Ayer mi felicidad estaba al nivel de las nubes, y la sentía en mi corazón, porque había entrado en mi vida una preciosa dama gatuna a la que he llamado Roncha. No sé por qué razón exactamente le puse este nombre. Pero mientras la miraba todo contento a través del cristal manoseado de la tienda de animales del carrefour, tuve como un flashback a una anterior reencarnación y supe que tenía que quedármela y llamarla Roncha. Quizá tuviera una gata igual en una vida anterior, en el barroco o en el cretácico, esto nunca se puede saber, y de hecho hay muchos filósofos que defienden esta teoría. Me saqué todo el dinero que me había traído el bueno de papá noel, que no son los padres, para los hijos de Torbe, de los calzoncillos, porque ahí nunca miran los gitanos que ya suelen ir bien sobrados de caca, y me fui lleno de emoción y cariño por mi futura gata a la caja, y le dije con voz imperativa al que estaba detrás de ella que podía sacar a Roncha de su jaula transparente, porque había un ser humano dispuesto a darle libertad y mucho amor, aunque también disciplina, porque el amor sin disciplina es una mierda. Me dijo que no sabía quién era Roncha, y yo me reí un montón y me disculpé, y le dije que ya tenía tan interiorizado que la iba a llamar Roncha que daba por hecho que todo el mundo sabía ya que ése era su nombre, que él además no aparecía en mi flashback y no podía tener ni puta idea de mi vida.
Señalé a Roncha y me la trajo y la puso en mis brazos, y la abracé todo lo fuerte que pude para que supiera que nunca jamás me perdería. Luego me dijo el precio, y yo le contesté muy seriamente que era indignante que se pusiera precio a un ser vivo tan bello, pero que por esta vez pasaba. Le di un billete de cien euros, pero justo antes de que lo cogiera, me di cuenta de que pegada a él había una lentejita con un pelito, y la retiré con unos reflejos dignos de spiderman. Menos mal que estaba pegado el pelito a la lenteja. Yo creo que Dios ha dispuesto que a cada lentejita de caca haya pegado un pelito, para que uno las pueda coger fácilmente sin ensuciarse las manos limpias que huelen a nenuco, como las mías. Luego se lo devolví, y le dije con una ironía muy fina que las lentejas estaban bien, pero mejor en un plato. Me miró con una cara un poco extraña, me dio la vuelta y me fui, no sin antes pedirle con mucho respeto una bolsa para la gatita Roncha. Luego le hice un agujero para que pudiera respirar y la cerré bien por arriba para que no se escapara y no tuviera que enfrentarse a los horrores de la calle.
Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue abrir la bolsa y sacar a Roncha, que estaba un poco mareada. Pero la abracé fuerte contra mí y puse su cara frente a la mía y le aseguré en lenguaje gato que lo peor había pasado y que ya estaba con su nuevo padre que la amaría siempre hasta su muerte con amor imperecedero.
Pero entonces me decepcionó, porque empezó a maullar como si estuviera loca. Yo me puse a llorar, y le pregunté si acaso no me recordaba de las otras reencarnaciones, que yo sí la recordaba, y que los amigos se mantenían fieles. Pero cada vez que me acercaba a ella levantaba su pata derecha maligna y me apuntaba con sus zarpas llenas de odio. Y esto yo no lo podía consentir. Le dije muy seriamente que yo la amaba, pero que eso no significaba que no estuviera dispuesto a administrarle disciplina paternal de padre de mejillas rosadas que se inclina a su hijo y le mira con una sonrisa llena de amor. Le dije que contaría hasta cinco, y que tenía hasta entonces para dejar de estar enojada y dejarme que la cogiera para darle una ducha. Conté hasta cinco en idioma gato. Uno, dos, tres, cuatro, cuatro coma cinco, cuatro coma siete. Y luego pareció calmarse y fui a cogerla, y me arañó en la mano.
Yo estaba dolido en el alma, y sentía como si mi propia madre me hubiera tirado por un acantilado, como si mi propio hijo me hubiera violado rectalmente, como si alguien escupiera sobre todo el cariño que yo le dedico con mi buena fe. Le dije: Roncha, yo te lo dije, amor mío. Entonces fui a por un cinturón de los de anilla gorda que tiene mi madre y empecé a darle de hostias hasta dejarla inconsciente, para poder ducharla mejor. La verdad, no me dio ningún problema cuando la duchaba, y eso que dicen que a los gatos no les gusta. Estuve como veinte minutos frotando la esponja por su lindo pelaje, y luego llené la bañera y la metía debajo del agua a ver cuánto tiempo aguantaba, y la verdad es que tenía mucha capacidad pulmonar Roncha. Luego la miré con ojos cariñosos y le aseguré que nunca le haría nada malo y que la perdonaba por haber sido rebelde, porque era normal que tuviera desconfianza después de eones.
Después la acosté y me fui a ver en la tele un programa de gatos, mientras comía crispis. Pero los crispis siempre me dan mal humor, y pensé que era mejor que todavía no tuviera gato. Así cogí a Roncha casi llorando, le di un beso en la frente, aunque un beso humanosexual, y luego la tiré desde la azotea de mi noveno.
Pero ni siquiera se puso de pie. Después de todo, creo que ni siquiera era lo suficientemente gata para mí.
Señalé a Roncha y me la trajo y la puso en mis brazos, y la abracé todo lo fuerte que pude para que supiera que nunca jamás me perdería. Luego me dijo el precio, y yo le contesté muy seriamente que era indignante que se pusiera precio a un ser vivo tan bello, pero que por esta vez pasaba. Le di un billete de cien euros, pero justo antes de que lo cogiera, me di cuenta de que pegada a él había una lentejita con un pelito, y la retiré con unos reflejos dignos de spiderman. Menos mal que estaba pegado el pelito a la lenteja. Yo creo que Dios ha dispuesto que a cada lentejita de caca haya pegado un pelito, para que uno las pueda coger fácilmente sin ensuciarse las manos limpias que huelen a nenuco, como las mías. Luego se lo devolví, y le dije con una ironía muy fina que las lentejas estaban bien, pero mejor en un plato. Me miró con una cara un poco extraña, me dio la vuelta y me fui, no sin antes pedirle con mucho respeto una bolsa para la gatita Roncha. Luego le hice un agujero para que pudiera respirar y la cerré bien por arriba para que no se escapara y no tuviera que enfrentarse a los horrores de la calle.
Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue abrir la bolsa y sacar a Roncha, que estaba un poco mareada. Pero la abracé fuerte contra mí y puse su cara frente a la mía y le aseguré en lenguaje gato que lo peor había pasado y que ya estaba con su nuevo padre que la amaría siempre hasta su muerte con amor imperecedero.
Pero entonces me decepcionó, porque empezó a maullar como si estuviera loca. Yo me puse a llorar, y le pregunté si acaso no me recordaba de las otras reencarnaciones, que yo sí la recordaba, y que los amigos se mantenían fieles. Pero cada vez que me acercaba a ella levantaba su pata derecha maligna y me apuntaba con sus zarpas llenas de odio. Y esto yo no lo podía consentir. Le dije muy seriamente que yo la amaba, pero que eso no significaba que no estuviera dispuesto a administrarle disciplina paternal de padre de mejillas rosadas que se inclina a su hijo y le mira con una sonrisa llena de amor. Le dije que contaría hasta cinco, y que tenía hasta entonces para dejar de estar enojada y dejarme que la cogiera para darle una ducha. Conté hasta cinco en idioma gato. Uno, dos, tres, cuatro, cuatro coma cinco, cuatro coma siete. Y luego pareció calmarse y fui a cogerla, y me arañó en la mano.
Yo estaba dolido en el alma, y sentía como si mi propia madre me hubiera tirado por un acantilado, como si mi propio hijo me hubiera violado rectalmente, como si alguien escupiera sobre todo el cariño que yo le dedico con mi buena fe. Le dije: Roncha, yo te lo dije, amor mío. Entonces fui a por un cinturón de los de anilla gorda que tiene mi madre y empecé a darle de hostias hasta dejarla inconsciente, para poder ducharla mejor. La verdad, no me dio ningún problema cuando la duchaba, y eso que dicen que a los gatos no les gusta. Estuve como veinte minutos frotando la esponja por su lindo pelaje, y luego llené la bañera y la metía debajo del agua a ver cuánto tiempo aguantaba, y la verdad es que tenía mucha capacidad pulmonar Roncha. Luego la miré con ojos cariñosos y le aseguré que nunca le haría nada malo y que la perdonaba por haber sido rebelde, porque era normal que tuviera desconfianza después de eones.
Después la acosté y me fui a ver en la tele un programa de gatos, mientras comía crispis. Pero los crispis siempre me dan mal humor, y pensé que era mejor que todavía no tuviera gato. Así cogí a Roncha casi llorando, le di un beso en la frente, aunque un beso humanosexual, y luego la tiré desde la azotea de mi noveno.
Pero ni siquiera se puso de pie. Después de todo, creo que ni siquiera era lo suficientemente gata para mí.