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22 Jul 2011
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Preguntas y respuestas de menos de 140 caracteres en este hilo.

¿Qué tal, amigos?
¿Todo bien?
¿Eh?
¿Has hecho caca hoy?
 
Menuda forma más ruín de evitar que Bela_Lugosi participe en el hilo.
 
Lebrom, has probado ya las mieles del afeitado clásico?
 
Todos mierdos, mierdos todos










Mejor así.
 
Este tema promete ser relajante y armónico. Voy a ver si aparece el hamijo testigodelcosmos‎ y me abre los chakras.
 
Cierto es que se ha eliminado en primer lugar ese dualismo que opone en lo existente lo interior a lo
exterior. Ya no hay un exterior de lo existente, si se entiende por ello una piel superficial que disimularía a la
mirada la verdadera naturaleza del objeto. Y esta verdadera naturaleza, a su vez, si ha de ser la realidad
secreta de la cosa, que puede ser presentida o supuesta pero jamás alcanzada porque es «interior» al objeto
considerado, tampoco existe. Las apariciones que manifiestan lo existente no son ni interiores ni exteriores:
son equivalentes entre sí, y remiten todas a otras apariciones, sin que ninguna de ellas sea privilegiada. La
fuerza, por ejemplo, no es un conato metafísico y de especie desconocida que se enmascararía tras sus
efectos (aceleraciones, desviaciones, etc.); no es sino el conjunto de estos efectos. Análogamente la corriente
eléctrica no tiene un reverso secreto: no es sino el conjunto de las acciones físico-químicas (eléctricas,
incandescencia de un filamento de carbono, desplazamiento de la aguja del galvanómetro, etc.) que la
manifiestan. Ninguna de estas acciones basta para revelarla. Pero tampoco apunta hacia algo que esté demís
de ella, sino que apunta hacia sí misma y hacia la serie total. Se sigue de ello, evidentemente, que el dualismo
del ser y el aparecer tampoco puede encontrar derecho de ciudadanía en el campo filosófico. La apariencia
remite a la serie total de las apariencias y no a una realidad oculta que habría drenado para sí todo el ser de lo
existente. Y la apariencia, por su parte, no es una manifestación inconsistente de ese ser. Mientras ha podido
creerse en las realidades nouménicas, la apariencia se ha presentado como algo puramente negativo. Era «lo
que no es el ser»; no tenía otro ser que el de la ilusión y el error. Pero este mismo ser era un ser prestado;
consistía en una falsa apariencia, y la máxima dificultad que podía encontrarse era la de mantener con
suficiente cohesión y existencia a la apariencia para que no se reabsorbiera por sí misma en el seno del ser
no-fenoménico. Pero, si nos hemos desprendido de una vez de lo que Nietzsche llamaba «la ilusión de los
trasmundos», y si ya no creemos en el ser-por-detrás-de-la-aparición ésta se torna, al contrario, plena
positividad, y su esencia es un «parecer» que no se opone ya al ser, sino que, al contrario, es su medida.
Pues el ser de un existente es, precisamente, lo que parece. Así llegamos a la idea de fenómeno, tal como
puede encontrarse, por ejemplo, en la «fenomenología» de Husserl o de Heidegger: el fenómeno o lo
relativo-absoluto. Relativo sigue siendo el fenómeno, pues el «aparecer» supone por esencia alguien a quien
aparecer. Pero no tiene la doble relatividad de la Erscheinung kantiana. El fenómeno no indica, como
apuntando por sobre su hombro, un ser verdadero que tendría, él sí, carácter de absoluto. Lo que el fenómeno
es, lo es absolutamente, pues se devela como es. El fenómeno puede ser estudiado y descrito en tanto que tal
pues es totalmente indicativo de sí mismo.
 
Menudo ladrillo, hamijo. Te va a leer tu puta madres!!, Eso yes.
 
Te vas a joder el hígado por borracho cierrabares, hamijo!!
 
III. El cogito «prerreflexivo» y el ser del «percipere»
Quizá se incurra en la tentación de responder que las dificultades antes mencionadas dependen todas de
cierta concepción del ser, de una forma de realismo ontológico enteramente incompatible con la noción misma
de aparición. Lo que mide el ser de la aparición es, en efecto, el hecho de que ella aparece. Y, puesto que
hemos limitado la realidad al fenómeno, podemos decir del fenómeno que es tal como aparece. ¿Por qué no
llevar la idea hasta su límite, diciendo que el ser de la aparición es su aparecer? Esto es, simplemente, una
manera de elegir palabras nuevas para revestir el viejo “esse est pércipi” de Berkeley. En efecto, es lo que
hace Husserl cuando, tras efectuar la reducción fenomenológica, considera al noema como irreal y declara
que su esse es un percipi. No parece que la célebre fórmula de Berkeley pueda satisfacernos. Y ello por dos
razones esenciales, la una referente a la naturaleza del percipi y la otra a la del percipere.
Naturaleza del «percipere» -Si toda metafísica, en efecto, supone una teoría del conocimiento, también
toda teoría del conocimiento supone una metafísica. Esto significa, entre otras cosas, que un idealismo
empeñado en reducir el ser al conocimiento que de él se tiene debería asegurar previamente, de alguna
manera, el ser del conocimiento. Si se comienza, al contrario, por poner al conocimiento como algo dado, sin
preocuparse de fundar su ser, y si se afirma en seguida que «esse est percipi», la totalidad «percepciónpercibido»,
al no estar sostenida por un sólido ser, se derrumba en la nada. Así, el ser del conocimiento no
puede ser medido por el conocimiento: escapa al «percípi»3
. Y así, el ser-fundamento del percipere y del
percipi debe escapar al percipi, debe ser transfenoménico. Volvemos a nuestro punto de partida. Empero,
puede concedérsenos que el percipi remita a un ser que escapa a las leyes de la aparición, pero sosteniendo
a la vez que ese ser transfenoménico es el ser del sujeto. Así, el percipi remitirla al percipiens: lo conocido al
conocimiento, y éste al ser cognoscente en tanto que es, no en tanto que es conocido; es decir, a la
conciencia. Es lo que ha comprendido Husserl, pues si el noema es para él un correlato irreal de la noesis,
que tiene por ley ontológica el percipi, la noesis, al contrario, le aparece como la realidad, cuya principal
característica es darse, a la reflexión que la conoce, como habiendo estado ya ahí antes». Pues la ley de ser
del sujeto cognoscente es ser-consciente. La conciencia no es un modo particular de conocimiento, llamado
sentido interno o conocimiento de sí: es la dimensión de ser transfenoménica del sujeto.
Trataremos de comprender mejor esta dimensión de ser. Decíamos que la conciencia es el ser
cognoscente en tanto que es y no en tanto que conocido. Esto significa que conviene abandonar la primacía
del conocimiento si queremos fundar el conocimiento mismo. Sin duda, la conciencia puede conocer y
conocerse. Pero, en sí misma, es otra cosa que un conocimiento vuelto sobre sí.
Toda conciencia, como lo ha demostrado Husserl, es conciencia de algo. Esto significa que no hay
conciencia que no sea posición de un objeto trascendente, o, si se prefiere, que la conciencia no tiene
«contenido». Es preciso renunciar a esos «datos» neutros que, según el sistema de referencia escogido,
podrían constituirse en «mundo» o, en «lo psíquico». Una mesa no está en la conciencia, ni aun a título de
representación. Una mesa está en el espacio, junto a la ventana, etc. La existencia de la mesa, en efecto, es
un centro de opacidad para la conciencia; sería menester un proceso infinito para inventariar el contenido total

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Es evidente que toda tentativa de reemplazar el «percipere» por otra actitud de la realidad humana resultaría igualmente infructuosa. Si se admitiera que
el ser se revela al hombre en el «hacer», sería también necesario asegurar el ser del hacer fuera de la acción.
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de una cosa. Introducir esta opacidad en la conciencia sería llevar al infinito el inventario que la conciencia
puede hacer de sí misma, convertirla en una cosa y rechazar el cogito. El primer paso de una filosofía ha de
ser, pues, expulsar las cosas de la conciencia y restablecer la verdadera relación entre ésta y el mundo, a
saber, la conciencia como conciencia posicional del mundo. Toda conciencia es posicional en cuanto que se
trasciende para alcanzar un objeto, y se agota en esa posición misma: todo cuanto hay de intención en mi
conciencia actual está dirigido hacia el exterior, hacia la mesa; todas mis actividades judicativas o prácticas,
toda mi afectividad del momento, se trascienden, apuntan a la mesa y en ella se absorben. No toda conciencia
es conocimiento (hay conciencias afectivas, por ejemplo), pero toda conciencia cognoscente no puede ser
conocimiento sino de su objeto.
Con todo, la condición necesaria y suficiente para que una conciencia cognoscente sea conocimiento de su
objeto es que sea conciencia de sí misma como siendo ese conocimiento. Es una condición necesaria: si mi
conciencia no fuera conciencia de ser conciencia de mesa, sería conciencia de esa mesa sin tener conciencia
de serlo, o, si se prefiere, una conciencia ignorante de sí misma, una conciencia inconsciente, lo que es
absurdo. Es una condición suficiente: basta con que tenga yo conciencia de tener conciencia de esta mesa
para que tenga efectivamente conciencia de ella. Esto no basta, por cierto, para permitirme afirmar que esta
mesa existe en si, pero sí que existe Para mí.
¿Qué será esta conciencia de conciencia? Padecemos a tal Punto la ilusión de la primacía del
conocimiento, que estamos prontos a hacer de la conciencia de conciencia una idea ideae a la manera de
Spinoza, es decir, un conocimiento de conocimiento. Alain, para expresar la evidencia de que «saber es tener
conciencia de saber», la tradujo en estos términos: «saber es saber que se sabe». Así habremos definido la
reflexión o sea la conciencia posicional de la conciencia o, mejor aún, el conocimiento de la conciencia. Sería
una conciencia completa y dirigida hacía algo que no es ella, es decir, hacia la conciencia refleja. Se
trascendería, pues; y, como la conciencia posicional del mundo, se agotaría en el apuntar a su objeto. Sólo
que este objeto sería a su vez una conciencia.
No parece que podamos aceptar esta interpretación de la conciencia de conciencia. La reducción de la
conciencia al conocimiento, en efecto, implica introducir en la conciencia la dualidad sujeto-objeto, típica del
conocimiento. Pero, si aceptamos la ley del par cognoscente-conocido, será necesario un tercer término para
que el cognoscente se torne conocido a su vez, y nos encontraremos frente a este dilema: o detenernos en un
término cualquiera de la serie conocido-cognoscente conocido por el cognoscente, etc., y entonces la totalidad
del fenómeno cae en lo desconocido, es decir, nos tropezamos siempre, como término último, con una
reflexión no consciente de sí, o bien, afirmar la necesidad de una regresión al infinito (idea ideae ideae.... etc.),
lo que es absurdo. Así, la necesidad de fundar ontológicamente el conocimiento traería consigo una nueva necesidad:
la de fundarlo epistemológicamente. ¿No será que no hay que introducir la ley del par en la
conciencia? La conciencia de sí no es dualidad. Tiene que ser, si hemos de evitar la regresión al infinito,
relación inmediata y no cognitiva de ella consigo misma.
Por otra parte, la conciencia reflexiva pone como su objeto propio la conciencia refleja: en el acto de
reflexión, emito juicios sobre la conciencia refleja (me avergüenzo o me enorgullezco de ella, la acepto o la
rechazo, etc.). Pero mi conciencia inmediata de percibir no me permite ni juzgar, ni querer, ni avergonzarme.
Ella no conoce mi percepción; no la pone: todo cuanto hay de intención en mi conciencia actual está dirigido
hacia el exterior, hacia el mundo. En cambio, esa conciencia espontánea de mi percepción es constitutiva de
mi conciencia perceptiva. En otros términos, toda conciencia posicional de objeto es a la vez conciencia no
posicional de sí misma. Si cuento los cigarrillos que hay en esta cigarrera, tengo la impresión de descubrir una
propiedad objetiva del grupo de cigarrillos: son aloce. Esta propiedad aparece a mi conciencia como una
propiedad existente en el mundo. Puedo muy bien no tener en absoluto conciencia posicional de contarlos. No
me «conozco en cuanto contante». La prueba está en que los niños capaces de hacer espontáneamente una
suma no pueden explicar luego cómo se las han arreglado: los tests con que Piaget lo ha demostrado
constituyen una excelente refutación de la fórmula de Alain: «saber es saber que se sabe». Y. sin embargo, en
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el momento en que estos cigarrillos se me develan como doce, tengo una conciencia no tética de mi actividad
aditiva. Si se me interroga, en efecto, si se me pregunta: «¿Qué está usted haciendo?», responderé al
instante: «Estoy contando»; y esta respuesta no apunta solamente a la conciencia instantánea que puedo
alcanzar por reflexión, sino a las que han transcurrido sin haber sido objeto de reflexión, a las que quedan
para siempre como irreflexivas en mi pasado inmediato. Así, la reflexión no tiene primacía de ninguna especie
sobre la conciencia refleja: ésta no es revelada a sí misma por aquella. Al contrarío, la conciencia no-reflexiva
hace posible la reflexión: hay un cogito prerreflexivo que es la condición del cogito cartesiano. A la vez, la
conciencia no-tética de contar es la condición misma de mi actividad aditiva. Si fuera de otro modo, ¿cómo
podría ser la adición el tema unificador de mis conciencias? Para que este tema presida a toda una serie de
síntesis de unificaciones y recogniciones, es necesario que esté presente ante sí mismo, no como una cosa,
sino como una intención operatoria que no puede existir más que como «revelante-revelada», para emplear
una expresión de Heidegger. Así, para contar, es menester tener conciencia de contar.
Sin duda, se dirá; pero hay un círculo. Pues ¿no es necesario que contemos de hecho para que podamos
tener conciencia de contar? Es verdad. Empero, no hay círculo; o, si se quiere, la naturaleza misma de la
conciencia es existir «en círculo». Lo cual puede expresarse en estos términos: toda existencia consciente
existe como conciencia de existir.
Comprendemos ahora por qué la conciencia primera de conciencia no es posicional: se identifica con la
conciencia de la que es conciencia. Se determina a la vez como conciencia de percibir y como percepción. Las
necesidades de la sintaxis nos han obligado hasta ahora a hablar de «conciencia no posicional de sí». Pero no
podemos seguir usando esta expresión, en que el «de sí» suscita aún la idea de conocimiento. (En adelante,
pondremos entre paréntesis el «de», para indicar que responde sólo a una constricción gramatical).
Esta conciencia (de) sí no debe ser considerada como una nueva conciencia, sino como el único modo de
existencia posible para una conciencia de algo. Así como un objeto extenso está constreñido a existir según
las tres dimensiones, así también una intención, un placer, un dolor no Podrían existir sino como conciencia
inmediata (de) sí mismos. El ser de la intención no puede ser sino conciencia; de lo contrario, la intención
sería cosa en la conciencia. Así, pues, esto no ha de entenderse como si alguna causa exterior (una
perturbación orgánica, un impulso inconsciente, otra erlebnlí) pudiera determinar la producción de un
acontecimiento psíquico -un placer, Por ejemplo-, y este acontecimiento así determinado en su estructura
material tuviera, por otra parte, que producirse como conciencia (de) sí. Ello sería hacer de la conciencia
no-tética una cualidad de la conciencia posicional (en el sentido en que la percepción, conciencia posicional de
esta mesa, tendría por añadidura la cualidad de conciencia (de) sí), y recaer así en la ilusión de la primacía
teórica del conocimiento. Sería, además, hacer del acontecimiento psíquico una cosa y calificarlo de consciente,
como, por ejemplo, pudiera calificarse de rosado este papel secante. El placer no puede distinguirse -ni
aun lógicamente- de la conciencia de placer. La conciencia (de) placer es constitutiva del placer, como el
modo mismo de su existencia, como la materia de que está hecho y no como una forma que se impondría con
posterioridad a una materia hedonista. El placer no puede existir «antes» de la conciencia de placer, ni aun en
la forma de virtualidad o de potencia. Un placer en potencia no podría existir sino como conciencia (de) ser en
potencia; no hay virtualidades de conciencia sino como conciencia de virtualidades.
Recíprocamente, como lo señalábamos poco antes, ha de evitarse definir el placer por la conciencia que
de él tengo. Sería caer en un idealismo de la conciencia que nos devolvería, por rodeos, a la primacía del
conocimiento. El placer no debe desvanecerse tras la conciencia que tiene (de) sí mismo; no es una
representación, sino un acontecimiento concreto, pleno y absoluto. No es una cualidad de la conciencia (de)
sí, en mayor medida que la conciencia (de) sí es una cualidad del placer. Tampoco hay antes una conciencia
que recibiría después la afección «placer» a la manera en que se colorea un agua, así como no habría antes
un «placer» (inconsciente o psicológico) que recibiría después la cualidad de consciente, a modo de un haz de
luz. Hay un ser indivisible, indisoluble; no una sustancia que soportaría sus cualidades como seres de menor
grado, sino un ser que es existencia de parte a parte. El placer es el ser de la conciencia (de) sí y la
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conciencia (de) sí es la ley de ser del placer. Es lo que muy bien expresa Heidegger cuando escribe
(hablando, a decir verdad, del Dasein y no de la conciencia): «El "cómo" (essentia) de este ser debe, en la
medida en que es posible en general hablar de ser concebido a partir de su ser (existentia)». Esto significa
que la conciencia no se produce como ejemplar singular de una posibilidad abstracta, sino que, surgiendo en
el seno del ser, crea y sostiene su esencia, es decir, la organización4
sintética de sus posibilidades.
 
♪ioputa♫ el pana Cáncer. Es el cosmólogo ese. Dieses. K:lol:rma i penis.
 
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