Relato: "Cinco Cartas"

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Trauman

RangoForero del todo a cien
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2 Nov 2003
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No hace mucho tiempo descubrí que cinco cartas y un puñado de suerte es lo único que necesito para seguir adelante.
Fue aquella mañana; el carmín había escrito en el centro del espejo: “Me voy”. Tras mal afeitarme, traté de borrar el desaguisado con el folio de uno de mis peores poemas humedecido en saliva; solo conseguí un borrón carmesí.
El desayuno no estuvo nada mal, si olvidamos el pequeño incidente de: “NO servimos desayunos más allá de las 12, señor”. Es mi problema si amo las tostadas revenidas y el café frío, ¿no?
En la calle el sol castigaba; parecía redimir todos los pecados imaginables. Mi amigo de la acera, el señor no tengo trabajo pero sí 10 hijos que mantener, clavó el turbio de sus ojos en mis zapatos.
— Se te va a evaporar el vino, amigo mío. Ponte a la sobra por el Amor de Dios.
— Yo dormía en sábanas de raso y cenaba con champagne— le costaba despegar sus labios.
— ¿Que sucedió? — pregunté fingiendo cierto interés.
— Se fue, me abandonó.
— ¿Quién?
— Ella.
Creí tener un buen consejo, así que rebusqué en el baúl de los buenos consejos; no había ninguno, me engañaba a mí mismo. Me limité a desearle buena suerte y le dejé dinero como para dos o tres cartones, según la calidad.
A pesar de mi despreciable imagen la ciudad era mía; aprovechaba la sombra de los árboles para descansar un poco del calor y respirar profundamente.
Con el tiempo me había convertido en un experto para ver pasar las horas sin hacer nada, nada de provecho al menos.
Yo era un hombre de la noche, mi aspecto me delataba: albañiles, policías, sacerdotes… todos me miraban extrañados porque invadía su ecosistema. Un tipo de la noche ¡Si señor!: oscura mirada y oscuro corazón. ¿No se supone que los poetas escriben sus mejores versos en el dolor? Yo llevaba 2 meses sin escribir una línea a derechas; la musa no encontraba el camino de vuelta, no cabía otra respuesta.
La señora y el señor de la tienda de comestibles me vendieron mi kilo de manzanas con la actitud servil irritante de siempre. Había más amor entre los albaranes y el agasajo en equipo a cada cliente que en cualquier paseo en góndola a la luz de la luna temprana, en el abril de Venecia.
A las 7 se abrían las puertas del club; a las 8 y media empezaba la partida de hoy. Soy un tipo sin mucha ocupación, así que a las 6 ya cruzaba la puerta y buscaba un buen taburete en el bar del club.
— Camarero, ponme un Vodka 7, por favor.
— ¿Cómo tan pronto por aquí? La partida no empieza hasta las 8 y media.
— Bueno, me gusta mucho tu compañía— sonreí. — ¿Sabes quién viene hoy?
— No lo sé, no me han dicho nada.
El tiempo pasaba mucho más rápido allí dentro, el reloj de Guiness marcó las 8 y media antes de lo que cabría esperar.
Yo imaginaba que a la hora señalada, en vez del cuco saldría una enorme pinta de cerveza negra, cantando: bébeme, bébeme... Ni una cosa, ni la otra; a veces imagino demasiado, pensé.

Las mismas caras desangeladas que la última vez alrededor del tapiz verde. Perfectos desconocidos arruinando grandes y pequeñas fortunas (en ocasiones ni siquiera eran fortunas) al juego de las cinco cartas.
— ¿Quién bendice la mesa? — siempre me gustó romper el hielo.
— Ya está el gracioso de siempre— dijo uno de los más veteranos.
— Si; no te va a durar la suerte eternamente, ¿lo sabías? — bramó el Gran Abogado. No me perdonaba que le dejara sin un cuarto en la última partida.
— Tranquilos señores, ya me callo; no quiero que les suba el azúcar por mi culpa.
Así que empezó el juego. Muy flojo al principio, como de costumbre.
Creo que soy un adicto al abismo del descarte; fundir las miradas que fingen una buena mano, recordar los juegos de canicas en blanco y negro.
Tengo la sensación de que me juego el jornal de la mina de mi padre en cada apuesta; me recorre un latigazo de hielo por la espalda y me estremezco; les estoy fallando a todos, suelo pensar.
A las 5 o 6 partidas, se abrió lentamente la puerta del fondo de la habitación donde jugábamos. Un tipo joven, de unos 24 años se acercó hacia nuestra mesa y con un leve acento de inglés americano, nos pidió jugar.
Todos asintieron y tomó asiento. Al menos dos o tres de los jugadores parecían conocerle. Yo pregunté al jugador de mi lado quien era aquel misterioso muchacho.
— ¿No le conoces? Es Jeffrey Libby, propietario de la compañía Aumun. Acaba de inaugurar una planta en la ciudad. Según dicen, se quedará a vivir aquí un par de años; para ver como funciona el negocio, ya sabes.
— Entiendo —contesté. No había oído hablar de él en mi vida.
— Está podrido de dinero. No tiene más que 22 o 23 años y es un genio de las finanzas. Parece que el juego le pierde; las emociones fuertes, ya me entiendes.
El nuevo jugador después de otras dos manos de calentamiento, pidió una partida en serio. La parroquia asintió; algunos sacaron de debajo de la mesa sus maletines negros y los billetes grandes poblaron la mesa por primera vez en la tarde.
Ella se había marchado y no iba a volver… ¿sería verdad? ¿Afortunado en el juego, desafortunado en el amor?: “Probaré suerte una vez más”, alcancé a pensar medio asfixiado por el humo de los puros habanos.
El Gran Abogado barajó con su habilidad habitual y repartió el quinteto mágico a cada uno de los contendientes.
Me gusta mirar mis cartas con parsimonia; les doy el cariño que se merecen.
Ellas a veces me guiñan un ojo de rombo o de pica; el corazón en el pecho y los diamantes sobre la mesa. Empezaba la partida.
Hasta los jugadores más expertos se emocionan ante una buena mano, o ante una mala; eso es lo que les pierde. El que mi cara viniera triste de antemano era una ventaja formidable en este aspecto; ni las combinaciones más extraordinarias me hacían olvidar.
El juego fue eliminando a los viejos conocidos, que dejaban bocabajo sus cartas en la mesa y esperaban a la siguiente partida.
El joven americano se escondía tras su jugada y parecía escrutar mis ojos, los del último jugador, junto a él, que quedaba en la partida. Es posible que sólo viera una saca de huesos huyendo bajo la lluvia o la cama vacía de ti, seis inviernos seguidos.
Sea como fuere, cerró su abanico de cartas y apostó fuerte. Y perdió. Una y otra vez.
Parecía no importarle demasiado; disfrutaba el juego como nunca había visto a nadie, ni siquiera a mí. Tuve suerte y muchas de sus pérdidas fueron a parar al fondo de mi bolsillo derecho; inexplicablemente la racha positiva seguía abrazada a mis rodillas: “Te quiero, nena”.
La partida terminó y salí mostrando el pulgar en alto a mi amigo el camarero.
En la calle, la tarde ya partía por el sendero de más allá de los edificios.
Una limusina blanca, radiante, esperaba a Jeffrey Libby que caminaba hacia ella como sujetado por hilos celestiales. Entre carcajadas habló con el gorila que tenía como chofer, parecía un hombre realmente feliz de la vida. Un tipo con suerte.
Me encaminé en busca de un nuevo hotel para dormir; con las ganancias de hoy podía permitirme alguna de las mejores habitaciones de la ciudad, aunque sólo fuera por esta noche. Una cama con olor a almidón y televisión por cable; parecía el mejor de los paraísos. Me plantee incluso darle una buena propina a mi amigo el vagabundo.
La enorme limusina inició su marcha; inexplicablemente había dado la vuelta y circulaba en mi dirección. Sería un error; este lado de la ciudad es el de los perdedores, pensé. Yo seguí andando.
 
Moraleja.. moreleja....


Ah Si ! Hagas lo que hagas, ponte bragas. :P
 
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