De la Sorna
Forero del todo a cien
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- 11 Nov 2009
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“Porque todo es igual y tú lo sabes”. El verso de Rosales que es como un golpe contra el optimismo, como esas llamadas de Pessoa a la inacción. Todo es igual y yo lo sé. Todo está imbuido del espíritu de lo convencional. Lo convencional es la opinión pública convertida en sentir particular. Lo convencional mana de la programación de Antena 3 y se materializa cada vez que alguien gasta mucho dinero en una boda.
Estamos ante el espíritu de nuestro tiempo, ante un monstruo capaz de asimilar y aprovecharse de las reacciones en su contra. Lo convencional convierte la protesta en algo pintoresco (¿qué relación hay entre la búsqueda de la democracia real y la ausencia de calzado?) o es capaz de hacer que esta revierta en su propio beneficio.
Cada vez que alguien protesta porque en un bachillerato científico se deba estudiar historia, cada vez que se usa la frase “viajar te hace crecer como persona”, sin especificar ni cómo ni adónde viajar, cuando se confunde el contenido crítico con el contenido producido por el espectáculo, para anular así manifestaciones auténticas (pensemos en “El Club de la Lucha”) lo convencional avanza en su empeño por sustituir los viejos valores por una amalgama de postulados utilitaristas y útiles sólo para unos pocos.
Lo convencional es el vacío que se nos inyecta desde que hace 20 años se comprobó que el beneficio de las élites sería aún mayor si se dejaba de dar alas a esas molestas clases medias, esas personas que, después de ir a la universidad, dejaban de identificarse con el Manchester fabril de 1889 y preferían hacerlo con la Viena wittgensteiniana.
Lo convencional, en su afán por destruir el pensamiento se mezcla con las tradiciones más absurdas y, contra lo que pueda parecer, las fomenta. En un país como este, amigo de los empujones en vallas frente a imágenes religiosas, en un país propicio al chiringuito lo convencional adquiere tintes grotescos: tan vacío como en el mundo sajón, tan espectacular y falso como allí, pero falto de ese carácter práctico que viene a sustituir al viejo espíritu burgués del trabajo por el progreso por el espíritu del trabajo por el beneficio.
Cada vez me siento más lejos de las motivaciones de mis contemporáneos, cada vez me siento más ajeno a lo que estremece a mis compañeros, a mis amigos. Somos los jóvenes los que debemos hacer algo, los que debemos negarnos a aceptar un mundo en el que todo queda cifrado en términos de intercambio mercantil. Pero ¿a qué Sartre, a qué Debord vamos a prestar hoy atención? ¿Cómo evitar que el exceso de información nos impida ver más allá de la forma en que se nos presenta esa información?
Estamos ante el espíritu de nuestro tiempo, ante un monstruo capaz de asimilar y aprovecharse de las reacciones en su contra. Lo convencional convierte la protesta en algo pintoresco (¿qué relación hay entre la búsqueda de la democracia real y la ausencia de calzado?) o es capaz de hacer que esta revierta en su propio beneficio.
Cada vez que alguien protesta porque en un bachillerato científico se deba estudiar historia, cada vez que se usa la frase “viajar te hace crecer como persona”, sin especificar ni cómo ni adónde viajar, cuando se confunde el contenido crítico con el contenido producido por el espectáculo, para anular así manifestaciones auténticas (pensemos en “El Club de la Lucha”) lo convencional avanza en su empeño por sustituir los viejos valores por una amalgama de postulados utilitaristas y útiles sólo para unos pocos.
Lo convencional es el vacío que se nos inyecta desde que hace 20 años se comprobó que el beneficio de las élites sería aún mayor si se dejaba de dar alas a esas molestas clases medias, esas personas que, después de ir a la universidad, dejaban de identificarse con el Manchester fabril de 1889 y preferían hacerlo con la Viena wittgensteiniana.
Lo convencional, en su afán por destruir el pensamiento se mezcla con las tradiciones más absurdas y, contra lo que pueda parecer, las fomenta. En un país como este, amigo de los empujones en vallas frente a imágenes religiosas, en un país propicio al chiringuito lo convencional adquiere tintes grotescos: tan vacío como en el mundo sajón, tan espectacular y falso como allí, pero falto de ese carácter práctico que viene a sustituir al viejo espíritu burgués del trabajo por el progreso por el espíritu del trabajo por el beneficio.
Cada vez me siento más lejos de las motivaciones de mis contemporáneos, cada vez me siento más ajeno a lo que estremece a mis compañeros, a mis amigos. Somos los jóvenes los que debemos hacer algo, los que debemos negarnos a aceptar un mundo en el que todo queda cifrado en términos de intercambio mercantil. Pero ¿a qué Sartre, a qué Debord vamos a prestar hoy atención? ¿Cómo evitar que el exceso de información nos impida ver más allá de la forma en que se nos presenta esa información?