Frente Negro
Asiduo
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¿Ha existido el caso Kluivert?
Una de las peores cochinadas que nos han venido desde el otro lado del charco, más aún que McDo, la teleseries con risitas de fondo y los parques temáticos, es la moda que conocemos como la de lo políticamente correcto.
Lo políticamente correcto, a pesar de venir de Yanquilandia no fue, para sorpresa de muchos, un invento del liberalismo, sino del marxismo norteamericano. En efecto, a finales de la década de los cuarenta, los debates entre socialistas y comunistas se encauzaron de mutuo acuerdo en el marco de unas coordenadas de comportamiento destinadas a evitar que los roces familiares derivaran en chirríos. De ahí pasó al resto de la política norteamericana, aunque donde más terreno abonado encontró fue en la constelación de grupos de presión y asociaciones más extravagantes que imaginarse pueda usted que, sobre el papel, se encargaban y encargan de defender a las minorías de toda laya y pelaje.
En nuestro continente, mezclada con una buena dosis de bilis progre, la moda de lo políticamente correcto adoptó un carácter más unívoco y demoledor. Más borde, para entendernos. Y así, todo aquello que huela a arraigo, a tradición, a disidencia del (des)orden establecido, a ruptura con la linealidad y unilateralidad del Sistema, a denuncia directa de una democracia uncida por el capitalismo rampante y los partidos políticos más inquietantes, ha acabado por convertirse en un objetivo directo a laminar, porque la función de lo políticamente correcto no es, en su praxis, sentar las bases para que los encuentros —o desencuentros— tengan un tono y unas formas digeribles, sino letanía coadyuvante en tareas parapoliciales.
En el caso concreto de países como Francia, Bélgica, Alemania, Italia y, más recientemente, España, la filfa políticamente correcta contiene, además, un ingrediente demoledor: el etnomasoquismo. De tal manera que si un ecuatoriano o un marroquí —pongamos por caso— se llevan por delante a un español, el crimen es un crimen, sólo un crimen y nada más que un crimen. Si el que delinque, por contra, es un español, el crimen adopta, ipso facto, inequívocos tintes xenófobos y racistas.
Pero dejémonos de teorías y, aunque sin sangre de por medio —lo cual es siempre de agradecer—, vayamos a un caso concreto: el del pelotero Kluivert.
Kluivert
Cuando esto escribo no sé si Kluivert habrá dejado o no la disciplina del Barça. Lo que sí es conocido —o debería serlo— es que Kluivert, jugador de color —no vamos a llamarle negro, no vaya a ser que me empapelen—, se ha visto en el duro trance de tener que pagar una multa de 450 euros —unas 75.000 pesetas—, a razón de 30 euros por día, a una joven camarera, llamada Silvia, del local barcelonés llamado “Pachá”, por llamarle públicamente —mientras la zarandeaba— “puta, zorra”.
Y ahora viene la conya, que diría un catalán. O el cachondeo, que diría el incombustible Pacheco. O el daño colateral que se atreve a decir el que esto rubrica. La titular —repito: la titular— del Juzgado de Instrucción número diez de Barcelona entiende que “no consta” (sic.) ni se ha acreditado que el pelotero perciba “elevados emolumentos” (sic.), al tiempo que rechazaba los 9.000 euros de indemnización que pedía el fiscal y los 27.000 que demandaba la acusación particular en representación de la víctima... ¿Será verdad que Kluivert duerme por las noches en bancos de parques, recoge cartones y hojalatas durante el día, y los domingos se pone de cuclillas en la puerta de las iglesias a recoger unas monedillas para Ducados y un brick de Don Mendo?
No hace muchos años, en un partido entre el Depor y el Real Madrid, a raíz de que el cancerbero africano Song’o y el defensa blanco —digo lo de blanco por lo del color de la zamarra, que conste— Fernando Hierro se dijeran de todo menos bonito, al malacitano le cayó encima un buen chaparrón mediático: fue portada de la prensa, lo pusieron a caer de un burro en todas las tertulias radiofónicas y, por supuesto, fue la antivedette de los telediarios de aquella semana... ¿Se imagina usted a Hierro zarandeando a una camarera senegalesa al tiempo que le espeta en la cara “puta, zorra”? Probablemente lo hubieran elevado a la categoría de “fascista peligroso” y al empleo honorífico de “gaseador de Auschwitz”.
Pero Kluivert, como Ariel Sharon, es un tipo con suerte. Estos días no he visto a ningún colectivo de libérrimas damas irritadas, oenegés consternadas ante la ascensión de algo o alguien monstruoso, colegios de abogados en posición de combate, partidos y sindicatos sensibilizados, interpelaciones parlamentarias o clubes de encuentros poniendo el grito en el cielo. Los telediarios han telegrafiado la noticia entre cucharada y cucharada de sopa e incluso en una radio temática como Marca —de la que, por cierto, soy asiduo radioyente—, el evento ha pasado sin levantar ni brisa. De hecho, si usted quiere documentarse no le va a quedar más remedio que bucear en la red de redes. Empiezo, incluso, a tener sospechas de que no hay tal caso, de que dicho caso jamás ha existido y que hasta es posible de que Kluivert, más que un pedigüeño que no tiene donde caerse muerto —según la justicia española—, sea un ciber de Matrix.
Juan C. García [Valencia]
29.V.2004
Una de las peores cochinadas que nos han venido desde el otro lado del charco, más aún que McDo, la teleseries con risitas de fondo y los parques temáticos, es la moda que conocemos como la de lo políticamente correcto.
Lo políticamente correcto, a pesar de venir de Yanquilandia no fue, para sorpresa de muchos, un invento del liberalismo, sino del marxismo norteamericano. En efecto, a finales de la década de los cuarenta, los debates entre socialistas y comunistas se encauzaron de mutuo acuerdo en el marco de unas coordenadas de comportamiento destinadas a evitar que los roces familiares derivaran en chirríos. De ahí pasó al resto de la política norteamericana, aunque donde más terreno abonado encontró fue en la constelación de grupos de presión y asociaciones más extravagantes que imaginarse pueda usted que, sobre el papel, se encargaban y encargan de defender a las minorías de toda laya y pelaje.
En nuestro continente, mezclada con una buena dosis de bilis progre, la moda de lo políticamente correcto adoptó un carácter más unívoco y demoledor. Más borde, para entendernos. Y así, todo aquello que huela a arraigo, a tradición, a disidencia del (des)orden establecido, a ruptura con la linealidad y unilateralidad del Sistema, a denuncia directa de una democracia uncida por el capitalismo rampante y los partidos políticos más inquietantes, ha acabado por convertirse en un objetivo directo a laminar, porque la función de lo políticamente correcto no es, en su praxis, sentar las bases para que los encuentros —o desencuentros— tengan un tono y unas formas digeribles, sino letanía coadyuvante en tareas parapoliciales.
En el caso concreto de países como Francia, Bélgica, Alemania, Italia y, más recientemente, España, la filfa políticamente correcta contiene, además, un ingrediente demoledor: el etnomasoquismo. De tal manera que si un ecuatoriano o un marroquí —pongamos por caso— se llevan por delante a un español, el crimen es un crimen, sólo un crimen y nada más que un crimen. Si el que delinque, por contra, es un español, el crimen adopta, ipso facto, inequívocos tintes xenófobos y racistas.
Pero dejémonos de teorías y, aunque sin sangre de por medio —lo cual es siempre de agradecer—, vayamos a un caso concreto: el del pelotero Kluivert.
Kluivert
Cuando esto escribo no sé si Kluivert habrá dejado o no la disciplina del Barça. Lo que sí es conocido —o debería serlo— es que Kluivert, jugador de color —no vamos a llamarle negro, no vaya a ser que me empapelen—, se ha visto en el duro trance de tener que pagar una multa de 450 euros —unas 75.000 pesetas—, a razón de 30 euros por día, a una joven camarera, llamada Silvia, del local barcelonés llamado “Pachá”, por llamarle públicamente —mientras la zarandeaba— “puta, zorra”.
Y ahora viene la conya, que diría un catalán. O el cachondeo, que diría el incombustible Pacheco. O el daño colateral que se atreve a decir el que esto rubrica. La titular —repito: la titular— del Juzgado de Instrucción número diez de Barcelona entiende que “no consta” (sic.) ni se ha acreditado que el pelotero perciba “elevados emolumentos” (sic.), al tiempo que rechazaba los 9.000 euros de indemnización que pedía el fiscal y los 27.000 que demandaba la acusación particular en representación de la víctima... ¿Será verdad que Kluivert duerme por las noches en bancos de parques, recoge cartones y hojalatas durante el día, y los domingos se pone de cuclillas en la puerta de las iglesias a recoger unas monedillas para Ducados y un brick de Don Mendo?
No hace muchos años, en un partido entre el Depor y el Real Madrid, a raíz de que el cancerbero africano Song’o y el defensa blanco —digo lo de blanco por lo del color de la zamarra, que conste— Fernando Hierro se dijeran de todo menos bonito, al malacitano le cayó encima un buen chaparrón mediático: fue portada de la prensa, lo pusieron a caer de un burro en todas las tertulias radiofónicas y, por supuesto, fue la antivedette de los telediarios de aquella semana... ¿Se imagina usted a Hierro zarandeando a una camarera senegalesa al tiempo que le espeta en la cara “puta, zorra”? Probablemente lo hubieran elevado a la categoría de “fascista peligroso” y al empleo honorífico de “gaseador de Auschwitz”.
Pero Kluivert, como Ariel Sharon, es un tipo con suerte. Estos días no he visto a ningún colectivo de libérrimas damas irritadas, oenegés consternadas ante la ascensión de algo o alguien monstruoso, colegios de abogados en posición de combate, partidos y sindicatos sensibilizados, interpelaciones parlamentarias o clubes de encuentros poniendo el grito en el cielo. Los telediarios han telegrafiado la noticia entre cucharada y cucharada de sopa e incluso en una radio temática como Marca —de la que, por cierto, soy asiduo radioyente—, el evento ha pasado sin levantar ni brisa. De hecho, si usted quiere documentarse no le va a quedar más remedio que bucear en la red de redes. Empiezo, incluso, a tener sospechas de que no hay tal caso, de que dicho caso jamás ha existido y que hasta es posible de que Kluivert, más que un pedigüeño que no tiene donde caerse muerto —según la justicia española—, sea un ciber de Matrix.
Juan C. García [Valencia]
29.V.2004
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