stavroguin 11
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Decía Ortega (el filósofo, no el torero) que el momento decisivo en la vida de todo hombre (fue lo bastante carente de hipocresía para no elevar a las mujeres a alturas metafísicas) es cuando se da cuenta de los límites de la realidad que lo rodea, cuando la aventura deja de ser una opción plausible. Ese instante en el que uno extiende los brazos, cual zorrupia en la proa del Titanic, y no encuentra el infinito espacio que espera, sino que toca pared por todas partes.
Casi recien estrenada la cincuentena, ya no es que mida las dimensiones de mi reducto, sino que, como aquel personaje de Poe al que la inquisición encerraba en una celda con paredes móviles que lo iban aplastando, los muros se me caen encima.
Es el momento del balance, de mirar atrás y ver lo que ha merecido la pena y lo que ha decepcionado. Pero sobre todo, de sacarse la venda del condenado y mirar de frente al pelotón de fusilamiento del futuro, sin engaños ni paños calientes.
Aparento más edad de la que tengo, quizás unos 55. Ello implica dos cosas: que probablemente me quede menos tiempo del teóricamente esperable (hace no mucho se demostró la relación entre edad aparente y expectativa de vida), y también que mis días restantes no van a ser amenizados por el sexo y la compañía de una mujer atractiva: soledad y carencia sexual me acompañarán hasta el final, y solo las putas intermitentes harán de paupérrimo lenitivo. Porque si algo tengo claro es que el ostracismo y el aislamiento no me asustan lo suficiente para meter en el cama a una fea, una vieja, o una gorda maloliente.
Leídos todos los libros (no todos, claro, pero ya me entienden), visto todo el cine que me interesaba, recorrido el mundo por encima y debajo de las aguas, poco encontraré ya que me sorprenda en la realidad o la ficción. Instalado en una cómoda meseta de competencia profesional, tampoco por este lado encuentro un formidable estímulo.
De los seres humanos poco que decir: un par de gloriosas excepciones resisten el desgaste que los años y las traiciones labran en la amistad. Por lo demás, no me interesan vidas, haciendas, conversaciones y circunstancias del prójimo. Todos podemos ser englobados en el cajetín de uno de los escasos tipos humanos que existen, y dentro de él no hay más que infinitas repeticiones de la misma plantilla: los mismos egoísmos, mezquindades y ambiciones de todos...
Enfilada la pendiente descendente en punto muerto, los días y años se precipitan a velocidad de vértigo. Un nuevo verano, otro cumpleaños cualquiera nos asaltan cuando creíamos recien acabado el anterior. Miramos atrás unos quince o veinte años y esa vorágine trascurrida sin apercibirnos es la que nos separa de una vejez decrépita y segura y de una muerte probable. La vista, el oído, la fortaleza física van mermando cada vez más, las posibilidades negativas se multiplican cada año que pasa. Lo mejor quedó atras, y, mirado con frialdad, tampoco parece gran cosa.
Y, sin embargo, la voz interior no deja de repetirnos sin descanso la misma frase: a pesar de todo, mereció la pena vivir.
Casi recien estrenada la cincuentena, ya no es que mida las dimensiones de mi reducto, sino que, como aquel personaje de Poe al que la inquisición encerraba en una celda con paredes móviles que lo iban aplastando, los muros se me caen encima.
Es el momento del balance, de mirar atrás y ver lo que ha merecido la pena y lo que ha decepcionado. Pero sobre todo, de sacarse la venda del condenado y mirar de frente al pelotón de fusilamiento del futuro, sin engaños ni paños calientes.
Aparento más edad de la que tengo, quizás unos 55. Ello implica dos cosas: que probablemente me quede menos tiempo del teóricamente esperable (hace no mucho se demostró la relación entre edad aparente y expectativa de vida), y también que mis días restantes no van a ser amenizados por el sexo y la compañía de una mujer atractiva: soledad y carencia sexual me acompañarán hasta el final, y solo las putas intermitentes harán de paupérrimo lenitivo. Porque si algo tengo claro es que el ostracismo y el aislamiento no me asustan lo suficiente para meter en el cama a una fea, una vieja, o una gorda maloliente.
Leídos todos los libros (no todos, claro, pero ya me entienden), visto todo el cine que me interesaba, recorrido el mundo por encima y debajo de las aguas, poco encontraré ya que me sorprenda en la realidad o la ficción. Instalado en una cómoda meseta de competencia profesional, tampoco por este lado encuentro un formidable estímulo.
De los seres humanos poco que decir: un par de gloriosas excepciones resisten el desgaste que los años y las traiciones labran en la amistad. Por lo demás, no me interesan vidas, haciendas, conversaciones y circunstancias del prójimo. Todos podemos ser englobados en el cajetín de uno de los escasos tipos humanos que existen, y dentro de él no hay más que infinitas repeticiones de la misma plantilla: los mismos egoísmos, mezquindades y ambiciones de todos...
Enfilada la pendiente descendente en punto muerto, los días y años se precipitan a velocidad de vértigo. Un nuevo verano, otro cumpleaños cualquiera nos asaltan cuando creíamos recien acabado el anterior. Miramos atrás unos quince o veinte años y esa vorágine trascurrida sin apercibirnos es la que nos separa de una vejez decrépita y segura y de una muerte probable. La vista, el oído, la fortaleza física van mermando cada vez más, las posibilidades negativas se multiplican cada año que pasa. Lo mejor quedó atras, y, mirado con frialdad, tampoco parece gran cosa.
Y, sin embargo, la voz interior no deja de repetirnos sin descanso la misma frase: a pesar de todo, mereció la pena vivir.