tuputamadreyeah
Novato de mierda
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- 25 Oct 2008
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El médico conoce la muerte en general y la muerte concreta que ronda al enfermo cuyos familiares esperan; familiares que dispensan ahora a un avellanado cardiólogo una angustiada sonrisa y el médico habla, con ese decir tras del cual se agazapa la sedienta tragedia.
Es el nigromántico cirujano, señor de la vida moderna que, a excepción de la decrepitud y la vejez octogenaria, lo remienda todo.
Y el enfermo no sabe bien cómo agradecer la vida que de nuevo le es devuelta.
Como ciego que recobra la vista, el Lázaro moderno se aprende el nombre completo de su benefactor, y ese nombre pasa a sus hijos y así las familias mantienen durante dos generaciones, o a veces tres, ese agradecido encantamiento y ese recuerdo legendario de médicos extremadamente sabios y bienhechores y son evocados en conversaciones familiares, o en una nochebuena melancólica y memoriosa, a las seis de la mañana frente a turrones ya endurecidos y champanes caldosos, mientras la lluvia (porque en España ya no nieva) azota sucios cristales de pisos de barriada.
Vayan ustedes un domingo por la tarde a esa nave insomne y maquiavélica que es un hospital público de ciudad grande: la gente visita con cara preocupada a los suyos.
En los hospitales se advierte la verdad fundamental del tiempo: la vida humana es un fenómeno de padres e hijos: Padres vencidos, dolientes, a quienes los hijos visitan; hijos que acaban de ser padres, padres, pues, que visitan nietos.
Nietos que volverán a esos pasillos con un padre moribundo entre los brazos.
En la ciudad se dirimen el infortunio y la voluntad de la muchedumbre: la perseverante destrucción y el más perseverante nacimiento.
Yo amo a la muchedumbre, visceral y atea, erótica y ultrajada, parlanchina y procreadora, la única reina de este comienzo de milenio occidental.

Es el nigromántico cirujano, señor de la vida moderna que, a excepción de la decrepitud y la vejez octogenaria, lo remienda todo.

Y el enfermo no sabe bien cómo agradecer la vida que de nuevo le es devuelta.

Como ciego que recobra la vista, el Lázaro moderno se aprende el nombre completo de su benefactor, y ese nombre pasa a sus hijos y así las familias mantienen durante dos generaciones, o a veces tres, ese agradecido encantamiento y ese recuerdo legendario de médicos extremadamente sabios y bienhechores y son evocados en conversaciones familiares, o en una nochebuena melancólica y memoriosa, a las seis de la mañana frente a turrones ya endurecidos y champanes caldosos, mientras la lluvia (porque en España ya no nieva) azota sucios cristales de pisos de barriada.

Vayan ustedes un domingo por la tarde a esa nave insomne y maquiavélica que es un hospital público de ciudad grande: la gente visita con cara preocupada a los suyos.

En los hospitales se advierte la verdad fundamental del tiempo: la vida humana es un fenómeno de padres e hijos: Padres vencidos, dolientes, a quienes los hijos visitan; hijos que acaban de ser padres, padres, pues, que visitan nietos.

Nietos que volverán a esos pasillos con un padre moribundo entre los brazos.

En la ciudad se dirimen el infortunio y la voluntad de la muchedumbre: la perseverante destrucción y el más perseverante nacimiento.

Yo amo a la muchedumbre, visceral y atea, erótica y ultrajada, parlanchina y procreadora, la única reina de este comienzo de milenio occidental.
