La venganza anticipada: no les dés flores, llévate las suyas

Texas Hold´em

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19 May 2010
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Ha nacido en mi un germen ciertamente maligno. Desde hace unos días, acuciado por mi fracaso emocional, sólo pienso en hacer el mal; en causar daño y, a raíz de tales acontecimientos, reflexiono y finalmente el caché y la dignidad de la raza humana los pongo tan bajos que deben estar en algún lugar entre los inhóspitos túneles del metro, sumergidos en la oscuridad y esperando un golpe inminente que acabará con ellos.

No nos engañemos; las personas, como grupo social, disfrutamos el dolor ajeno, ya sea físico o psicológico. Innumerables ejemplos lo prueban desde tiempos inmemoriales. Algunos se dan simplemente como ocio violento injustificado, la violencia por la violencia, como los deportes de combate. Otros son el mismo caso de ansias de ver sufrir, pero disfrazado bajo ideales que los justifiquen y en este caso los apreciamos en civilizaciones de todas partes del mundo, desde las mayas y aztecas, hasta la romana, haciendo uso de todo tipo de deportes y juegos pensados para provocar sufrimiento y castigo. ¿Quién de nosotros no se ha reído de forma placentera y autosuficiente cuándo ha visto a alguien darse un golpe? No sólo es que nos guste verlo, es que lo disfrutamos. En casos como los de los hombres, teniendo la autoaceptación como algo generalmente natural, buscamos la sensación de mera satisfacción al ver a otros sufrir mientras nosotros estamos bien. Es la voluntad de poder (no mezclar con Nietzchismos), un ansia arcaica y primigenia.

Dentro del rango de la maldad, hay sin duda un grupo compacto que abarca entre sus hetéreos e irremarcables muros idealísticos un grado superior de crueldad: las mujeres, claro.

Las mujeres son un caso especial. Al contrario que la mayoría de hombres, viven gran parte de su vida con la incapacidad de aceptarse a si mismas. No pueden por lo tanto sentir la sensación de autoaceptación y no es para ellas el ver a sufrir a otros una satisfacción tanto como una necesidad. Necesitan ver sufrir a otros. Necesitan postrar a los hombres a sus pies, hacerles daño, para así poder sentir que realmente tienen en si mismas algún valor como ser vivo o figura del cosmos. No importan las estratagemas, las jugadas sucias, el sembrar la confusión o incluso en ocasiones provocar el daño físico siempre y cuando puedan tenerlos cerca y deseosos de su esencia para así poder sentirse atractivas y dignas. No, amigos, no tiene nada que ver con la satisfacción y el poder. Llevan el mal en su corrupta naturaleza de una forma natural.

Me encontraba ayer en mi habitación cuando un destello vino a mí. Y entonces lo vi: debo vengarme. Debo vengar a los hombres, debo buscar mis satisfacción vertiendo sosa cáustica sobre sus diabólicas naturaleza. Pero cómo, os preguntaréis. El mal no puede ejercerse si no es imponiéndote sobre la debilidad, aunque sea parcial, de otros, ¿y cuándo es más débil una mujer que cuando es joven y aún más idiota de lo que será el resto de su vida?.

Hay que desvirgarlas. Hay que robarles su flor con promesas de amor y aprovechar la experiencia para después revertir la situación y hacerlas ver, maleando (nada que ver con el mal, cándidas almas lectoras) a fuego lento sus inestables hormonas púberes, que no ha sido otra cosa que su culpa. Y te creerán, porque eres cabrón y tienes la seguridad que ellas no tienen, viéndose incapaz de doblegarte para su propio bienestar pesonal.

Será pues cuando ya entonces su alma, marcada con la cicatriz de una obra malvada y planificada que jamás podrán borrar, recuerde el resto de su vida cómo una vez, ESA VEZ, sucumbió a su propia debilidad. Una marca que, del mismo modo que los huesos una vez rotos duelen cuando se aproxima tormenta, arderá para siempre desde mucho antes, o quizás al mismo tiempo en que se acercuen a un hombre para ejercer su mal.

Ita est.
 
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