Hoy es día de luto universal. Se ha muerto un ídolo, un visionario, un prohombre que hizo de su capa un sayo y de su polla la brújula que le servía de guía de su vida. En una época donde a lo más que uno podía aspirar era a ver un escote o unas rodillas, este tiró del vestido de las fulanas de la época y las dejó en cueros para deleite de los hombres, abriendo a sus coetáneos la puerta al palacio de la pornografía, algo de lo que hoy disfrutamos en la soledad de nuestros gabinetes y que para muchos sustituye y mejora a las mujeres de carne y hueso.
Hefner no sólo fue un visionario y un adelantado a su época, fue también un hombre culto y versado, que no huía el debate intelectual o la promoción de las artes y las letras mientras con la otra mano le estrujaba las peras a la fulana de turno, una distinta cada mes. En las páginas de su revista había alimento para los dos apetitos fundamentales del hombre: el sexual y el intelectual.
Por donde Hefner pasaba sus cojones hacían surcos en el suelo. Se pasó por los huevos las convenciones de la época, la moralidad imperante y ya no te digo por dónde se pasaba a las mujeres, física y metafóricamente, con nombres y apellidos o como concepto.
Además fundó una cosa que hoy estaría muy bien que alguien reviviese, los Playboy Clubs, clubs para caballeros que, vestidos impecablemente -había un estricto dress code- ponían al disfrute de estos las mejores bebidas, las mejores músicas, las más elevadas conversaciones y las putarránganas de mejor pedigrí. Una de las cosas que lamentaré siempre será el no poder ir a tomarme copurcios a estos sitios mientras suena Miles Davis o John Coltrane y unas tetudas con orejas de pega me atienden.
No sé, chavales. Me siento huérfano. Ojalá alguien de su calado y de su calibre viniera a ser el nuevo Hugh Hefner; ojalá la oleada que propició hoy fuera reeditada por alguien que portase en una mano su polla y en la otra su intelecto.