La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo
La muerte. Hay muchas cuestiones que resolver en relación a este asunto. Son varios ladrillos los que me llevaría aproximarme ligeramente a la multiplicidad de ideas que me sugiere el hecho más transcendental de un ser vivo. Para que este hilo no se pierda en litigios innecesarios y demos a la Parca el protagonismo que requiere, voy empezar por señalar los principales puntos sobre los que podríamos debatir.
En primer lugar hay que entender que la muerte es mucho más que el cese de la existencia vital. No es algo que se pueda reducir al momento en el que organismo se agosta y deja de oxigenarse y generar impulsos eléctricos. La muerte es un eco que reverbera en diferentes direcciones. Antes del suceso capital, la muerte se aproxima no nitidez y esa presencia ocupa un espacio muy definido en nuestra existencia, sobre todo en aquellos casos en los que la certeza de un final más o menos cercano, cuando ya no hay remedio para la enfermedad, nos obliga a encararnos definitivamente con nuestro final. La muerte no es ese preciso instante que está por llegar, la muerte el también la aproximación al mismo. De la misma forma, la muerte se prolonga más allá del propio suceso, la muerte tiene un efecto de meses, años o décadas sobre aquellos que nos sobreviven. Nosotros no lo vamos a ver, pero somos conscientes de que vamos a dejar secuelas, más o menos profundas, en aquellos que continúan el viaje: un padre, un hijo, una viuda no siempre alegre...Vendrán días de otoño, tristes tarde de domingo y no estaremos nosotros para proveer consuelo. Es un dolor más que añadir a nuestro propio desasosiego. Si amas como yo amo a mi mujer y a mi tesoro, este es el peor de todos.
La segunda cuestión que propongo está en relación al cuando y al cómo. Fundamental. Este asunto determina casi en mayor grado nuestra coexistencia con la muerte. Morir a los 35 de manera inesperada y dolorosa, con las cuestiones esenciales de nuestra vida por resolver nos asegura una angustia irremediable en el trance final. Morir a los 90 echándonos una siesta mañanera, con la familia, bien, gracias, nos guía a la luz blanca sin sobresaltos. No es mismo padecer una agonía de meses, que morir de un accidental macetazo sin darnos cuenta del suceso. No es lo mismo suicidarse en plena consciencia de un final inminente y doloroso que nos queremos ahorrar, que suicidarnos por desesperación y hastío. En general, cuanto más tarde, mejor. Sin duda, sin dolor y sin largos preámbulos, también. A partir de aquí podríamos negociar un equilibrio entre las partes. Mejor a los 70, sin haber entrado plenamente en la decadencia de la senectud que a los 90 en una silla de ruedas y con pañales.
Finalmente no deberíamos dejar de lado las cuestiones culturales, las ideologías, las creencias espirituales de los moribundos. Hay culturas más estoicas y despreocupadas con la muerte, y otras más escandalosas e infantiles. Para todas tiene una indiscutible importancia, pero la forma de expresarlo y convivir con la muerte es muy distinta. Tanto los vivos como los que atraviesan la laguna Estigia varían su comportamiento en función de si les espera el Paraíso o el oscuridad más absoluta. Las monjitas, por lo visto, se mueren gozosamente sabiendo que su Creador las espera al otro lado para sentarlas a su diestra. Los epicureistas también se van pacíficamente sabiendo que sea lo que sea la muerte, no es asunto suyo. Ellos están vivos, y cuando dejen de estarlo, ya no tendrán que preocuparse por la muerte porque ellos ya no estarán.