A mi me asusta bastante todo lo sucedido después de la gran ruptura. No me refiero a episodios de locura transitoria (que los tuve, lo cual no es de extrañar en medio de una presión profesional muy grande, en un entorno idiomáticamente ajeno, etc), ni al empantanamiento en el recuerdo de la persona durante más tiempo del debido (y, desde luego, durante muchísimo más tiempo del que ella haya podido pensar en mí). Me refiero a otra cosa, más grave aún, a mi entender. Me refiero a la sensación de que la vida que vives ya no es tuya. Eso puede ser terriblemente injusto para quienes te rodean, supongo. Y, desde luego, es un modo de hacerse uno un daño infinito, sin darse cuenta. No es que no ame uno a otras mujeres. Claro que sí. El abismo se abre ante la perspectiva de que de ahí surgan más cosas. Ante la tesitura de, por caso, ser padre con una de esas, y luego abuelo, y de estar un día en el jardín viéndolos a todos corretear, y que uno de los mocosos pregunte a su madre, a mi hija, “mami, ¿por qué al abuelo le salen lágrimas cuando suena esa música rusa que pone?". Y que la familia entera fuera, qué sé yo, de Ciudad Real. Y que mi mujer dijera, cuando le preguntaran "sí, estuvo en Europa, pero no me preguntes qué país, si total, son todos iguales"......
Sé que no es bueno detener la vida con imaginaciones del futuro, y trato de no hacerlo más. Con esa imagen lo que quería es expresar una dificultad fundamental. La de tragarse uno la propia vida como quien traga sapos y culebras.
Ya que estamos en esto, voy a contar una anécdota que a mí me pareció conmovedora cuando la viví. Ya sabéis que a las mujeres les encanta preguntarnos, en momentos de silencio, tras cenar, o tras un polvo, o cuando sea, eso de "¿en qué piensas?". Y ya sabéis que en realidad, solemos responder la verdad, diciendo "en nada". Ellas se creen que de ese modo escondemos no sé qué misterios inconfesables, pero lo cierto es que casi siempre es cierto que no estamos pensando en nada. Tienen la rara habilidad de preguntarnos en esos momentos en que se nos nubla la mente, en que desconectamos, en el punto ciego del pensamiento y la imaginación. Es verdad que no pensamos en nada. En mi caso siempre ha sido así. Pero hubo una vez, una sola vez, en que no fue así. Iba yo en el coche (alquilado, no vayáis a creer) desde el aeropuerto de Hamburgo hasta casa de mi segunda novia rusa en la ciudad, con ella sentada atrás (a algunas no les gusta sentarse de copiloto), tras acabar de recogerla de su vuelo de vuelta tras las vacaciones. Besitos en la terminal. Una flor y un regalito que llevaba para ella. Y con ganas de reencontrarnos tras un mes sin vernos (y de noche, polvo, claro). Yo estaba, en esos momentos, muy feliz con aquella muchacha, amando con serenidad, y, en buena medida, siendo feliz no tanto por lo que ella me deaparaba, sino por ver que volvía a estar feliz. Riendo con ella, con sus gracias, pero también con el hecho de poder volverme a reir, tras año y medio de infierno. Y, por dentro, mientras conduzco, le echo miradas por el espejo retrovisor del interior del coche, para verla, mirando lo que yo interpreto como inocencia, candidez (ya sé que esas cosas son ridículas; luego puede ser una zorra tremenda), y se me disparan los pensamientos del tipo "hay que ver lo rara que es la vida, la de vueltas que da, otra vez estás tú aquí feliz con una, cuando parecía que ya nunca....." y los pensamientos se deslizan automáticamente hasta llegar a algo que podría formularse como "si te llegan a decir después de lo de Julia que ibas a estar ahora aquí, si ahora te viera ella....." Y en ese instante, se me dispara una sonrisita bobalicona, que mezclaba la felicidad del momento aquel con mi nueva novia con un recuerdo de los instantes de felicidad suma con la otra, antes de la ruptura y el infierno. Y en ese momento, inocentemente, como una nena traviesa que pregunta a su papi, me llega del asiento de atrás una pregunta "¿por qué sonríes? ¿de qué te ríes? ¿En qué estás pensando?". Pregunta lanzada como desafío travieso de quien quiere jugar, de quien quiere involucrarte en algo, de quien quiere que compartamos cosas, en modo alguno como formulario de inquisición, como prueba de celos ni nada así. Y héteme aquí que el pobre profesor, con un corazón roto para siempre desde la gran ruptura, contestó, "en nada, no pienso en nada". Es la única vez que no era cierto. Es eso lo que me preocupa.