si un día más tarde me encontrase con su cortejo fúnebre, probablemente se me arruinaría la jornada. No recuerdo que escritor lo dijo: asusta más el aparato de la muerte que la muerte misma.
Probablemente la negrura y pesimismo de estas reflexiones se deban a un ambiente bajo en estímulos en el terreno sexual; el mucho tiempo transcurrido desde que una mujer me demostró la última señal de interés (IOIs los llamáis ahora, creo) puede ser el tinte que oscurezca un tono vital de por sí no muy elevado. Tal vez si vivo unos años más, la mayor proximidad teórica con el final desdramatice el asunto y me convierta en un alegre viejo verde desinhibido y follarín. O tal vez un día cualquiera recupere el pulso vital de la treintena y lo lúdico vuelva aprimer plano. Pero creo que esta fase empieza a durar demasiado como para pensar que pueda ser transitoria.
Unos días después, la tragedia ferroviaria que todos sabemos, muy cerca geográfica (y laboralmente), se impactó en los hocicos de los que vivíamos un alegre verano de sol y playa y nos trajo a primer plano la verdad última de la vida cuando lo lúdico parecía dominar el panorama; eso me dio la puntilla definitiva para lo que ahora escribo.
Existe una frontera en la vida de los hombres en la cual el fiel de la balanza cambia de lado: la obsesión por las mujeres, el sexo, el cachondeo y el vitalismo en general va dejando paso sutilmente a un tono vital más amortiguado al principio, mortecino después y francamente fúnebre al final. Yo situaría esa época en torno a los 40 años. La idea latente, abstracta y lejana de la muerte va tomando corporeidad, enjundia, como si nuestra mente fuese un alfarero que amasa el barro del subconsciente para darle forma de mujer con guadaña. Mientras tanto, la libido baja, y el desinterés que vamos provocando en las mujeres con las que todavía podríamos acostarnos sin avergonzarnos de nosotros mismos contribuye a que el sexo, antiguo motor de nuestra vida y mente, se nos asemeje un juego tan infantil como la rayuela si lo comparamos con el horizonte de enfermedad probable y muerte segura que vemos un poco más adelante.
Es curioso: soy médico y la idea de la muerte debería resultarme más natural y asumible que a la mayoría de al gente. Eso sólo es cierto mientras trabajo: puedo ver morir a un paciente sin inmutarme y sin repercusión emocional como parte de mi labor . Sin embargo, si un día más tarde me encontrase con su cortejo fúnebre, probablemente se me arruinaría la jornada. No recuerdo que escritor lo dijo: asusta más el aparato de la muerte que la muerte misma.
Probablemente la negrura y pesimismo de estas reflexiones se deban a un ambiente bajo en estímulos en el terreno sexual; el mucho tiempo transcurrido desde que una mujer me demostró la última señal de interés (IOIs los llamáis ahora, creo) puede ser el tinte que oscurezca un tono vital de por sí no muy elevado. Tal vez si vivo unos años más, la mayor proximidad teórica con el final desdramatice el asunto y me convierta en un alegre viejo verde desinhibido y follarín. O tal vez un día cualquiera recupere el pulso vital de la treintena y lo lúdico vuelva aprimer plano. Pero creo que esta fase empieza a durar demasiado como para pensar que pueda ser transitoria.