Mierda que tenia guardada en un pendrive

Max_Demian

Puta rata traicionera
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17 Jul 2005
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Generalmente pasaba su tiempo a solas. No le importaba, de hecho encontraba placentera la soledad. Nunca supo como tratar a las demás personas. Se creía demasiado extraño como para pensar que las demás mentes funcionaban de una manera parecida a la suya y esto le hacía no empatizar con casi nadie. Vivía en calma, no tenía ningún asunto lo suficientemente grave y complicado como para llamarlo problema. Muchas veces pensaba en su fortuna al poder vivir sin sobresaltos y procuraba no complicar su existencia manteniendo una distancia prudencial con todo el mundo.

El primer año que pasó estudiando en la gran ciudad se hospedó en una residencia de estudiantes. El segundo año encontró un pequeño y céntrico estudio que llegaría a convertirse en su verdadero y único hogar. Le gustaba cerrar la puerta tras de sí al llegar de la calle y sentir la seguridad y el calor de su pequeña casa. No resultaba excesivamente caro, pero sus padres empezaron a preocuparse por el carácter melancólico y solitario de su único hijo. Comenzaban a pensar que padecía algún trastorno de la personalidad.
Al fin y al cabo nunca se despegó de las faldas de su madre antes de tener que irse a estudiar a la gran ciudad. Fue un cambio bastante radical. En su pueblo, Alberto fue un chico bastante normal. Quizás por aquel entonces le caracterizaba su carácter introvertido y su formalidad, muchas veces impropias de un niño. Nunca disgustó gravemente a sus padres y siempre sacó buenas notas en el colegio y el instituto. Los profesores no tenían queja alguna ni de su rendimiento ni de su comportamiento. Cuando acabó el instituto no tenía muy clara su vocación, de manera que pensó en estudiar algo que le pudiera reportar satisfacción personal. Se decantó por una carrera científica y puso rumbo a la gran ciudad, dejando atrás los que a la larga serían los mejores años de su vida.

Alberto sintió una gran nostalgia por sus padres las primeras semanas. Sus compañeros eran buenos chicos, pero no se sentía especialmente inclinado por ninguno. No había nadie que fuera de algún lugar cercano a su pequeña ciudad natal. Sentía las dentelladas de la soledad a cada momento y llegó a pensar que no sería capaz de soportarlo. Las clases le parecían largas y aburridas, la facultad le parecía estar demasiado llena de gente. Los chicos de la gran ciudad tenían personalidades excéntricas que se manifestaban en sus formas de vestir y de vivir.

Una mañana de principios de noviembre sucedió algo. Los días anteriores había advertido la presencia de un chico en una de sus clases. Se sentaba delante de él, solo, sentado muy recto y siempre vestido con colores muy oscuros, lo cual le daba un aire misterioso. No parecía ser el tipo de estudiante juerguista y procrastinador que tanto abundaba por allí. Alberto se dirigía a la cafetería de la facultad, ya que a esa hora tenía un hueco en su horario. Le gustaba sentarse y tomar un café mientras escuchaba música y hojeaba cualquier libro. Al entrar en la cafetería sintió que alguien clavaba su mirada en él. Era el chico que se sentaba delante de él en clase. Estaba en la barra de la cafetería esperando que le atendiera. Alberto se acercó a la barra y aguardó su turno mientras su compañero apartaba educadamente la mirada.
Alberto pidió su café y cuando se lo sirvieron se sentó en una mesa. Sacó su reproductor de música y comenzó a leer el libro que últimamente traía entre manos. Se trataba del Fausto de Goethe. Al poco rató sintió una presencia a su lado.

-Hola, me llamo Diego. Coincidimos en clase de Antropología. ¿Puedo sentarme?
-Claro, siéntate –dijo Alberto mientras guardaba su reproductor.
-Gracias. Quizás te resulte un poco extraño todo esto, no suelo abordar a la gente así.
-No te preocupes, no me siento abordado de ninguna manera.
-Genial. He visto lo que estás leyendo y me ha parecido un poco sorprendente. No veo muy a menudo a gente leyendo un clásico de esa envergadura.
-Bueno, en realidad no soy ningún entendido.
-No hace falta serlo. ¿Por qué parte vas?
-Acabo de empezarlo ahora.
-Genial. Me gustaría ser tú para poder volver a leer ese libro por primera vez. Ahora que lo pienso, quizás debería volver a leerlo. No recuerdo más que el argumento principal y la fascinación que me produjo. Ese libro tiene algo especial.
Alberto estaba desconcertado y no sabía qué decir.
-Perdón –Diego encendió un cigarrillo y ofreció otro a Alberto-, esto debe resultarte muy extraño. La gente, por norma general, no suele hablar de obras cumbre de la literatura alemana nada más conocerse. Reconozco que me gusta mucho leer, y no precisamente best-sellers.
-Entiendo –dijo Alberto cada vez más confuso.
-¿Es tu primer año?
-Sí, apenas llevo un mes y medio viviendo aquí.
-Yo estoy en mi tercer año. Estudio una ingeniería pero cogí Antropología como asignatura libre.
-Curioso,

Las chicas pasaban por su lado arrastrando tras de sí las miradas de sus amigos. La función había comenzado. Tenía la sensación de asistir en vivo a la filmación de un documental de la National Geographic. El ritual se presentaba enrevesado y sencillo al mismo tiempo. Alberto fumaba un cigarrillo y bebía una copa que le sabía a rayos mientras admiraba la puesta en escena que había en ese lugar.

En su mayoría, los muchachos estaban ataviados con camisetas ceñidas decoradas con toda una serie de letras y dibujos que competían en originalidad sin mucho éxito. Los torsos musculados en el gimnasio se perfilaban detrás de las ceñidas telas. Predominaban los pantalones tejanos desgastados artificialmente. En realidad parecía que iban vestidos con ropa comprada a granel, o eso le parecía a Alberto. Las chicas eran más atrevidas, se veían toques personales en cada atuendo, ya fuera un pañuelo de color vivo, un chaleco desabrochado o cualquier complemento llevado con soltura. De todas formas, también presentaban un aspecto bastante homogéneo.

En este clima tan compacto y definido, Alberto luchaba por divertirse. La música le atronaba sin descanso y la copa con cigarrillo fumado compulsivamente y sin ganas le estaban revolviendo el estómago. Sus amigos se dispusieron formando un corro. Todo el mundo estaba formando corros que parecían microcosmos y que de vez en cuando perdían a algún integrante que estrechaba la mano o daba dos besos a otra persona, segregada a su vez de su círculo.

La conversación no era excesivamente animada. David se movía levemente al ritmo de la música mientras escudriñaba el percal en busca de alguien conocido. Juanma se inclinaba burlonamente hacia Santi mientras ambos reían y Alberto permanecía paralizado con la chaqueta en la mano. En su interior se desencadenaba una batalla campal: no sabía qué hacer. Temía dar la impresión de no estar pasándolo bien y que sus amigos le preguntaran. También pretendía evitar parecer ansioso por irse, lo cual multiplicaba este efecto a los ojos de los demás. Afortunadamente había dejado la copa sobre una mesa alta que estaba llena de vasos y botellas de refresco vacías y había decidido no volver a llevarse un cigarro a la boca hasta que saliera a la calle. Ni siquiera estaba borracho, lo cual era indudablemente la fuente de toda esa incomodidad.

Parecía que iba a ser una noche más. Todo indicaba que llegaría a su casa, se pondría el pijama y se sentaría frente al ordenador unos minutos antes de acostarse, vencido por el cansancio. Pero era muy temprano todavía, apenas las dos de la mañana. Realmente estaba en una encrucijada. Su tensión iba en aumento y la ansiedad le empezaba a levantar dolor de cabeza. Empezaba a tener tentaciones de desertar, salir a escondidas a la calle y buscar un taxi que le llevara a su casa.

-¿Qué te pasa, tío?- preguntó David, acercándose al oído de Alberto.
-Nada, que me duele un poco la cabeza y el garrafón me está revolviendo el estómago.
-A ver si vienen estas, no tienen que tardar. Ya verás, son unas chicas muy majas, para lo buenas que están no se lo tienen muy creído. ¡Ja, ja!

Alberto pensó que David era un buen chico. En cierto modo sentía cierta envidia hacia él, porque era un chico desenfadado con una mentalidad acorde a su edad y a su tiempo. No pasaba tardes enteras analizando cosas intrascendentes que no le iban a reportar ninguna clase de beneficio, envenenando su alma poco a poco y dirigiéndose al abismo de la locura.
Santi fue a pedir otra copa. Alberto le notaba muy animado, tenía una actitud totalmente festiva que era contagiosa, lo cual se agradecía. David le había hablado bastante de sus amigas y Santi sentía que esa noche era su noche: la cópula le parecía inminente. Alberto encontraba asombrosa la promiscuidad de sus amigos, pero concretamente le fascinaba la falta total de ética que Santi tenía para los asuntos de faldas. Prácticamente le daba igual con quién acabar la noche, para él lo importante era que la mañana le sorprendiera en los brazos de una chica, preferiblemente desconocida.
Entre tanto, las chicas que David esperaba entraron en el local. Fue a recibirlas como es debido. Una vez cumplido el protocolo más elemental procedió a efectuar las presentaciones oportunas. En un primer momento ninguna llamó la atención de Alberto, lo cual le hizo mostrarse un poco indiferente. Le parecían demasiado guapas para él. En cambio las encontraba perfectas para sus amigos. Era la misma historia de siempre: un chico como él no encajaba con el tipo de chica que pudiera presentarle una persona como David.

Desde luego, era mejor arriesgarse con el alcohol que pasar las horas que tenía por delante en un estado de tensión como el que había tenido hasta ese momento. Alberto fue a pedirle consejo a su amigo el escocés, que siempre le había sido fiel. Afortunadamente la discoteca no estaba excesivamente llena. La barra presentaba huecos por doquier. La camarera, una chica impresionante, se inclinó hacia él, para escucharle mejor, en un estudiado movimiento que no dejaba al aire sus turgentes senos más de lo necesario. Este recato chocaba un poco con el escote desmesurado que llevaba.

-Whisky con coca-cola.
-¿Qué whisky?
-Cutty Shark.

La camarera, desenvolviéndose con soltura detrás de la barra, cogió un vaso y, ayudada por unas pinzas, encestó con destreza unos cuantos hielos dentro de él. A Alberto le encantaba todo eso, porque los camareros parecían trabajar al ritmo de la música. Lo que más le gustaba eran las camareras que aún no tenían gran destreza con las pinzas de los hielos, por llevar poco tiempo en el oficio. A continuación, la chica depositó en la húmeda barra una botella de refresco, la abrió, desenroscó el tapón de una botella de etiqueta amarilla que reposaba en un estante a rebosar de espíritu y llenó medio vaso. Sin pararse a valorar si había quedado medio lleno o medio vacío, miró con impaciencia al cliente mientras pronunciaba el precio de aquello. Alberto pagó la consumición y procedió a hacer la mezcla de bebidas. Siempre le sobraba un poco de refresco y nunca sabía qué hacer con él. La gente solía beber el combinado hasta que cabía el refresco excedente, pero eso suponía transportar la botellita hasta el lugar en el que estaba establecido el corro al que se pertenecía. Alberto hizo de tripas corazón y dio un largo trago al combinado, desalojando el líquido suficiente para poder echar lo que quedaba de refresco dentro del vaso. Un escalofrío recorrió su cuerpo, su cara se torció en un extraño gesto producido por el extraño sabor del combinado, y así terminó el ritual de iniciación a la borrachera que se avecinaba. Con una expresión mucho más relajada volvió con sus amigos.

Un par de chicas se habían ido a depositar sus abrigos en el ropero y las otras dos se cruzaron con Alberto. Le interpelaron con cordialidad e intercambiaron sonrisas. Alberto se dio cuenta de que David llevaba razón: parecían muy simpáticas.
La verdad es que poco o nada sabían de ellas. Cada una tenía una historia a sus espaldas, cada una estaba en ese lugar por un motivo. Cada una albergaba unos proyectos y unas ilusiones diferentes que ellos desconocían, pero la suerte estaba echada. Las figuras se encontraban dispuestas en el tablero y la partida había comenzado. Alberto consumió su copa con rapidez mientras se rompía el hielo.

Santi ya no bebía al ritmo de antes, estaba centrado en una conversación llena de requiebros con una chica llamada Marta. Marta estaba terminando una diplomatura en turismo y no sabía qué iba a hacer en el futuro. Estaba planteándose irse un año a vivir a Londres para perfeccionar su inglés. Santi estaba estudiando derecho y aún le quedaba un poco para terminar. Mientras escuchaba a Marta le lanzaba miradas fugaces a los pechos que ella advertía perfectamente. Estaban tanteándose.

Juanma y David estaban hablando con las otras tres chicas. Sus nombres eran Verónica, Sandra y Cristina. El peso de la conversación lo llevaban David y Sandra, que eran compañeros de clase. Había cierta tensión sexual no resuelta entre ellos, pero parecían darse cuenta de que lo que surgiera iba a ser algo más sólido y eso les intimidaba un poco. Parecían congeniar. Ambos estudiaban periodismo y tenían muchas anécdotas que contar. Juanma no dejaba de observar a Cristina, que parecía bastante tímida. Verónica empezaba a sentirse incómoda. Alberto apareció de la nada con una nueva copa en la mano.

-¿Te aburres? – le dijo a Verónica mientras le ofrecía un cigarro.
-No, no, claro que no – dijo mientras rechazaba con la mano.
-Muy bien. Yo he decidido no aburrirme.
-¿Lo has decidido?
-Sí, me refiero a que he decidido alcoholizarme al menos un poco para hacer más llevadero todo esto.
-¿A qué te refieres?
-Ya sabes, este ambiente, este bar, esta música tan propicia para el baile.
-No entiendo muy bien a qué te refieres. ¿No soléis venir por aquí?
-Bueno, realmente sí. Pero eso no significa que me guste este sitio.

Verónica estaba sorprendida. No sabía si estaba hablando con un borracho, con un bromista o con un colgado. Trabajaba en unas oficinas de auxiliar contable. Tenía veintidós años y cuatro meses atrás dejó a su novio de toda la vida porque la relación no iba a ninguna parte. Le gustaba leer libros que eran éxitos de ventas y por lo demás llevaba una vida bastante aburrida, aunque ella no lo sabía. En general nadie sabía que su vida era aburrida. Nadie era realmente consciente de que en algún momento indeterminado del futuro iba a morir para siempre, por eso se dejaban llevar vagamente por donde la vida les conducía.

Alberto contemplaba a Verónica pensando en la manera de reconducir la conversación a un punto más distendido, pero no se le ocurría ninguna manera de hacerlo. Tampoco llegaba a comprender por qué se tomaba esas molestias por agradar. Verónica volvió su mirada hacia él.

-¿Me das un cigarro? Me lo he pensado mejor.
-Claro.
Alberto sacó el tabaco y el encendedor y dio un cigarrillo a Verónica. Este pequeño gesto ayudó a romper el hielo.
-¿Si no te gusta este sitio por qué vienes aquí?
-Esa es una buena pregunta. Supongo que tengo la necesidad de hacer cosas normales de vez en cuando.
 
Sólo he leído el primer spoiler. Parece incompleto, así que deja que te lo termine.



Generalmente pasaba su tiempo a solas. No le importaba, de hecho encontraba placentera la soledad. Nunca supo como tratar a las demás personas. Se creía demasiado extraño como para pensar que las demás mentes funcionaban de una manera parecida a la suya y esto le hacía no empatizar con casi nadie. Vivía en calma, no tenía ningún asunto lo suficientemente grave y complicado como para llamarlo problema. Muchas veces pensaba en su fortuna al poder vivir sin sobresaltos y procuraba no complicar su existencia manteniendo una distancia prudencial con todo el mundo.

El primer año que pasó estudiando en la gran ciudad se hospedó en una residencia de estudiantes. El segundo año encontró un pequeño y céntrico estudio que llegaría a convertirse en su verdadero y único hogar. Le gustaba cerrar la puerta tras de sí al llegar de la calle y sentir la seguridad y el calor de su pequeña casa. No resultaba excesivamente caro, pero sus padres empezaron a preocuparse por el carácter melancólico y solitario de su único hijo. Comenzaban a pensar que padecía algún trastorno de la personalidad.
Al fin y al cabo nunca se despegó de las faldas de su madre antes de tener que irse a estudiar a la gran ciudad. Fue un cambio bastante radical. En su pueblo, Alberto fue un chico bastante normal. Quizás por aquel entonces le caracterizaba su carácter introvertido y su formalidad, muchas veces impropias de un niño. Nunca disgustó gravemente a sus padres y siempre sacó buenas notas en el colegio y el instituto. Los profesores no tenían queja alguna ni de su rendimiento ni de su comportamiento. Cuando acabó el instituto no tenía muy clara su vocación, de manera que pensó en estudiar algo que le pudiera reportar satisfacción personal. Se decantó por una carrera científica y puso rumbo a la gran ciudad, dejando atrás los que a la larga serían los mejores años de su vida.

Alberto sintió una gran nostalgia por sus padres las primeras semanas. Sus compañeros eran buenos chicos, pero no se sentía especialmente inclinado por ninguno. No había nadie que fuera de algún lugar cercano a su pequeña ciudad natal. Sentía las dentelladas de la soledad a cada momento y llegó a pensar que no sería capaz de soportarlo. Las clases le parecían largas y aburridas, la facultad le parecía estar demasiado llena de gente. Los chicos de la gran ciudad tenían personalidades excéntricas que se manifestaban en sus formas de vestir y de vivir.

Una mañana de principios de noviembre sucedió algo. Los días anteriores había advertido la presencia de un chico en una de sus clases. Se sentaba delante de él, solo, sentado muy recto y siempre vestido con colores muy oscuros, lo cual le daba un aire misterioso. No parecía ser el tipo de estudiante juerguista y procrastinador que tanto abundaba por allí. Alberto se dirigía a la cafetería de la facultad, ya que a esa hora tenía un hueco en su horario. Le gustaba sentarse y tomar un café mientras escuchaba música y hojeaba cualquier libro. Al entrar en la cafetería sintió que alguien clavaba su mirada en él. Era el chico que se sentaba delante de él en clase. Estaba en la barra de la cafetería esperando que le atendiera. Alberto se acercó a la barra y aguardó su turno mientras su compañero apartaba educadamente la mirada.
Alberto pidió su café y cuando se lo sirvieron se sentó en una mesa. Sacó su reproductor de música y comenzó a leer el libro que últimamente traía entre manos. Se trataba del Fausto de Goethe. Al poco rató sintió una presencia a su lado.

-Hola, me llamo Diego. Coincidimos en clase de Antropología. ¿Puedo sentarme?
-Claro, siéntate –dijo Alberto mientras guardaba su reproductor.
-Gracias. Quizás te resulte un poco extraño todo esto, no suelo abordar a la gente así.
-No te preocupes, no me siento abordado de ninguna manera.
-Genial. He visto lo que estás leyendo y me ha parecido un poco sorprendente. No veo muy a menudo a gente leyendo un clásico de esa envergadura.
-Bueno, en realidad no soy ningún entendido.
-No hace falta serlo. ¿Por qué parte vas?
-Acabo de empezarlo ahora.
-Genial. Me gustaría ser tú para poder volver a leer ese libro por primera vez. Ahora que lo pienso, quizás debería volver a leerlo. No recuerdo más que el argumento principal y la fascinación que me produjo. Ese libro tiene algo especial.
Alberto estaba desconcertado y no sabía qué decir.
-Perdón –Diego encendió un cigarrillo y ofreció otro a Alberto-, esto debe resultarte muy extraño. La gente, por norma general, no suele hablar de obras cumbre de la literatura alemana nada más conocerse. Reconozco que me gusta mucho leer, y no precisamente best-sellers.
-Entiendo –dijo Alberto cada vez más confuso.
-¿Es tu primer año?
-Sí, apenas llevo un mes y medio viviendo aquí.
-Yo estoy en mi tercer año. Estudio una ingeniería pero cogí Antropología como asignatura libre.
-Curioso,
curioso. ¿Sabes qué significa antropología?
-Sí, claro; es la ciencia social que estudia a los hombres dentro de una cultura.
-¿Y si?... Bah, déjalo, es sólo una optativa y no creo que te la tomes tan en serio.
-¡No, di, di!
-Quiero decir, si quieres profundizar en el estudio del hombre dentro de las culturas, yo podría ofrecerme voluntario para... para que profundizaras en mí, también para que me estudiaras dentro de tu cul... Te metería toda mi hombría en tu contexto, ya sabes.

Alberto, tímido, se ruborizó.

Aquella noche perdió su virginidad anorectal, y su mierda retrocedió una fase digestiva. El sidra le hizo encarar los años que siguieron desde una postura más vitalista.








 
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