Spawner
Muerto por dentro
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- 10 Dic 2005
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Era junio y me habían ofrecido trabajar de vigilante en una caseta de la feria. Una asociación de montañeros había conseguido una licencia y habían montado todo el pifostio para el Corpus. Allí, entre el albero y la estructura metálica prefabricada, habían dispuesto motivos y objetos de la asociación: piolets, picolas y una tienda campaña Quechua.
Mi única función era llegar a última hora de la noche, a eso de las 2 durante los primeros días y a las 5 ó así en los últimos, ésos que coinciden con las festividades y en los que más afluencia de gente hay. Llegaba, ayudaba a recoger un poco, regaba el suelo y hacía un poco de tiempo leyendo o con el ordenador hasta que llegaba la mañana y pasaban los de las basuras o los que venían a traer el alcohol para el día siguiente. Era un trabajo de mierda pero no me pagaban mal y no tenía más responsabilidad que no quedarme dormido.
La caseta tenía forma de L. Al entrar tenías la zona de mesas y demás y, al fondo, la cocina. En el palito corto de la L, que estaba conforme entrabas a la izquierda, se encontraban los baños prefabricados y una zona descubierta para fumar. Allí, bajo un toldo habían puesto la tienda de campaña en la que algunas veces me metía.
Era el último día, el sábado, y en el Ferial la gente iba pasada. De hecho, me llamaron para que fuera a antes e hiciera las veces de portero. Tuve que echar a un par de ellos que se pusieron más cansinos de la cuenta y poco más. Cuando todos se fueron, a eso de las 5 de la mañana, yo estaba cansado, además de mi trabajo de verdad, llevaba toda la semana sin dormir bien y los ojos se me medio cerraban, así que me fui a la tienda un rato porque, total, en breve amanecería y raro sería que pasase algo.
Soy del tipo de personas que se duermen antes de pensarlo así que caí rendido nada más abrir la puertecilla de cremallera pese al follón que armaban algunos de los que aún seguían de fiesta.
No creo que hubiera pasado ni media hora cuando me despertaron unos ruidos. Más inconsciente que otra cosa, pensé que había entrado alguien y que, al final, me tendría que liar a hostias. Normalmente me despierto de súbito, pero esta vez estaba totalmente apollardado, así que aparté la tela de puertecilla mientras intentaba incorporarme con torpeza y pensaba en que siempre podría arreglarlo sin tener que dar o recibir un golpe cuando escucho un ruido que en el momento no supe identificar pero que no relacionaba yo con el de alguien que estuviera robando.
Al salir de la tienda y levantar la cabeza vi una de las imágenes más excitantes y atractivas de mi vida. Jamás la olvidaré. Sobre una de las mesas de madera que la asociación usaba en sus locales y que habían montado allí, había una chica de unos 20 años con la falda corta remangada, las piernas bien separadas con los pies apoyados en en la superficie de la mesa y con un joven, de rodillas, devorando su sexo como si no hubiera mañana. El poco tiempo que pude mirar vi cómo el muchacho metía los dedos con empeño dentro de los jóvenes labios de la muchacha mientras ésta le agarraba de la media melena que él llevaba y se pasaba la otra mano por encima de la camisa blanca para acariciarse los pezones.
Dormido pero no gilipollas, pensé que eso lo quería ver terminar. Tenía la polla más dura de lo que podría imaginar y decidí que no estaría mal masturbase viendo eso. A fin de cuentas, ellos estaban allanando una propiedad privada. Así que, muy en silencio, retrocedí lo poco que había avanzando con la intención de entrar en la tienda y desde ahí, a lo Vieja del Visillo, terminar de pajearme. Con suerte la chica se la comería a él y acabarían follando.
Pero entre el sueño, mi natural torpeza, la excitación y la mi poca fortuna, quiso la mala suerte que, al retroceder, golpease una lata de cerveza aplastada que estaba en el suelo y que salió disparada hacia atrás impactando contra uno de los barriles de cerveza vacíos que a la mañana habrían de llevarse.
La chica abrió los ojos y me miró de inmediato. Cerró las piernas tan fuerte que casi aplastó al chico dentro y dio un salto al suelo perdiendo por el camino una chancla. Hostia, hostia, fue lo único que dijo mientras se iba colocando la ropa y salía disparada hacia la puerta de tela. Coño, tío, puta mala suerte, musitó el muchacho que, con decepción, me miró con algo de rencor y que, con parsimonia, fue en busca de la chica a la que le acababa de comer el coño.
Yo me quedé de pie, como un gilipollas, más duro que un bloque de hormigón. Estaba cansado y empalmado a partes iguales. En la mesa, todavía quedaban restos de la humedad salada de la chica y la saliva del chico. Aún olía a sexo y yo necesitaba eyacular, así que cogí la sandalia perdida de mi Cenicienta particular y, con ella en la mano, me saque la polla y empecé a masturbarme sobre el pequeño charquito que había en la madera. Restregué mi miembro por la superficie y apenas si taré un minuto en correrme, cosa que hice sobre la puta chancla. Al girarme, para ir a tirarla, descubrí que, en ese momento, era yo el espiado y otro el voyeur. El muchacho había vuelto a por la sandalia de su pareja, imagino que para conseguir terminar de rapiñar su mamada, y me contemplaba mientras yo estaba con media polla fláccida fuera sosteniendo, empapado en lefa, lo que él veía a buscar.
Joder, qué puto asco, dijo. Yo me encogí de hombros y levanté la sandalia en su dirección a modo de ofrecimiento. Que te den, fue su única respuesta.
Todavía con la polla al aire, me volví a la tienda y, ya desde la puerta, tiré la sandalia mojada a un contenedor donde se hundió entre las botellas y latas gastadas. Me tumbé y ya no me volví a despertar hasta que pasaron los camiones de basura dos horas más tarde para llevarse todo: las latas, las botellas, la sandalia y mi dignidad.
Fue una de las pajas más satisfactorias de mi vida.
Mi única función era llegar a última hora de la noche, a eso de las 2 durante los primeros días y a las 5 ó así en los últimos, ésos que coinciden con las festividades y en los que más afluencia de gente hay. Llegaba, ayudaba a recoger un poco, regaba el suelo y hacía un poco de tiempo leyendo o con el ordenador hasta que llegaba la mañana y pasaban los de las basuras o los que venían a traer el alcohol para el día siguiente. Era un trabajo de mierda pero no me pagaban mal y no tenía más responsabilidad que no quedarme dormido.
La caseta tenía forma de L. Al entrar tenías la zona de mesas y demás y, al fondo, la cocina. En el palito corto de la L, que estaba conforme entrabas a la izquierda, se encontraban los baños prefabricados y una zona descubierta para fumar. Allí, bajo un toldo habían puesto la tienda de campaña en la que algunas veces me metía.
Era el último día, el sábado, y en el Ferial la gente iba pasada. De hecho, me llamaron para que fuera a antes e hiciera las veces de portero. Tuve que echar a un par de ellos que se pusieron más cansinos de la cuenta y poco más. Cuando todos se fueron, a eso de las 5 de la mañana, yo estaba cansado, además de mi trabajo de verdad, llevaba toda la semana sin dormir bien y los ojos se me medio cerraban, así que me fui a la tienda un rato porque, total, en breve amanecería y raro sería que pasase algo.
Soy del tipo de personas que se duermen antes de pensarlo así que caí rendido nada más abrir la puertecilla de cremallera pese al follón que armaban algunos de los que aún seguían de fiesta.
No creo que hubiera pasado ni media hora cuando me despertaron unos ruidos. Más inconsciente que otra cosa, pensé que había entrado alguien y que, al final, me tendría que liar a hostias. Normalmente me despierto de súbito, pero esta vez estaba totalmente apollardado, así que aparté la tela de puertecilla mientras intentaba incorporarme con torpeza y pensaba en que siempre podría arreglarlo sin tener que dar o recibir un golpe cuando escucho un ruido que en el momento no supe identificar pero que no relacionaba yo con el de alguien que estuviera robando.
Al salir de la tienda y levantar la cabeza vi una de las imágenes más excitantes y atractivas de mi vida. Jamás la olvidaré. Sobre una de las mesas de madera que la asociación usaba en sus locales y que habían montado allí, había una chica de unos 20 años con la falda corta remangada, las piernas bien separadas con los pies apoyados en en la superficie de la mesa y con un joven, de rodillas, devorando su sexo como si no hubiera mañana. El poco tiempo que pude mirar vi cómo el muchacho metía los dedos con empeño dentro de los jóvenes labios de la muchacha mientras ésta le agarraba de la media melena que él llevaba y se pasaba la otra mano por encima de la camisa blanca para acariciarse los pezones.
Dormido pero no gilipollas, pensé que eso lo quería ver terminar. Tenía la polla más dura de lo que podría imaginar y decidí que no estaría mal masturbase viendo eso. A fin de cuentas, ellos estaban allanando una propiedad privada. Así que, muy en silencio, retrocedí lo poco que había avanzando con la intención de entrar en la tienda y desde ahí, a lo Vieja del Visillo, terminar de pajearme. Con suerte la chica se la comería a él y acabarían follando.
Pero entre el sueño, mi natural torpeza, la excitación y la mi poca fortuna, quiso la mala suerte que, al retroceder, golpease una lata de cerveza aplastada que estaba en el suelo y que salió disparada hacia atrás impactando contra uno de los barriles de cerveza vacíos que a la mañana habrían de llevarse.
La chica abrió los ojos y me miró de inmediato. Cerró las piernas tan fuerte que casi aplastó al chico dentro y dio un salto al suelo perdiendo por el camino una chancla. Hostia, hostia, fue lo único que dijo mientras se iba colocando la ropa y salía disparada hacia la puerta de tela. Coño, tío, puta mala suerte, musitó el muchacho que, con decepción, me miró con algo de rencor y que, con parsimonia, fue en busca de la chica a la que le acababa de comer el coño.
Yo me quedé de pie, como un gilipollas, más duro que un bloque de hormigón. Estaba cansado y empalmado a partes iguales. En la mesa, todavía quedaban restos de la humedad salada de la chica y la saliva del chico. Aún olía a sexo y yo necesitaba eyacular, así que cogí la sandalia perdida de mi Cenicienta particular y, con ella en la mano, me saque la polla y empecé a masturbarme sobre el pequeño charquito que había en la madera. Restregué mi miembro por la superficie y apenas si taré un minuto en correrme, cosa que hice sobre la puta chancla. Al girarme, para ir a tirarla, descubrí que, en ese momento, era yo el espiado y otro el voyeur. El muchacho había vuelto a por la sandalia de su pareja, imagino que para conseguir terminar de rapiñar su mamada, y me contemplaba mientras yo estaba con media polla fláccida fuera sosteniendo, empapado en lefa, lo que él veía a buscar.
Joder, qué puto asco, dijo. Yo me encogí de hombros y levanté la sandalia en su dirección a modo de ofrecimiento. Que te den, fue su única respuesta.
Todavía con la polla al aire, me volví a la tienda y, ya desde la puerta, tiré la sandalia mojada a un contenedor donde se hundió entre las botellas y latas gastadas. Me tumbé y ya no me volví a despertar hasta que pasaron los camiones de basura dos horas más tarde para llevarse todo: las latas, las botellas, la sandalia y mi dignidad.
Fue una de las pajas más satisfactorias de mi vida.
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