Libros Lluvia en Medianoche

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Argail

"Suicida" con rególver de bolitas de anís
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9 Nov 2009
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Antes de comenzar me gustaría dar las gracias, ya no solo por leerme y echarme una mano en el proyecto en el que llevo embarcado más de un par de años, sino por que, aunque esta idea de ir publicando poco a poco la novela aquí la tuve hace tiempo y un forero de esta casa me disuadió de ello alegando que este sitio no era el mejor lugar para ello. Me he dado cuenta de que este amigo estaba equivocado y para terminar con esta introducción diré que, si debo encuadrar en un género el manuscrito yo lo encuadraría en fantasía urbana distópica. Por supuesto hay sitio para el Lol y no me tomaré en absoluto a mal el cachondeo que un neonato en esto de las letras pueda producir. Sin más preámbulos.

CAPITULO PRIMERO

El dormitorio estaba en silencio; una fría luz de luna se colaba muda alumbrando una cama de matrimonio deshecha. En un rincón entre unas viejas cortinas y un armario se agitaba nervioso un niño pequeño. Su pelo, espeso y pajizo se pegaba a su nuca húmeda y caliente. Estaba sollozando y se frotaba los ojos de manera compulsiva. Sentado en el suelo con las pequeñas piernas colocadas en un extraño ángulo emitía de manera intermitente pequeños gemidos apenas audibles, y, en su tierna cabeza aturdida por la alta fiebre, se sucedían de manera vertiginosa pensamientos con olor a pesadilla, rápidos y confusos coloreados de rojo y negro, cortantes, luminosos.



Apartó los puños de sus mejillas dejando un cerco rojo en su piel y parpadeó deprisa para constatar una vez más la multitud de pequeñas presencias que sobrevolaban la fría habitación. El niño, que no tendría más de tres años no se sorprendió con el espectáculo visual que se desplegaba ante él. Lo cierto es que estaba acostumbrado a ver aquellas extrañas estructuras de colores estridentes y formas afiladas contrastando con la suavidad de los tonos pastel de las paredes; la fiebre solo le hacía más consciente de esos entes extraños y que él había aprendido a ignorar. Si lloraba era porque se sentía mal.



Intentó gatear hacia la cama aunque sabía que era demasiado alta para él pero las nauseas le hicieron parar en seco, su pelo húmedo y sudoroso apuntó hacia el suelo y sus espesas pestañas se mojaron con rapidez con lagrimas de angustia y frustración. Respiraba de manera entrecortada y un lejano pitido comenzó a taladrar su oído izquierdo convirtiendo la experiencia conjunta en algo inaguantable. A pesar de su corta edad era consciente de que estaba solo. Papá y mamá se habían marchado hacía demasiado tiempo y aunque eso no era extraño estaba acostumbrado a estar solo. Realmente eso no le preocupaba, pero si aquel estado extraño de frio angustioso y mareante. Consiguió llegar al borde de la enorme cama de matrimonio y con gran esfuerzo y tambaleante se puso en pie dejando descansar su cabeza en la fría y mullida colcha que Olía a mamá.



Tras unos minutos en esa posición y sintiéndose algo más recuperado alzo de nuevo la cabeza, lo que contempló lo dejo boquiabierto. Las extrañas criaturas -por llamarlas de algún modo- se arremolinaban rodeándolo, nunca las había visto flotando tan cerca del suelo, casi siempre las veía como manchas de luces en la retina a la altura del techo moviéndose como peces en un acuario y aquella noche las tenía tan cerca que casi podía tocarlas. Por un momento se olvidó de su malestar y maravillado giró sobre sí mismo para intentar rozar una de ellas pero una oleada de angustia y nauseas recorrió su cuerpo y se dio cuenta de lo débil y enfermo que se encontraba y de nuevo apoyó la cara contra la cama llorando en silencio. Al final, el cansancio le fue venciendo poco a poco mezclando de nuevo fiebre y agitados sueños.



“Aday”… —Aday— El sonido de su nombre le obligó a abrir los ojos. Estaba sentado en una incómoda silla de hospital, miró sus vaqueros de un azul oscuro desgastado y sus antebrazos apoyados en sus rodillas, inconscientemente su mirada se centro en las cicatrices de su mano y brazo izquierdos que el vello apenas lograba disimular; “heridas de guerra” las llamaba él cuando los curiosos le preguntaban. Pero alguien más observador quizá hubiera reparado en la extraña coincidencia en la longitud de las heridas y su reparto proporcionado en un intento de dar sentido a ese caos. —Aday— repitió de nuevo la voz de mujer. Este alzó la vista para mirar a la ceñuda doctora que lo observaba preocupada al otro lado de la mesa. Sonrió con familiaridad a aquella mujer de rostro y marcado acento sudamericano que tanto conocía.



— ¿Te he contado alguna vez que de niño veía “luces”? —dijo Aday

—Te preguntaba por la universidad, ¿Luces dices? —contestó la mujer entornando los ojos.

—No sé, “luces extrañas”, parecían estar vivas—

— ¿Vivas? ¿Crees que tuviste una especie de experiencia mística?— La doctora lo miraba interesada.

—Lo cierto es que de niño las veía a menudo. Y no, no digo que fueran experiencias místicas, no sé bien que eran aquellas luces. Solo sé que un día deje de verlas siendo adolescente—. concluyó serio.

La doctora lo miraba dubitativa. —Los niños tienen mucha imaginación además los recuerdos son engañosos como bien sabrás—

—Sí, eso es cierto, pero también leí que los niños pequeños resultan más receptivos y abiertos a percibir… presencias—

-Volvemos entonces al misticismo, ¿Crees que eran fruto de tu imaginación? ¿Te asustaban aquellas cosas?

Aday torció el gesto un instante y continuó —Esas cosas, entes, seres o lo que fueran los veía a menudo. Nunca sentí miedo en su presencia más bien lo contrario.

—Nunca me habías contado nada sobre esto —dijo la mujer con cara seria.

—No creí que fuera importante, pensé que era algo común en niños pequeños

— ¿Lo que me acabas de contar? Pues no, en mi experiencia te diré que esas experiencias no son comunes a ninguna edad- La doctora calló un momento y pensativa dijo- ¿Qué significa esto para ti? ¿Qué sentimientos te trae ese recuerdo?

Aday cerró los ojos unos instantes y concluyó —Supongo que me traen buenos recuerdos, sentía su presencia, de algún modo estaban vivos y me daban paz — La luz del sol de mediodía entraba con fuerza en la pequeña sala blanca deslumbrando por momentos a Aday que basculaba en la silla evitando el reflejo en la mesa como buenamente podía. María, su psicóloga, lo miraba curiosa esperando a que continuase. Al verle cerrarse de pronto continuó:

— ¿Te gusta la parapsicología?

—No, en realidad no

—Entonces, ¿por qué me contaste esto hoy? Preguntó María en voz baja.

—Solo… tan solo me acordé, nada más, ¿es importante?

— ¿Te preocupa el tema?

—No

—Entonces no veo problema —dijo la mujer sonriente.



El pabellón de salud mental era el último de la primera planta del enorme hospital provincial. Aday salió de la consulta de su psicóloga como siempre, algo aturdido y melancólico y avanzó por el estrecho pasillo de color blanco esquivando las sillas colocadas en el lateral y evitando mirar a otros pacientes. No quería saludar ni ser saludado por nadie, odiaba aquel lugar a pesar de su pátina luminosa y pulcra lleno de sonrisas piadosas y falsas esperanzas. Un día pensó en pararse delante de todo el mundo y gritar “¿No veis que aquí no se cura nadie?, somos solo locos socialmente aceptados, suficientemente cuerdos o lo bastante mansos para vivir en esta pantomima que solemos llamar sociedad moderna”. Pero claro, entonces ya no sería manso, ni lo bastante cuerdo o lo bastante hipócrita.



Abrió la pesada puerta y sintió el aire fresco de la mañana invernal, a veces pensaba que la puerta era tan gruesa para evitar que los “locos” escapasen de allí o que alguien entrase por equivocación, esos pensamientos eran los que le hacían dudar de su estado mental aunque, ¿No habían dicho siempre que los dementes no eran conscientes de su locura? “Eres demasiado rumiativo”, le decía María, y seguramente llevaba razón pero no podía evitarlo, ¿Cómo se apaga el cerebro? ¿Cómo se detienen los pensamientos por negativos que estos sean?

Cuando se dio cuenta estaba frente a la parada del autobús número uno. Llegaba tarde a clase, para variar, pero había bastante gente esperando el transporte, lo que quería decir que no tardaría en aparecer.

El viaje en autobús le relajó un poco, era curioso como los peatones rara vez fijaban su atención en los transportes públicos lo cual le daba a veces la vergonzosa impresión de estar observando a personas sin su consentimiento. Tanto si iba de pie como sentado era como mirar desde una pecera móvil la ciudad pasar bajo sus pies. La vibración y cadencia del motor del vehículo ejercían un efecto sedante en él, lamentaba llegar a su destino la mayoría de las veces.



Las clases habían empezado hacía meses y aunque Administración y Dirección de Empresas era la carrera que Aday había elegido no le motivaba en absoluto, de hecho, de un tiempo a esta parte nada le apasionaba ni despertaba su atención lo suficiente como para emocionarle. Apenas tenía unos pocos conocidos en la universidad y se habían cansado hace tiempo de invitarle a salir por ahí debido a sus constantes negativas. Lo único que le salvaba del eterno encierro en su casa era su novia Rosa.

Aday, tras un día de clases y prácticas, la esperaba con la carpeta de apuntes en la mano al pie de las escaleras que unían la calle con la urbanización en la que ella vivía. Era de noche y al tratarse de viviendas recién construidas, unifamiliares en su mayoría, se encontraba casi en las afueras de la pequeña ciudad y, la zona, no era de las más seguras.



Rosa, tenía la costumbre de hacerle esperar diez o quince minutos en los cuales Aday observaba los grafitis que adornaban los suelos y paredes de piedra grisácea del alto muro que conectaba la calle con la vieja estación de autobuses en la cual dormían los enormes vehículos tras su ajetreado día en la urbe. El silencio del lugar solo roto por el silbido del viento y el lejano ladrido de algún perro era habitual a esas horas lo cual parecía aumentar la sensación de frio.

Aday escuchó un taconeo a lo lejos y sonrió al reconocer su familiar cadencia. A los pocos segundos una muchacha de cabellos rubios semirizados rostro redondo y ojos negros se asomó a la barandilla que rodeaba la escalera luciendo una gran sonrisa.

—¿Llevas mucho esperando? —pregunto con fingida cara de pena.

—Un rato. Como siempre, ¿bajas? —respondió impaciente Aday. La chica desapareció un segundo para reaparecer bajando los escalones con rapidez a pesar de los tacones, al llegar a su lado le saludo con un rápido beso en los labios y se agarró a su brazo.

—Demos un paseo, ¿Qué tal te fue en salud mental?

El chico suspiro melancólicamente y contestó —bien, supongo —Rosa alzo sus ojos negros en un gesto cargado de ternura y comento en voz baja.

— ¿Algún avance? —Tras unos segundos Aday le contó lo que había recordado de su infancia en la consulta de la doctora. La chica lo miró con curiosidad y pregunto sorprendida.

— ¿En serio? Qué extraño es eso. ¿Los veías a menudo?

—Bastante. Tengo algunos recuerdos de ellos, aunque quizá fuese mi imaginación…

—Podría ser —dijo ella ladeando un poco la cabeza — ¿Has empezado a hablarle de tus padres? —

—Mis padres... —musitó el muchacho. —Le he contado algo, lo más importante supongo. — Aday sintió como Rosa apretaba su cuerpo al suyo acariciándole el brazo con delicadeza.

—Bueno, no hay prisa, lo importante es que te sientas seguro y bien. — Avanzaron por el enorme parque al que habían llegado caminando lentamente desde la estación de autobuses y a la luz de farolas negras de luz blanca se sentaron en silencio en un banco de piedra sin respaldo. Rosa se colocó con las piernas cruzadas encarada hacia Aday y al verlo algo ensimismado hundió su dedo índice en la mejilla de su novio que apenas reaccionó.

—¿Qué piensas?— le dijo casi al oído. Aday giro la cabeza y sus ojos de color gris se cruzaron con los de ella. Dudó unos instantes y respondió.

—No es nada. Nada importante, quiero decir. —Sus últimas palabras fueron silenciadas por un viento que inundó el paseo de losas plomizas, alborotó el cabello pajizo de ambos y agitó las semidesnudas ramas de los arboles de color ceniza arrastrando las ultimas hojas en pequeños remolinos. No hacía buen tiempo, desde luego, pero ni Rosa ni Aday sentían frio, solo el calor de sus cuerpos hormigueando su piel. Comenzó a llover. Sin decir palabra la pareja se puso en pie y se perdió abrazada entre los arboles de un intrincado jardín del solitario parque.









Tras una corta cita Aday se despidió de Rosa con un beso y se encaminó hacia casa con paso lento, sin prisa, nunca había prisa cuando se trataba de regresar a casa. No dudaba de las buenas intenciones de su novia, sabía que le quería; precisamente por ello no quería preocupar a Rosa con sus vaivenes emocionales. Si algo había aprendido en los años que llevaba enfermo es que siempre se podía estar mejor y peor, no era necesario transmitir su negatividad a una de las pocas personas a las que parecía importarle. La lluvia caía fría sobre la acera y en la calzada se empezaban a formar los primeros charcos.

Aday andaba por la parte cubierta del enlosado aunque el viento lo mojaba a menudo lanzándole agua gélida por todo el cuerpo. Sonreía. Normalmente le gente odiaba estos días, sin embargo, a él le encantaban, la noche, el frió, la lluvia, el olor a tierra mojada, la soledad… no tenía ganas de llegar a casa… lamentablemente al girar la esquina divisó a lo lejos su portal de mármol negro y puerta acristalada con motivos en dorado. Cualquiera diría que era un buen lugar ¿Por qué no iba a serlo? Sintió como su ánimo se ensombrecía a medida que se acercaba y sus pies se volvían pesados lastres ante el inevitable retorno a su infierno particular.



Lo primero que vio al entrar fue la televisión del salón encendida. No era una mala señal. Una cabeza blanca y peluda asomo por detrás de la puerta y con las orejas gachas su perra Len se acercó moviendo tímidamente la cola. Aday no pudo evitar sonreír al rozar su mano por el lomo del animal tras lo cual entró en el salón con paso decidido. Su hermana lo miraba desde su nueva silla de ruedas con ojos cansados. La habitación estaba torpemente iluminada con varias lámparas en un intento de simular luz diurna; solo se trataba de una costumbre más de su hermana mayor para mantener una falsa ilusión de luminosidad en el denso ambiente que impregnaba la casa.

Aday se acerco despacio y la beso en su cabeza de liso cabello castaño con ternura. En ese momento su padre salió en de su despacho y lo miró un instante. Parecía mentira que a su edad siguiera portando aquel aire autoritario y frío de siempre, Aday sintió que los viejos recuerdos de miedos pasados no parecían disiparse con el tiempo. Segundos después, su padre, se giró sin mediar palabra cerrando la puerta tras de sí. El muchacho suspiro y después miró a su hermana con una sonrisa sincera.



– ¿Dónde está mamá? –preguntó con voz grave. Ella encogió los hombros y negó con la cabeza. Desde el “incidente” su hermana apenas hablaba, no era solo que le molestasen aun las cuerdas vocales por la traqueotomía que le habían realizado, no. Aday estaba seguro que los meses que había pasado recuperándose en el centro de parapléjicos de Toledo habían dejado en ella una dura huella. Recordaba cuando la vio al llegar a la UVI tumbada en la cama con los ojos vidriosos, el rostro demacrado y hundido, pálida y enchufada a varias maquinas que la mantenían con vida. En aquellos momentos la morfina actuaba en ella y afortunadamente no recordaba nada del dolor, de las interminables intervenciones a las que fue sometida, del padecimiento psicológico que sufrió, pero él sí; sabía que nunca volvería a ser la misma. Solo quería que su vida fuera, a pesar de sus limitaciones, lo más llevadera posible.

Aday miraba con ternura a Diana cuando su madre entró en el salón y se dejó caer en un balancín que a fuerza de usarlo y quemarlo inintencionadamente con sus eternos cigarrillos había hecho suyo. Se acercó a ella con un nudo en la garganta y al verla con los ojos cerrados presionó con su mano su huesuda rodilla, su madre abrió los ojos y le dirigió una narcótica mirada mientras se ajustaba el implante metálico a su cabeza y el micrófono del oído.



—Te traje lo que me pediste —dijo Aday vocalizando al máximo para que su madre pudiera leerle los labios a la vez que le mostraba una bolsa de la farmacia que ella cogió rápidamente, el chico dejó escapar un soplido burlón, "Si, como si aquello fuera un gran secreto". La mujer tras guardarse la bolsa en el bolsillo volvió a cerrar los ojos recostando la cabeza con brusquedad en el balancín. El muchacho giro la cabeza hacia su hermana que lo miraba con gesto dubitativo y se encogió de hombros. Estaba demasiado agotado para intentar animar a su pobre hermana y se retiró sin cenar a su habitación. En el pasillo encontró de nuevo, temblorosa, a su perra, era dulce y miedosa una mezcla interesante de Alaska y perro lobo, lo que le daba cierto aspecto fiero en ocasiones. Aday siempre pensaba que era una pena que una perra de esa apariencia fuera tan asustadiza y dependiente.



Finalmente entró en su habitación. Se encontraba parcialmente iluminada por la luna y encontró con facilidad el interruptor de su mesita de noche. La potente luz blanca de la bombilla azul se derramo por toda la estancia dándole un aspecto limpio a su pequeño refugio, a su pequeña prisión. Se cambió de ropa ágilmente quedando con unos viejos pantalones grises de chándal y su pálido torso desnudo, y así, se metió en la cama antes de que el frío le calase los huesos. Las sabanas le acogieron de inmediato calmando un ligero temblor en su cuerpo, “pronto entraré en calor” pensó. El reloj despertador marcaba las 22:15,- mmm… demasiado pronto para dormir- pensó. Se estiró para alcanzar un libro que llevaba meses intentando acabar cuando sonó su móvil. Era Rosa.

Esbozó una sonrisa mientras contestaba porque, aunque era muy común que ella lo llamase antes de dormir, Aday, disfrutaba de todas las atenciones que su novia le proporcionaba. Charlaron, de nuevo, un rato sobre el día, las clases y cualquier cosa que mantuviese ocupada la mente de ambos. Él siempre intentaba desviar los temas relacionados con su familia pero al final acababa sucumbiendo a su empática novia y se desahogaba sintiéndose a menudo culpable y algo avergonzado por mostrar esa faceta suya tan negativa. Rosa siempre sabía como hacerle sentir cómodo y comprendido pero Aday temía que tantos problemas acabasen por afectar a la relación.

Sabía por experiencia que su novia no se asustaba fácilmente aunque intentaba decirle solo lo necesario sin entrar en detalles escabrosos o excesivamente morbosos si ella no insistía. Tras media hora de charla en la que Aday pudo alejarse un poco de sus problemas Rosa le indico a su pareja lo tarde que era y le pidió que se despidiera, ya que ella odiaba despedirse. El chico obedeció sonriendo y aun después de oír el chasquido del final de llamada se permitió unos segundos más a solas con sus pensamientos.
 
CAPITULO 2

El sol ya entraba por las ventanas dando cierta calidez y color a la casa. Aday despertó lentamente y se quedó unos instantes disfrutando de la calma que se respiraba en la vivienda. Era sábado, no tenía por qué ir a entrenar pero le apetecía sudar y desfogar un rato. Se vistió con un chándal y cogió su bolsa de deporte donde guardaba toda su equipación.

El aire parecía más limpio y ligero fuera de su casa, el día emanaba luz, frío y pureza. Aday, con la bolsa de deporte colgada del hombro andaba hacia su gimnasio con paso rápido. El recinto se encontraba en las afueras de la ciudad y se tardaba una media hora en llegar pero el muchacho ya tenía automatizada la ruta y apenas notaba aquel inconveniente.

La sala de entrenamiento estaba situada en una antigua nave industrial, bastante amplia y luminosa. Desde la misma puerta de entrada se podían ver los aparatos y pesas para musculación de color azul y blanco y a lo lejos el nuevo ring profesional. Aday entró y saludó al monitor que estaba por la mañana, un antiguo ex culturista con el que tenía un trato muy cordial; entró en el vestuario y se cambió de ropa. Al tratarse de un sábado por la mañana el gimnasio estaba vacío. El chico calentó un poco mientras charlaba de temas insustanciales con el aburrido monitor para poco después vendarse mecánicamente ambas manos y ponerse los guantes. Su pulso estaba algo acelerado por el calentamiento y hacía un rato que había empezado a sudar se acercó al grupo de sacos pesados que colgaban en un lateral de la sala y escogió uno, el más largo. Tras casi una hora de duro entreno en el cual incluyó algo de pesas se fue a la ducha, a la salida le esperaba Rosa.

Aday la miró francamente sorprendido. Llevaba puestos unos pantalones beige, una chaqueta vaquera y unas gafas de sol que le hacían parecer unos años más joven. El pelo rubio suelto, como a él le gustaba.





—Hola, guapo —saludó sonriendo. —¿Sorprendido?

—Sí, ¿Cómo sabias que estaba entrenando? —contestó con una media sonrisa.

—No estabas en casa así que hice averiguaciones.

—¿Fuiste a mi casa? —preguntó Aday algo incomodo pero Rosa negó rápidamente con la cabeza

—Llamé a tu móvil y, como lo dejaste en casa, lo cogió tu hermana, me dijo que estarías aquí —contestó suspirando al final. —Ya sé que no te gusta que vaya a tu casa. —Su mirada reflejaba tristeza y frustración.

—Sabes que lo hago por ti, no quiero que te mezcles con ellos. —dijo mientras la acercaba a su pecho. —No me importa que hables con mi hermana, es más, me gusta. Pero no con mis padres.

—Lo sé, lo sé —respondió. —Vamos —dijo señalando el coche con la barbilla. Aday se despidió con la mano del monitor y caminó junto a Rosa hasta su coche, dejó la bolsa de deporte en la parte de atrás y se acomodó en el asiento del copiloto sintiendo de pronto todo el cansancio acumulado. La puerta del conductor se abrió y la muchacha se sentó quitándose las gafas de sol, miró a Aday y le acarició el cabello aun húmedo del agua con suavidad. Este permaneció con la mirada perdida y el rostro inexpresivo.

—Eh, ¿donde estas?— Le susurró ella acercándose a su oído.

—Estoy aquí. —respondió el muchacho sin variar un ápice su rostro. Lo que Aday no pudo ver fueron los brumosos ojos de Rosa antes de retirarse rápidamente y encender el motor del coche con premura.



El trayecto le ofreció a Rosa la oportunidad de pensar en el estado de ánimo de su novio y preocuparse al ver que día tras día iba empeorando. Los sucesos se habían precipitado en el último año desde que Diana se lanzó al vacío desde un quinto piso. Lo veía cada vez peor, poco a poco se estaba hundiendo y se sentía impotente al no poder hacer nada para evitarlo. Cuando lo conoció no era así, era un chico melancólico con algunos problemas en casa pero poco más. El tema de Diana lo había destrozado, había activado algo en su cabeza o quizá fue la gota que colmó el vaso. Lo cierto es que estaba cada vez peor y tenía miedo de que Aday pensase imitar a su hermana. Nunca había hablado de la muerte, era un tema que sabia esquivar con astucia, aunque eso ocurría con demasiados temas últimamente como sus cambiantes estados de ánimo o su situación familiar.

De pronto una idea se abrió paso en la mente de Rosa y se le escapó una sonrisa. Condujo callejeando y pensando a la vez en cómo llevar a cabo su plan pero cuando quiso darse cuenta ya se encontraba al lado de uno de los parques más alejados del centro de la localidad. A su izquierda tras una alta verja de hierro forjado se atisbaban arboles jóvenes, césped y un lago artificial de agua algo sucia con un ligero olor salado. La calle estaba prácticamente desierta y Rosa aparcó el coche con comodidad dejándolo cerca de un muro alto al que solo los arboles más altos lograban asomarse. Echó el freno de mano y movió hacia atrás el asiento del copiloto dejando a Aday estupefacto y mirando al techo del coche.

El chico la miró esperando explicaciones y ella le respondió guiñándole el ojo, apartando la bolsa de deporte y colocándose encima de su regazo abrazándole el cuello. Aday miro a su novia fijamente a los ojos, ella se acercó y lo beso muy suavemente en los labios rozó su nariz con la suya y lo besó de nuevo. Cuando Rosa lo fue a probar una tercera vez el la apartó con delicadeza —He estado dándole al saco— se disculpo el joven agachando la cabeza un poco, ella con una sonrisa socarrona le alzó la barbilla con la mano y lo intentó de nuevo diciendo —Se nota, hueles a ganador— pero Aday se zafó de nuevo —Mi hermana. Mi hermana nos está esperando ¿recuerdas? Lo siento yo… pero ella le ahorro la explicación —No te preocupes, ya estoy acostumbrada —dijo suspirando. Aday se sintió tremendamente culpable por no poder complacer a la chica que tanto quería. Deseaba decirle que le encantaba hacerlo con ella, pero que con la ultima medicación tenia la libido muy baja y también “otros problemas”. Quería explicarle que no había nada de malo en ella, era perfecta, todo lo que un chico de veinte años podía soñar, que esa actitud tan esquiva era solo temporal… pero no dijo nada. Solo la miró mudo mientras arrancaba de nuevo el coche y ponía rumbo al centro de la ciudad.



Cuando llegaron a casa de Aday, Daniel, su padre, los esperaba. Vestido con unos chinos y un jersey azul marino bajó la rampa de la entrada empujando la silla de ruedas en la que iba Diana, la cual, saludó a Rosa con una mano y una sonrisa. Rosa le devolvió el saludo y abrió el maletero. Aday salió a la calzada donde ya esperaban detrás dos coches y con la ayuda de su padre sin siquiera mirarse entre ellos metieron a Diana en el asiento de atrás y después su silla en el maletero.

Cuatro coches esperaban detrás del de Rosa, Aday se había ausentado de la realidad una vez más. Giró la cabeza sorprendido y subió al vehículo con rapidez. El muchacho se ofreció a conducir para que Rosa y Diana pudieran hablar tranquilamente. No era un trayecto largo hasta la clínica de fisioterapia pero la hora era conflictiva y de bastante tráfico, además, le gustaba ver lo bien que se llevaban su hermana y su novia. Acomodó a su altura el asiento y los espejos y arrancó dándose toda la prisa que pudo.

Mientras el joven luchaba con un torrente de coches y motos escuchaba sonriendo la jovial y tímida charla de chicas que mantenían su hermana y Rosa, hablando en ocasiones, de él como si no estuviera, lo cual, provocaba que se escapasen pequeñas carcajadas de los labios del joven. El atasco, que se había formado en una de las estrechas vías que conducían a la clínica, no parecía hacer mella en Aday que realmente disfrutaba oyendo como las chicas se contaban los últimos cotilleos del programa de televisión de moda o cuando comentaban los vídeos musicales más destacados del momento. Diana a pesar de tener cuatro años más que Rosa era algo infantil y las personalidades de ambas chicas congeniaban a la perfección. Aday realmente disfrutaba de esos pequeños momentos y los atesoraba como piedras preciosas, por unos pocos minutos se sentía una persona normal.

Tras varios minutos en los que el rio multicolor de vehículos parecía no avanzar salieron a la circunvalación principal de la ciudad donde al fin Aday aceleró mirando de soslayo el reloj del salpicadero para constatar que, efectivamente, llegaban tarde.

Entonces comenzó. Como tantas veces solo que mucho más rápido que de costumbre una intensa emoción en el pecho le hizo botar en el asiento. Esta aumentó hasta convertirse en angustia que a su vez incrementó los latidos del corazón y un rápido sudor frio irrumpió en su cara. Sus pensamientos se tornaron confusos y frenéticos mientras la angustia se hacía tan intensa que casi dolía; todo inundado con la certeza de que iba a morir y todo ocurrió en apenas unos segundos. Se desvió hacia la derecha con la visión regada de luces y puntos cegadores pero sus miembros adormecidos por el trance no reaccionaron a tiempo, apenas sintió nada después.



Aday volvió a la realidad confuso y extrañamente despierto. El coche estaba quieto y ladeado. La luna delantera, rota y agrietada por el lado derecho, apenas le dejaba ver lo que tenía delante. A medida que fue tomando conciencia de la situación comenzó a sentir una fuerte tensión en la cabeza y la movió como pudo hacia la derecha. Rosa no estaba, pero por el retrovisor central del vehículo vio a Diana colgada de su cinturón de seguridad, estaba inconsciente. Recordó que Rosa se había quitado el cinturón para girarse a poder hablar con Diana. Entonces divisó una figura tendida en la calzada. Varias personas se acercaban corriendo hacia ella, la luna destrozada tenía manchas rojas en los bordes. La figura tendida en la acera mostraba una posición antinatural, un brazo torcido demasiado cerca de la espalda, una pierna más larga que la otra. Aday intentó salir del coche para ir en ayuda de su novia, pero no podía moverse, “el cinturón”, pensó, pero no. Estaba paralizado. Entonces un hombre se acercó a su ventana y abrió la puerta mientras lo miraba con cara de preocupación. Aday pensó aterrado en lo que estaría viendo aquel tipo para poner esa cara y entonces cuando comenzaba a escuchar lo que le decía todo se esfumó.



La habitación que Aday tenía ante sus ojos, era amplia y luminosa. De altas paredes blancas que olían a pintura y puertas de color marrón. Muy despejada y escasa en muebles. Estaba acostado bocarriba, arropado hasta las axilas con ambos brazos por fuera de las sabanas y con una vía conectada a su mano. Toda la luz entraba por una amplia ventana situada en la pared izquierda que se encontraba firmemente cerrada. El murmullo de un lugar público en plena mañana, el olor aséptico y penetrante típico de un hospital. A pesar de aquellas pistas tardó un rato en reparar en el pitido intermitente de alguna maquina situada cerca de la cabecera de su cama y otro sonido mecánico muy rítmico y acompasado como una respiración lenta, pausada.

Quiso incorporarse para ver mejor aquellos aparatos pero sus miembros no le respondieron, no movió ni un solo musculo de su cuerpo. Aday comenzó a sentir que le faltaba el aire y a tener la extraña certeza de que llevaba más tiempo del que creía en esa habitación. Los recuerdos del accidente se evaporaban con solo rozarlos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para rememorar los acontecimientos posteriores. Aunque, realmente, lo único en que podía pensar era en que no se podía mover. No sentía nada. Ni el roce de la sabana, ni el calor de la manta, ni el dolor de la aguja que perforaba su mano. Tan solo la fría almohada bajo su cabeza y una opresión asfixiante en la boca del estomago que parecía querer ahogarlo.

La habitación le daba vueltas y sentía nauseas. Esperaba que en cualquier momento su cerebro lo rescatase de sí mismo con alguna mentira piadosa, una explicación improbable... algo que aliviase. Sin embargo sabía que había tenido un accidente y que su hermana y su novia, como poco, estaban heridas. Su mente lo asimiló con brutal rapidez, engulló la realidad como un agujero negro dejándolo vacío, insensible como lo estaba su cuerpo, se sentía transparente, congelado en el tiempo.



Acudieron a su cabeza las imágenes fugaces de su hermana colgando del cinturón y del cuerpo desmadejado y roto de Rosa tirado en la calzada, inmóvil y ensangrentado. Nunca había sido religioso pero rogó a Dios, si es que existía, que ambas estuvieran vivas. Rememoró los momentos anteriores al accidente, la animada charla de sus dos chicas y, como se hubiese abierto la caja de pandora, su cerebro le acribilló con recuerdos de su tímida y dulce hermana, de su cariñosa y atenta novia y sintió un calor húmedo corriendo de sus mejillas, mojando sus orejas y calando la almohada. Nunca fue una persona con predisposición al llanto, tan solo no halló ningún motivo para impedir a las lagrimas surcar su cara hasta la cama. Fue algo natural y fluido, perfecto en su tristeza. No lloraba por él pero si por el incierto destino de Rosa y Diana.



Las lagrimas de su cara y su almohada ya estaban frías y secas cuando intentó llamar a gritos al personal del hospital, pero sólo salió un gemido de sus cuerdas vocales. Tenía un tubo metido en la garganta. La situación se tornó claustrofóbica, agito frenéticamente la cabeza intentando conseguir una reacción corporal, un giro, un grito, lo que fuera. Sollozó de pura desesperación, rabia, impotencia, pánico y entonces, en ese momento como si alguien le hubiera leído el pensamiento entró una enfermera. Una chica sencilla, con el rostro redondo y ojos marrones y sonrientes. Se acercó rápidamente preocupada y llamó a un médico. Aday sintió un cierto alivio que por algún motivo consideró absurdo pero a pesar de ello no dejó de mirar los ojos castaños de la chica hasta que llegó el doctor. Este examinó los soportes vitales, le hizo un rápido reconocimiento a Aday y señalándole el tubo que le salía de la garganta le indico que no intentase hablar, que aún era pronto. El doctor dijo a la enfermera, a la que llamó Raquel, que cerrase la puerta y desapareció del campo de visión de Aday para regresar portando una sencilla silla de respaldo blanco en la cual aquel hombre se sentó y preguntó a Aday si le oía bien.

Era un tipo de unos cincuenta años con canas diseminadas en una cabellera corta, algo escasa y fina peinada hacia atrás, no muy alto pero robusto y de rasgos agradables. Aday afirmó lentamente y el sin variar un ápice un rictus serio y profesional le contó usando algunos tecnicismos lo que el chico sospechaba. Del discurso monótono del médico, Aday, se quedo con pocos conceptos, “lesión total en la C3”, “dolor constante”, “dificultades para recuperar el habla”, “irreversible”, “UVI”, “múltiples intervenciones” quería poder gritar pero sabía que no podía, quería estar solo, quería que el médico se callase de una maldita vez. Pero al tiempo quería saber de su hermana y de Rosa, incluso de sus padres.

Un ruido seco y roto escapo de su garganta. El hombre detuvo su discurso y con rostro compasivo le preguntó si se encontraba bien. El joven negó lo más firmemente que pudo y sintió de nuevo aquel llanto desmotivado. El doctor le avisó que en cuanto pudiese hablar recibiría una visita de su psiquiatra. La impotencia y frustración que Aday sentía en esos instantes era indescriptible, no podía comunicarse con nadie de ninguna forma, no podía moverse, estaba atrapado en su propia piel, piel que no sentía suya, piel muerta. Imaginó su cuerpo, frio, sus terminaciones nerviosas inertes, inútiles.

Miró a su alrededor. Estaba atardeciendo, ¿Cuánto tiempo había pasado? Le daba igual, no era importante. Entre la penumbra distinguió a la enfermera faenar en el armario del fondo. La habitación era doble pero solo la ocupaba él. Sus miradas se cruzaron un instante y vio sorpresa en sus ojos. La muchacha se acercó rápidamente y se sentó en la silla que había dejado el médico hacía horas. Aday sudaba. La joven, Raquel, se acerco con una pequeña toalla de mano de color blanca bordada y le secó la cara con cuidado y eficacia. Aday la miro de nuevo, observó sus insondables ojos marrones ¿O eran verdes? Como si le hubiese leído el pensamiento, Raquel comenzó a hablar.

-Ya se que, de momento no puedes hablar, Aday, así que escúchame. Siento decírtelo pero la chica que iba a tu lado en el coche, ha muerto. Lo siento de veras, si te sirve de consuelo no sintió nada, murió al instante. La otra, tu hermana ¿verdad? en cambio, sobrevivió pero esta en coma, en otro hospital y muy bien atendida.- Raquel hizo una pausa mirando al joven que, aunque se encontraba anegado en lagrimas asintió con los ojos cerrados. -Tus padres- continuó la enfermera -estuvieron una vez por aquí, solo una vez creo y se marcharon pronto, fue hace semanas llevas aquí alrededor de un mes- estas ultimas palabras las acompañó acariciando la cara de Aday. Sin embargo, un denso sentimiento de impotencia invadió el cuerpo del joven que miró a la enfermera fijamente y movió la boca señalándose el tubo con insistencia. La muchacha le dijo con rostro afable que no se preocupase que pronto podría hablar de nuevo. De pronto Aday se sintió muy cansado como si llevase días enteros sin dormir, completamente agotado. Raquel tras mirarlo unos segundos esbozó una sonrisa forzada que el joven miró somnoliento y apago las luces dejándolo en un oscuro y agradable sopor.

Los problemas parecían lejanos, absurdamente intrascendentes. Pensó que quizá le hubieran puesto algún sedante. Aday se quedo un rato mirando la habitación, que apenas revelaba sus formas en la penumbra, con los ojos entrecerrados, pero a medida que el sueño comenzó a mecerlo vividas pesadillas lo asaltaron impidiéndole conciliarlo. Pasaban las horas y el muchacho no conseguía dormir más de dos minutos seguidos. Todo intento de descanso era saboteado por su cerebro torturándole con terribles recuerdos del accidente. Pesadillas en las que se mezclaban sus nuevas circunstancias con imágenes impresas de Rosa y Diana como hierro candente en su mente. El sentimiento de culpa estaba ahí, constante, fijo haciendo vibrar su mente, acosándolo como el sonido de una corriente eléctrica, adormeciéndolo para despertarlo inmediatamente con violencia.



Los segundos pasaban espesos, intercalándose con imágenes de su hermana y de Rosa, sonriéndole en fotogramas fijos que terminaban por burlarse de él, transmutando las risas en dolor, las palabras en un estruendoso silencio. Aday despertó con un sobresalto y le pareció oír el canto de los pájaros vespertinos. Giró con dificultad la cabeza y vio por la ventana como comenzaba a clarear el día; el alivio que sintió fue proporcional al cansancio psíquico que oprimía su cabeza. El joven no sabía su había dormido ni un poco, solo tenía el consuelo de que, al menos, aquella noche... había pasado.
 
Antes de comenzar me gustaría dar las gracias, ya no solo por leerme y echarme una mano en el proyecto en el que llevo embarcado más de un par de años, sino por que, aunque esta idea de ir publicando poco a poco la novela aquí la tuve hace tiempo y un forero de esta casa me disuadió de ello alegando que este sitio no era el mejor lugar para ello. Me he dado cuenta de que este amigo estaba equivocado y para terminar con esta introducción diré que, si debo encuadrar en un género el manuscrito yo lo encuadraría en fantasía urbana distópica. Por supuesto hay sitio para el Lol y no me tomaré en absoluto a mal el cachondeo que un neonato en esto de las letras pueda producir. Sin más preámbulos.

CAPITULO PRIMERO

El dormitorio estaba en silencio; una fría luz de luna se colaba muda alumbrando una cama de matrimonio deshecha. En un rincón entre unas viejas cortinas y un armario se agitaba nervioso un niño pequeño. Su pelo, espeso y pajizo se pegaba a su nuca húmeda y caliente. Estaba sollozando y se frotaba los ojos de manera compulsiva. Sentado en el suelo con las pequeñas piernas colocadas en un extraño ángulo emitía de manera intermitente pequeños gemidos apenas audibles, y, en su tierna cabeza aturdida por la alta fiebre, se sucedían de manera vertiginosa pensamientos con olor a pesadilla, rápidos y confusos coloreados de rojo y negro, cortantes, luminosos.



Apartó los puños de sus mejillas dejando un cerco rojo en su piel y parpadeó deprisa para constatar una vez más la multitud de pequeñas presencias que sobrevolaban la fría habitación. El niño, que no tendría más de tres años no se sorprendió con el espectáculo visual que se desplegaba ante él. Lo cierto es que estaba acostumbrado a ver aquellas extrañas estructuras de colores estridentes y formas afiladas contrastando con la suavidad de los tonos pastel de las paredes; la fiebre solo le hacía más consciente de esos entes extraños y que él había aprendido a ignorar. Si lloraba era porque se sentía mal.



Intentó gatear hacia la cama aunque sabía que era demasiado alta para él pero las nauseas le hicieron parar en seco, su pelo húmedo y sudoroso apuntó hacia el suelo y sus espesas pestañas se mojaron con rapidez con lagrimas de angustia y frustración. Respiraba de manera entrecortada y un lejano pitido comenzó a taladrar su oído izquierdo convirtiendo la experiencia conjunta en algo inaguantable. A pesar de su corta edad era consciente de que estaba solo. Papá y mamá se habían marchado hacía demasiado tiempo y aunque eso no era extraño estaba acostumbrado a estar solo. Realmente eso no le preocupaba, pero si aquel estado extraño de frio angustioso y mareante. Consiguió llegar al borde de la enorme cama de matrimonio y con gran esfuerzo y tambaleante se puso en pie dejando descansar su cabeza en la fría y mullida colcha que Olía a mamá.



Tras unos minutos en esa posición y sintiéndose algo más recuperado alzo de nuevo la cabeza, lo que contempló lo dejo boquiabierto. Las extrañas criaturas -por llamarlas de algún modo- se arremolinaban rodeándolo, nunca las había visto flotando tan cerca del suelo, casi siempre las veía como manchas de luces en la retina a la altura del techo moviéndose como peces en un acuario y aquella noche las tenía tan cerca que casi podía tocarlas. Por un momento se olvidó de su malestar y maravillado giró sobre sí mismo para intentar rozar una de ellas pero una oleada de angustia y nauseas recorrió su cuerpo y se dio cuenta de lo débil y enfermo que se encontraba y de nuevo apoyó la cara contra la cama llorando en silencio. Al final, el cansancio le fue venciendo poco a poco mezclando de nuevo fiebre y agitados sueños.



“Aday”… —Aday— El sonido de su nombre le obligó a abrir los ojos. Estaba sentado en una incómoda silla de hospital, miró sus vaqueros de un azul oscuro desgastado y sus antebrazos apoyados en sus rodillas, inconscientemente su mirada se centro en las cicatrices de su mano y brazo izquierdos que el vello apenas lograba disimular; “heridas de guerra” las llamaba él cuando los curiosos le preguntaban. Pero alguien más observador quizá hubiera reparado en la extraña coincidencia en la longitud de las heridas y su reparto proporcionado en un intento de dar sentido a ese caos. —Aday— repitió de nuevo la voz de mujer. Este alzó la vista para mirar a la ceñuda doctora que lo observaba preocupada al otro lado de la mesa. Sonrió con familiaridad a aquella mujer de rostro y marcado acento sudamericano que tanto conocía.



— ¿Te he contado alguna vez que de niño veía “luces”? —dijo Aday

—Te preguntaba por la universidad, ¿Luces dices? —contestó la mujer entornando los ojos.

—No sé, “luces extrañas”, parecían estar vivas—

— ¿Vivas? ¿Crees que tuviste una especie de experiencia mística?— La doctora lo miraba interesada.

—Lo cierto es que de niño las veía a menudo. Y no, no digo que fueran experiencias místicas, no sé bien que eran aquellas luces. Solo sé que un día deje de verlas siendo adolescente—. concluyó serio.

La doctora lo miraba dubitativa. —Los niños tienen mucha imaginación además los recuerdos son engañosos como bien sabrás—

—Sí, eso es cierto, pero también leí que los niños pequeños resultan más receptivos y abiertos a percibir… presencias—

-Volvemos entonces al misticismo, ¿Crees que eran fruto de tu imaginación? ¿Te asustaban aquellas cosas?

Aday torció el gesto un instante y continuó —Esas cosas, entes, seres o lo que fueran los veía a menudo. Nunca sentí miedo en su presencia más bien lo contrario.

—Nunca me habías contado nada sobre esto —dijo la mujer con cara seria.

—No creí que fuera importante, pensé que era algo común en niños pequeños

— ¿Lo que me acabas de contar? Pues no, en mi experiencia te diré que esas experiencias no son comunes a ninguna edad- La doctora calló un momento y pensativa dijo- ¿Qué significa esto para ti? ¿Qué sentimientos te trae ese recuerdo?

Aday cerró los ojos unos instantes y concluyó —Supongo que me traen buenos recuerdos, sentía su presencia, de algún modo estaban vivos y me daban paz — La luz del sol de mediodía entraba con fuerza en la pequeña sala blanca deslumbrando por momentos a Aday que basculaba en la silla evitando el reflejo en la mesa como buenamente podía. María, su psicóloga, lo miraba curiosa esperando a que continuase. Al verle cerrarse de pronto continuó:

— ¿Te gusta la parapsicología?

—No, en realidad no

—Entonces, ¿por qué me contaste esto hoy? Preguntó María en voz baja.

—Solo… tan solo me acordé, nada más, ¿es importante?

— ¿Te preocupa el tema?

—No

—Entonces no veo problema —dijo la mujer sonriente.



El pabellón de salud mental era el último de la primera planta del enorme hospital provincial. Aday salió de la consulta de su psicóloga como siempre, algo aturdido y melancólico y avanzó por el estrecho pasillo de color blanco esquivando las sillas colocadas en el lateral y evitando mirar a otros pacientes. No quería saludar ni ser saludado por nadie, odiaba aquel lugar a pesar de su pátina luminosa y pulcra lleno de sonrisas piadosas y falsas esperanzas. Un día pensó en pararse delante de todo el mundo y gritar “¿No veis que aquí no se cura nadie?, somos solo locos socialmente aceptados, suficientemente cuerdos o lo bastante mansos para vivir en esta pantomima que solemos llamar sociedad moderna”. Pero claro, entonces ya no sería manso, ni lo bastante cuerdo o lo bastante hipócrita.



Abrió la pesada puerta y sintió el aire fresco de la mañana invernal, a veces pensaba que la puerta era tan gruesa para evitar que los “locos” escapasen de allí o que alguien entrase por equivocación, esos pensamientos eran los que le hacían dudar de su estado mental aunque, ¿No habían dicho siempre que los dementes no eran conscientes de su locura? “Eres demasiado rumiativo”, le decía María, y seguramente llevaba razón pero no podía evitarlo, ¿Cómo se apaga el cerebro? ¿Cómo se detienen los pensamientos por negativos que estos sean?

Cuando se dio cuenta estaba frente a la parada del autobús número uno. Llegaba tarde a clase, para variar, pero había bastante gente esperando el transporte, lo que quería decir que no tardaría en aparecer.

El viaje en autobús le relajó un poco, era curioso como los peatones rara vez fijaban su atención en los transportes públicos lo cual le daba a veces la vergonzosa impresión de estar observando a personas sin su consentimiento. Tanto si iba de pie como sentado era como mirar desde una pecera móvil la ciudad pasar bajo sus pies. La vibración y cadencia del motor del vehículo ejercían un efecto sedante en él, lamentaba llegar a su destino la mayoría de las veces.



Las clases habían empezado hacía meses y aunque Administración y Dirección de Empresas era la carrera que Aday había elegido no le motivaba en absoluto, de hecho, de un tiempo a esta parte nada le apasionaba ni despertaba su atención lo suficiente como para emocionarle. Apenas tenía unos pocos conocidos en la universidad y se habían cansado hace tiempo de invitarle a salir por ahí debido a sus constantes negativas. Lo único que le salvaba del eterno encierro en su casa era su novia Rosa.

Aday, tras un día de clases y prácticas, la esperaba con la carpeta de apuntes en la mano al pie de las escaleras que unían la calle con la urbanización en la que ella vivía. Era de noche y al tratarse de viviendas recién construidas, unifamiliares en su mayoría, se encontraba casi en las afueras de la pequeña ciudad y, la zona, no era de las más seguras.



Rosa, tenía la costumbre de hacerle esperar diez o quince minutos en los cuales Aday observaba los grafitis que adornaban los suelos y paredes de piedra grisácea del alto muro que conectaba la calle con la vieja estación de autobuses en la cual dormían los enormes vehículos tras su ajetreado día en la urbe. El silencio del lugar solo roto por el silbido del viento y el lejano ladrido de algún perro era habitual a esas horas lo cual parecía aumentar la sensación de frio.

Aday escuchó un taconeo a lo lejos y sonrió al reconocer su familiar cadencia. A los pocos segundos una muchacha de cabellos rubios semirizados rostro redondo y ojos negros se asomó a la barandilla que rodeaba la escalera luciendo una gran sonrisa.

—¿Llevas mucho esperando? —pregunto con fingida cara de pena.

—Un rato. Como siempre, ¿bajas? —respondió impaciente Aday. La chica desapareció un segundo para reaparecer bajando los escalones con rapidez a pesar de los tacones, al llegar a su lado le saludo con un rápido beso en los labios y se agarró a su brazo.

—Demos un paseo, ¿Qué tal te fue en salud mental?

El chico suspiro melancólicamente y contestó —bien, supongo —Rosa alzo sus ojos negros en un gesto cargado de ternura y comento en voz baja.

— ¿Algún avance? —Tras unos segundos Aday le contó lo que había recordado de su infancia en la consulta de la doctora. La chica lo miró con curiosidad y pregunto sorprendida.

— ¿En serio? Qué extraño es eso. ¿Los veías a menudo?

—Bastante. Tengo algunos recuerdos de ellos, aunque quizá fuese mi imaginación…

—Podría ser —dijo ella ladeando un poco la cabeza — ¿Has empezado a hablarle de tus padres? —

—Mis padres... —musitó el muchacho. —Le he contado algo, lo más importante supongo. — Aday sintió como Rosa apretaba su cuerpo al suyo acariciándole el brazo con delicadeza.

—Bueno, no hay prisa, lo importante es que te sientas seguro y bien. — Avanzaron por el enorme parque al que habían llegado caminando lentamente desde la estación de autobuses y a la luz de farolas negras de luz blanca se sentaron en silencio en un banco de piedra sin respaldo. Rosa se colocó con las piernas cruzadas encarada hacia Aday y al verlo algo ensimismado hundió su dedo índice en la mejilla de su novio que apenas reaccionó.

—¿Qué piensas?— le dijo casi al oído. Aday giro la cabeza y sus ojos de color gris se cruzaron con los de ella. Dudó unos instantes y respondió.

—No es nada. Nada importante, quiero decir. —Sus últimas palabras fueron silenciadas por un viento que inundó el paseo de losas plomizas, alborotó el cabello pajizo de ambos y agitó las semidesnudas ramas de los arboles de color ceniza arrastrando las ultimas hojas en pequeños remolinos. No hacía buen tiempo, desde luego, pero ni Rosa ni Aday sentían frio, solo el calor de sus cuerpos hormigueando su piel. Comenzó a llover. Sin decir palabra la pareja se puso en pie y se perdió abrazada entre los arboles de un intrincado jardín del solitario parque.









Tras una corta cita Aday se despidió de Rosa con un beso y se encaminó hacia casa con paso lento, sin prisa, nunca había prisa cuando se trataba de regresar a casa. No dudaba de las buenas intenciones de su novia, sabía que le quería; precisamente por ello no quería preocupar a Rosa con sus vaivenes emocionales. Si algo había aprendido en los años que llevaba enfermo es que siempre se podía estar mejor y peor, no era necesario transmitir su negatividad a una de las pocas personas a las que parecía importarle. La lluvia caía fría sobre la acera y en la calzada se empezaban a formar los primeros charcos.

Aday andaba por la parte cubierta del enlosado aunque el viento lo mojaba a menudo lanzándole agua gélida por todo el cuerpo. Sonreía. Normalmente le gente odiaba estos días, sin embargo, a él le encantaban, la noche, el frió, la lluvia, el olor a tierra mojada, la soledad… no tenía ganas de llegar a casa… lamentablemente al girar la esquina divisó a lo lejos su portal de mármol negro y puerta acristalada con motivos en dorado. Cualquiera diría que era un buen lugar ¿Por qué no iba a serlo? Sintió como su ánimo se ensombrecía a medida que se acercaba y sus pies se volvían pesados lastres ante el inevitable retorno a su infierno particular.



Lo primero que vio al entrar fue la televisión del salón encendida. No era una mala señal. Una cabeza blanca y peluda asomo por detrás de la puerta y con las orejas gachas su perra Len se acercó moviendo tímidamente la cola. Aday no pudo evitar sonreír al rozar su mano por el lomo del animal tras lo cual entró en el salón con paso decidido. Su hermana lo miraba desde su nueva silla de ruedas con ojos cansados. La habitación estaba torpemente iluminada con varias lámparas en un intento de simular luz diurna; solo se trataba de una costumbre más de su hermana mayor para mantener una falsa ilusión de luminosidad en el denso ambiente que impregnaba la casa.

Aday se acerco despacio y la beso en su cabeza de liso cabello castaño con ternura. En ese momento su padre salió en de su despacho y lo miró un instante. Parecía mentira que a su edad siguiera portando aquel aire autoritario y frío de siempre, Aday sintió que los viejos recuerdos de miedos pasados no parecían disiparse con el tiempo. Segundos después, su padre, se giró sin mediar palabra cerrando la puerta tras de sí. El muchacho suspiro y después miró a su hermana con una sonrisa sincera.



– ¿Dónde está mamá? –preguntó con voz grave. Ella encogió los hombros y negó con la cabeza. Desde el “incidente” su hermana apenas hablaba, no era solo que le molestasen aun las cuerdas vocales por la traqueotomía que le habían realizado, no. Aday estaba seguro que los meses que había pasado recuperándose en el centro de parapléjicos de Toledo habían dejado en ella una dura huella. Recordaba cuando la vio al llegar a la UVI tumbada en la cama con los ojos vidriosos, el rostro demacrado y hundido, pálida y enchufada a varias maquinas que la mantenían con vida. En aquellos momentos la morfina actuaba en ella y afortunadamente no recordaba nada del dolor, de las interminables intervenciones a las que fue sometida, del padecimiento psicológico que sufrió, pero él sí; sabía que nunca volvería a ser la misma. Solo quería que su vida fuera, a pesar de sus limitaciones, lo más llevadera posible.

Aday miraba con ternura a Diana cuando su madre entró en el salón y se dejó caer en un balancín que a fuerza de usarlo y quemarlo inintencionadamente con sus eternos cigarrillos había hecho suyo. Se acercó a ella con un nudo en la garganta y al verla con los ojos cerrados presionó con su mano su huesuda rodilla, su madre abrió los ojos y le dirigió una narcótica mirada mientras se ajustaba el implante metálico a su cabeza y el micrófono del oído.



—Te traje lo que me pediste —dijo Aday vocalizando al máximo para que su madre pudiera leerle los labios a la vez que le mostraba una bolsa de la farmacia que ella cogió rápidamente, el chico dejó escapar un soplido burlón, "Si, como si aquello fuera un gran secreto". La mujer tras guardarse la bolsa en el bolsillo volvió a cerrar los ojos recostando la cabeza con brusquedad en el balancín. El muchacho giro la cabeza hacia su hermana que lo miraba con gesto dubitativo y se encogió de hombros. Estaba demasiado agotado para intentar animar a su pobre hermana y se retiró sin cenar a su habitación. En el pasillo encontró de nuevo, temblorosa, a su perra, era dulce y miedosa una mezcla interesante de Alaska y perro lobo, lo que le daba cierto aspecto fiero en ocasiones. Aday siempre pensaba que era una pena que una perra de esa apariencia fuera tan asustadiza y dependiente.



Finalmente entró en su habitación. Se encontraba parcialmente iluminada por la luna y encontró con facilidad el interruptor de su mesita de noche. La potente luz blanca de la bombilla azul se derramo por toda la estancia dándole un aspecto limpio a su pequeño refugio, a su pequeña prisión. Se cambió de ropa ágilmente quedando con unos viejos pantalones grises de chándal y su pálido torso desnudo, y así, se metió en la cama antes de que el frío le calase los huesos. Las sabanas le acogieron de inmediato calmando un ligero temblor en su cuerpo, “pronto entraré en calor” pensó. El reloj despertador marcaba las 22:15,- mmm… demasiado pronto para dormir- pensó. Se estiró para alcanzar un libro que llevaba meses intentando acabar cuando sonó su móvil. Era Rosa.

Esbozó una sonrisa mientras contestaba porque, aunque era muy común que ella lo llamase antes de dormir, Aday, disfrutaba de todas las atenciones que su novia le proporcionaba. Charlaron, de nuevo, un rato sobre el día, las clases y cualquier cosa que mantuviese ocupada la mente de ambos. Él siempre intentaba desviar los temas relacionados con su familia pero al final acababa sucumbiendo a su empática novia y se desahogaba sintiéndose a menudo culpable y algo avergonzado por mostrar esa faceta suya tan negativa. Rosa siempre sabía como hacerle sentir cómodo y comprendido pero Aday temía que tantos problemas acabasen por afectar a la relación.

Sabía por experiencia que su novia no se asustaba fácilmente aunque intentaba decirle solo lo necesario sin entrar en detalles escabrosos o excesivamente morbosos si ella no insistía. Tras media hora de charla en la que Aday pudo alejarse un poco de sus problemas Rosa le indico a su pareja lo tarde que era y le pidió que se despidiera, ya que ella odiaba despedirse. El chico obedeció sonriendo y aun después de oír el chasquido del final de llamada se permitió unos segundos más a solas con sus pensamientos.

Tocate los cojones.
 
Pobre chaval. Que alguien se lo lea y le diga algo.
 
Leí un poquitín, no es muy estético y a mi a día de hoy solo me interesa la función estética de la literatura y de la mujer, el resto de aspectos no me importan. Solo a través de la belleza se puede salvar este mundo tan lleno de youtubers, vegetarianos y universitarios de mierda.
 
Leí un poquitín, no es muy estético y a mi a día de hoy solo me interesa la función estética de la literatura y de la mujer, el resto de aspectos no me importan. Solo a través de la belleza se puede salvar este mundo tan lleno de youtubers, vegetarianos y universitarios de mierda.
gracias, por fin una opinión, gracias de nuevo
 
Pues yo me lo he leído ahora que tenia un ratin.
Muy triste lo veo, quizá reflejo de esa personalidac melancólica del autor.
En lo formal, no entiendo mucho (novedad) de literatura, veo si acaso un poco recargados . Decía un famoso literato, no recuerdo quien, que mejor un adjetivo que dos.

Pero bueno, un rato de lectura que se hace ameno

Ka®ma kritica
 
Gracias Ignacio, es verdad que el principio de la novela es triste pero tiene su porque luego se anima y sé que el texto es denso y uso demasiados adjetivos. De todos modos esto es un borrador que necesita ser corregido. Le he cambiado el nombre al protagonista por Caleb que me parece mas cool. Voy a postear el tercer capitulo y si veo que no interesa lo dejaré que estoy haciendo el ridículo.
 
CAPITULO 3

La luz del mediodía entraba con fuerza por la enorme ventana iluminando la silla que tenia en frente, haciendo brillar sus zonas metálicas, sus fuertes ruedas y su enorme batería colocada en su parte de atrás. Una mujer de pequeña altura de rasgos andinos entró en la habitación sin llamar y con cierta seguridad. Llevaba una ancha carpeta debajo de su brazo izquierdo y rozó con la mano el cuello del propietario de la silla con confianza y familiaridad. Tras unos segundos la silla se giró lentamente y la mujer sonrío a al muchacho rubio de ojos grises que la miraba desganado con la espalda muy recta y el tubo saliéndole de la traquea.



— ¿Caleb? —dijo la mujer dejando ver trazos de acento sudamericano. El joven la miraba sin ver, sin hostilidad pero sin esperanza. La mujer comenzó a ordenar las hojas de su carpeta intentando captar la atención del muchacho.

— ¿Ya es jueves? —dijo finalmente Caleb enarcando un poco una ceja. Su voz sonaba débil y rasgada en las consonantes — Tan rápido y tan lento... —masculló.

— ¿Te preocupa el tiempo? —preguntó la psiquiatra sacando un folio de la carpeta sin dejar de observarlo. Caleb puso los ojos en blanco y ladeó un poco la cabeza. La doctora lo miró unos segundos, suspiró y dejó la carpeta en la cama de la habitación. Después acercó una silla al lado del joven. —Dime ¿De qué quieres hablar? —susurró

Caleb giró la silla de nuevo hacia la deslumbrante ventana de su habitación y comentó con su voz rota.

—Hoy hace seis meses que estoy aquí. Nada ha cambiado. — y con evidente dolor añadió. —Rosa sigue muerta, mi hermana en coma y mis padres no vienen a verme porque me acusan de provocar el accidente... bueno, al menos, creo que es por eso.

— ¿Qué hay de tus amigos? ¿Han vuelto a verte desde aquella vez? —dijo la mujer con voz conciliadora. Caleb siseo en una parodia de risa sardónica y soltó.

–Mis amigos... vinieron una vez con caras largas y recitando “lo siento” en todo momento. Supe que no volvería a verlos nunca.

—Creía que erais amigos desde la infancia —aseveró la psiquiatra

—Lo eramos.-

— ¿Qué me dices de la enfermera que te cuida? Me dijiste que te llevabas muy bien con ella —. Caleb quedo confundido y pensativo un instante y con voz apenas audible dijo.

—¿Raquel? Sí, nos hemos hecho amigos, hablamos bastante pero no es suficiente ni de lejos, sabes perfectamente lo que quiero.

La doctora miró a Caleb con expresión grave, extremadamente seria. —No voy a matarte, ni a facilitar tu suicidio, soy médico, mi trabajo es prolongar la vida o la calidad de la misma, no insistas. Pensaba que después de seis meses te habrías cansado de pedírmelo. —culminó la psiquiatra algo alterada.

—Hasta el próximo jueves entonces —dijo Caleb con desdén. La doctora lo miró apesadumbrada, con cara de culpabilidad. No se movió de la silla.

—Por favor, Caleb, sé razonable —suplicó la psiquiatra. —Olvida la idea del suicidio, madura, acepta la realidad—. La mujer hizo una pausa y se mordió el labio. Miró al chico cuyos ojos estaban fijos en ella con férrea determinación y sintió miedo. — Te diré lo que haremos te cambiaré la medicación y...—

— ¡No quiero drogas, maldita sea! —. La voz de Caleb solo había subido unos pocos decibelios pero fue suficiente para dejar a la doctora paralizada. — Mi vida se ha terminado, tengo casi veintiún años y mi vida se ha terminado, ¿no lo entiendes? No puedo moverme, apenas si puedo hablar y todas las personas que me importaban están muertas o no quieren saber nada de mi. — dijo el joven ahogando un gemido. La psiquiatra alzó la mano hacia el rostro de Caleb pero este la volvió. — Vete, y no vuelvas a menos que estés dispuesta a cumplir mis deseos. La mujer, tras unos segundos, se levantó de la silla pesadamente y se alejó de la ventana donde estaban Caleb y su silla, como un ente indivisible.


La pesadilla despertó a Caleb con un sobresalto que le hizo girar el cuello quedando de golpe con la vista fija en la ventana. Sintió la desagradable y familiar sensación de angustia creciente en el pecho y la boca del estomago, los miles de pinchazos de aguja por la cara, el rubor y el sudor en su frente. Solo que está vez la sensación de que iba a morir era bienvenida, la anhelaba, aunque en su interior sabía que solo era un pensamiento pasajero el chico pensaba que si se abandonaba a la sensación quizá la muerte le llevase con ella. Era algo absurdo pero en cierto modo aliviaba su ansiedad consiguiendo con esto el efecto contrario al que buscaba. Se calmaba. Miró su habitación. Era noche cerrada pero la puerta de su habitación estaba abierta y la luz del pasillo y el sonido del personal de guardia daban al ambiente un tono cálido e intimo. Caleb no veía con claridad, como le solía ocurrir cuando un ataque de pánico le asediaba; las manchas de colores brillantes, cuadrangulares y cegadores le acompañaban en su escaso campo de visión como siempre lo habían hecho. Iluminaban tenuemente la habitación como pequeñas velas de colores. Últimamente le visitaban más a menudo, como si quisieran consolarle. Caleb se quedo quieto esperando que desapareciera aquel banco de peces multicolor y descubrió para su sorpresa un tipo en la entrada de su habitación le miraba a él y al espectáculo espectral con suma curiosidad. Se trataba de un joven, de menor estatura que Caleb y con unos años más, veinticinco quizás. Su aspecto físico era muy llamativo, tenia el rostro anguloso y pómulos altos, la oscuridad no le dejaba ver el color de unos ojos adormilados, soñolientos que le daban a su cara un aspecto peculiar la cual era extremadamente pálida, sus labios eran rojizos y llenos y su nariz recta y fina.

Pero lo que más llamaba la atención de su anatomía era sin duda su cabello, peinado alborotado hacia delante dándole un aspecto juvenil, cabello tupido y fino de color blanco, completamente blanco. Incluso en la oscuridad de la noche su pelo brillaba como una perla a la luz de la luna. Vestía una gran gabardina de color claro que le tapaba algo las mejillas y miraba a Caleb con fijeza, curiosidad y algo más que no supo adivinar. Se quedo unos segundos mas mirándolo y siguió por el pasillo como si nada. Caleb escuchó sus pasos alejándose y a los pocos segundos el sonido de una puerta al cerrarse dejando la zona completamente en silencio. El muchacho quedó algo confundido por la breve visita de aquel desconocido e imaginó que sería un paciente dado de alta, aunque normalmente la gente solía salir de allí como mínimo en muletas. Sin darse apenas cuenta y entre esos pensamientos el ataque de ansiedad había pasado y entonces escuchó los familiares crujidos de las cómodas zapatillas de trabajo de Raquel, quien entró en la habitación al cabo de un rato.

—¡Vaya, estas despierto! —dijo esbozando una de sus encantadoras sonrisas. –No me lo digas, ¿otro ataque?¿Cuantos van ya esta semana?

—Seis –musitó Caleb con aquella voz rota regalo del respirador. —Volví a soñar con mi hermana y con Rosa, como siempre, el día del accidente. Han pasado más de seis meses y sigo soñando con ellas —. En tan solo medio año Raquel se había vuelto su mejor y única amiga. Las noticias de Diana le llegaban a través de su enfermera y en cuentagotas. La muchacha informó a Caleb, que, su hermana, se hallaba en una clínica privada en la capital recibiendo los mejores cuidados y eso le tranquilizaba. Pero la culpa le aplastaba con pie de gigante al pensar que tanto el estado de su hermana como la muerte de su novia eran culpa suya, de su incompetencia. Raquel que podía leer en la cara de Caleb a la perfección asintió en un gesto suyo más propio de una persona de más edad y se sentó en la cama a su lado.



—Tienes que dejar de culparte por el accidente, el otro día recibimos a unos heridos de un accidente automovilístico que había sido provocado por un infarto del conductor —susurró. —Tu vida no ha terminado ni mucho menos. Tus padres acabarán entendiendo que no tuviste la culpa del suceso y tu hermana saldrá del coma. Las cosas mejoraran un poco... ya lo verás. El perfume de Raquel mezcla de suave colonia cítrica y olor aséptico llegó al chico llenándolo durante unos breves instantes de paz. Caleb mostró una débil sonrisa e inmediatamente recordó al tipo del pelo blanco.

—Hace un par de minutos vi a un chico un poco mayor que yo, de metro setenta, gabardina gris y pelo completamente blanco, ¿Sabes quién es? Se me quedo mirando de forma rara. —comento Caleb algo animado por las palabras de la joven. Esta lo miro con gesto dubitativo y sorprendida.

— ¿Quien? —dijo ella con una pequeña sonrisa de incredulidad. El chico la miró extrañado.

–Llevo de guardia varias horas. –explico Raquel – y no he visto pasar a nadie desde el control de enfermería. –aseguró la joven mientras miraba el goteo de medicación de Caleb con el ceño fruncido. Caleb estaba confundido y asombrado, ¿Lo había soñado? O peor aún ¿Estaba perdiendo la cabeza? No. Había sido muy real; breve pero real. Llevaba en aquel infierno algo mas de seis meses y jamas había tenido una sola alucinación, que él supiera, claro. Caleb no sabía porque el chico le había causado tanta impresión. ¿Era su forma de mirarlo? ¿Su aspecto físico?

–Es igual –comentó el joven tratando de cambiar de tema –Será que estoy por fin volviéndome loco, ya era hora... De vez en cuando Caleb le gastaba alguna broma a Raquel aún sabiendo que ella no entendía el humor del joven y casi siempre se tomaba sus bromas en serio.

–No digas eso. ¿Vale? –apuntó la joven. –Sabes que no me gustan tus bromas –dijo Raquel algo irritada. Caleb se permitió de nuevo sonreír mientras veía como su enfermera abandonaba la habitación haciéndose la ofendida.



Pasó el tiempo y Caleb confiaba, en su ignorancia, que con el tiempo se adaptaría a su nueva condición, que superaría sus traumas y lograría cierta estabilidad. Tenía la medicación para su depresión, sus sesiones semanales con la psiquiatra y su afán por quitarse de en medio parecía cosa del pasado pero tras dos años de encierro psicológico y físico, de ver pasar los días sin apenas moverse del sitio, sufriendo la constante ansiedad y las pesadillas repetidas como fotocopias de fotocopias su ánimo comenzó a decaer de nuevo.

No soportaba entre muchas cosas, la completa perdida de su movilidad e intimidad, las escaras… sus altibajos emocionales que lo llevaban desde la normalidad al infierno en cuestión de segundos. Notaba como su carácter se le iba agriando. Raquel y María, su psiquiatra, lo notaron con rapidez y se lo hicieron saber, pero era una bajada en la que no había agarraderas a las que aferrarse. Se estaba hundiendo. Lo sabía y no le importaba. Comenzó de nuevo a victimizarse y a pensar en la muerte constantemente. Aunque también fantaseaba con levantarse un día de la cama, vestirse e ir con Raquel a visitar a su hermana, caminando. Sentir el sol en su cara y el viento en su pelo, esas cosas que no supo valorar en su día y que ahora mataría por recuperar. La televisión que estaba amarrada a la pared y que nunca funcionaba estaba a la derecha de un reloj redondo de pared. Caleb odiaba ambos objetos, la televisión como esa supuesta ventana al mundo exterior del que nunca formaría parte, pero sobre todo el reloj, aquel enorme reloj de borde de madera negra, fondo blanquecino y agujas y números en marrón oscuro. Un reloj anodino e insulso, carente de gracia, como su vida. Lo observaba hasta la nausea contando segundos y minutos sintiendo como se le iban pasando las horas y los días. Unas veces a una velocidad dolorosamente lenta y otras tan veloz que le parecía un misterio. A veces el cura del centro de Parapléjicos le visitaba para darle ánimos y hablarle de los caminos del Señor. Caleb que siempre había sido ateo aguantaba el discurso moralista y esperanzador del sacerdote tan solo porque podía verse a kilómetros que era un buen hombre que buscaba calmar su castigada alma. De todos modos jamas permitió que lo confesase ni nada parecido. Era, junto con Raquel, la única persona que sacaba la poca amabilidad que su accidente le había dejado.



Un día, Caleb se encontraba en una de sus ilusiones particulares en las cuales le faltaba el aire y de las que despertaba sobresaltado cuando oyó la peculiar voz de Raquel.



—Míralo, que callado se lo tenía. ¿Sabes qué día es hoy? —dijo con contenida emoción, apoyando el peso del cuerpo de un pie a otro con los brazos a la espalda y pícara mirada. Caleb tardó unos instantes en reaccionar miro hacia la ventana y constató que probablemente fueran las diez o las once de la mañana.

— ¿Qué día es hoy? —preguntó el chico sin mucho entusiasmo.

— ¡Treinta y uno de Diciembre! —La cara de Caleb continuó inexpresiva. Raquel puso los ojos en blanco y aclaró en tono jocoso — ¡Tu cumpleaños! Hoy cumples veinticuatro. —. Cuatro años. Caleb sintió vértigo. Llevaba en esa cama cuatro infernales años. Pero consiguió controlarse. Parecía que Raquel quería darle una sorpresa y no quería estropearla

—Creía que venías a decirme algo —dijo el chico con voz ronca. Raquel sacó las manos de detrás de la espalda y le enseño lo que llevaba a Caleb. Era una cajita gris azulada y algo tosca. Caleb miro a su enfermera con cara de no entender nada. Ella no pudo evitar sonreír.

—Veras. Hace algún tiempo, justo al principio de mi carrera, realizamos unas prácticas en Afganistán. No había peligro, bueno, en principio, el caso es que una avanzadilla de nuestros soldados fue atacada y salve a un chico haciéndole un torniquete en la pierna. Fue en una carretera secundaria y la ayuda tardo mucho en llegar. Al final se salvó. Un día lo encontré de uniforme esperándome a la salida de la clínica, estaba muy guapo y me dijo que me impulsaba una fuerza y compasión que no había visto nunca y me regalo una placa como la que llevan los soldados. Con mi nombre, dirección, grupo sanguíneo... esas cosas. — Y se la mostró a Caleb. Era de unos cinco centímetros de largo y ovalada por los bordes ponía su nombre “Raquel Jiménez” –Quiero regalarte una igual porque a pesar de todo tu sufrimiento sigues luchando por salir adelante. Eres un guerrero. –dijo sacando de la funda dura, un colgante de acero con todos sus datos. –Llévala en la muñeca si quieres – Caleb se sintió reconfortado; al menos una persona lo apreciaba. Miro como su muñeca izquierda era rodeada por metal pulido y reluciente y se sintió en paz. Nunca le gustaron los regalos, le hacían sentir violento pero esto era distinto. Lo sentía como un trofeo, algo que se había ganado.

— ¿Te ha gustado? —pregunto Raquel con mucho cuidado.

—Sí, mucho, es ,muy original— Aunque se sentía extrañamente celoso por el militar de la historia.

Raquel no quería ser cruel, ni provocarle un ataque de ansiedad, solo tenía la convicción que enfrentarlo a sus demonios era lo mejor para él.

—Así que naciste el 31 de Diciembre de 1999, ¿no? —Dijo mientras se sentaba en la cama del muchacho como tantas veces había hecho — Espero pacientemente, como siempre, a que el joven le contestara.

Caleb respondió casi en un susurro. –En realidad nací el día uno a las 00:30 o la 01:00 no lo sé exactamente, ¿Por qué? ¿Me estas preparando, aparte, una fiesta de cumpleaños? —preguntó el chico mirándola por el rabillo del ojo recobrando su humor de siempre. —Ya sabes el regalo que quería —dijo arqueando las cejas. La sonrisa se borró del rostro de Raquel y con totalmente serena y seria contestó.

–Sabes que nunca haré eso, ni dejaré que nadie lo haga. Vas a vivir lo mejor posible todos los años que te correspondan. Y si, esta noche me pasaré a brindar contigo a las 00:00 y a felicitarte tus veinticuatro años, ¿Te ha quedado claro? – Y sin esperar respuesta salió de la habitación dejando a Caleb con una leve sonrisa en la cara.



Aquella noche, mientras sonaban lejanas las campanas de la catedral, Raquel entró con dos vasos de plástico uno de ellos con una pajita. Le puso a Caleb el vaso bajo la boca y este comprobó que era cava. Raquel le dio los dos besos de cumpleaños de rigor y charlaron hasta bien entrada la madrugada como dos viejos amigos, como lo que eran.

El 2024 fue un año especial por muchos motivos. Para empezar, Raquel se empeñó en que Caleb pusiera la televisión la cual llevaba cuatro años apagada, ya que, al parecer, estaba ocurriendo algo extraño en todo el mundo. Todo comenzó aquella noche de año nuevo con un incidente claramente extraño que fue bautizado como “el caso de la plaza de la victoria” en París. Cientos de transeúntes fueron encontrados por la policía francesa sin vida y sin señales de ningún tipo de violencia física. Tras una exhaustiva investigación en la que participaron fuerzas de varios países descubrieron por diversas grabaciones de cámaras que las personas; hombres, mujeres, niños, aparecían andando, sentadas en los bancos, riendo, comiendo, todos en completa normalidad y un segundo después momento el cual la cámara no captaba aparecían de nuevo muertos, todos, a la vez. Solo quedaba en mitad de la plaza un joven de unos veintipocos años y cabello rubio aterrorizado y cuyo paradero, según fuentes oficiales, no había sido determinado. Tras semanas de investigación el caso fue considerado como una especie de suceso paranormal y el caso fue archivado sin resolver. Los alarmistas de costumbre, comenzaron a especular con algún tipo de arma biológica, un virus letal o un ataque terrorista y cundió el pánico en todo el país y en toda Europa se respiraba nerviosismo por tan extraño incidente sin explicación lógica. Cuando a los dos meses otro suceso exactamente igual aconteció en Nueva york la inquietud cargada de connotaciones conspiratorias llevo al globo a una calma tensa en la cual las relaciones internacionales se volvieron tirantes y pasivo agresivas. Nadie se fiaba de nadie todos culpaban a los países de oriente medio y ellos al resto del mundo. Lo llamaron el misterio del siglo. Caleb en su cama especial observaba con atención todos los telediarios y leía las noticias en Internet relacionadas con el tema. Pero a medida que fue avanzando el año la gente fue olvidando el suceso y en un alarde de hipocresía a nivel global y para garantizar las buenas relaciones entre países se decidió olvidar lo ocurrido. Caleb fue perdiendo el interés y volvió a caer en su antigua rutina de cama y una silla eléctrica que manejaba con un piercing en la lengua del tamaño de una lenteja.



Una noche de otoño, una cualquiera, Caleb tuvo una de sus habituales pesadillas, pero, extrañamente no despertó sobresaltado. Abrió los ojos lentamente y como si supiera que sus ojos encontrarían algo allí estaba. El joven del pelo blanco y cara soñolienta y esta vez le sonreía.
 
que exitazo de hilo, no voy a tener un hijo, no voy a plantar un arbol, y a la novela le van a dar por culo
 
No te desanimes mijo. Lo que pasa es que le pides mucho al forero de a pie. Le pides la complicidad y paciencia del buen lector.
 
que exitazo de hilo, no voy a tener un hijo, no voy a plantar un arbol, y a la novela le van a dar por culo

Tú escribe, escribe, escribe, escribe y después, sigue escribiendo.

Que nos den por culo a todos los de este foro; si quieres escribir, escribe y móntate poco a poco tu libro. Hoy en día la autoedición está más al alcance que nunca, así que una de la tres patas de lo que parece tu trípode vital la tendrás completa; sólo te quedarán dos.

Ando liado leyendo cosas para la tésis y con un libro comenzado pero más alante recopilaré tus capítulos y lo meteré al kindle para darle un tute.
 
Tú escribe, escribe, escribe, escribe y después, sigue escribiendo.

Que nos den por culo a todos los de este foro; si quieres escribir, escribe y móntate poco a poco tu libro. Hoy en día la autoedición está más al alcance que nunca, así que una de la tres patas de lo que parece tu trípode vital la tendrás completa; sólo te quedarán dos.

Ando liado leyendo cosas para la tésis y con un libro comenzado pero más alante recopilaré tus capítulos y lo meteré al kindle para darle un tute.
Munchas gracias
 
¿Qué autores te gustan? ¿A quién querrías parecerte?
Perdona por no contestarte es que había perdido la esperanza. Me gustaría parecerme a Bramdon Sanderson, tambien me gusta mucho murakami, Butcher... sobre todo autores que escriben fantasía o realismo mágico
 
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