Los chicos de ciudad hemos sido ajenos a una de las manifestaciones antropológicas y una de las tradiciones más bellas que atesora este país, como es la de que el padre se lleve de putas al hijo.
El otro día veía uno de estos programas plagiados de Callejeros, en el que un habitante del mundo rural explicaba cómo acudía al lupanar de las afueras de su pueblo cuatro veces al mes y que, en cierta ocasión, asistió junto a su hijo para que se fogueara, de cara a próximas conquistas.
Y mientras los gañanes disfrutaban de auténticas diosas del sexo -brasileñas de 46 años con VIH, tres hijos y deudas con rumanos por heroína- nosotros, urbanitas, hemos tenido que lidiar con coquetas lorealistas, sosas y mansas, a las cuales hemos adiestrado como hemos podido -con inutilidad manifiesta las primeras veces-, hasta que han madurado, han salido del capullo y han volado lejos de nosotros, haciéndonos quedar como completos mamarrachos.