Esto es un buen relato, hijo de perra:
Hay un crío que no para de berrear en la zona BUSINESS, tiene ese llanto agudo y atiplado de niño bien, consentido y futuro dueño de una cadena de hoteles. Necesito dormir, me duele la cabeza y dudo que esa mezcla entre azafata y actriz porno me traiga otra ginebra.
Me gustaría tener el código penal para ver cuánto te puede caer por lanzar un infante desde una altura de quince mil pies. Imaginar al pequeño Donald Trump cayendo en diagonal entre las nubes me arranca media sonrisa. La azafata rubia se piensa que iba dirigida a ella y me la devuelve enseñándome los dientes más blancos que he visto en mi vida. Aprovecho el contacto visual y muevo un carrillo enérgicamente con la punta de mi lengua. La azafata porno duda unos segundos todavía con la sonrisa de manual en la boca y le repito el gesto más transcultural después del abrazo y el beso. Qué menos que una buena felación por parte del personal de cabina después de lo que me ha costado el vuelo.
La azafata desaparece tras una cortinilla azul. ¿Habilitará algún asiento especial, con todas las garantías de seguridad en vuelo internacionales, para engullírmela? Me la imagino con esas almohaditas incomodísimas bajo sus rodillas para evitar rozaduras en plena faena mientras contemplo entre espasmos de placer a buena parte de la tripulación masculina con la mano levantada para conseguir las mismas atenciones que el pasajero 17ªA.
Mis ilusiones se esfuman cuando la cortinilla se vuelve a abrir y aparece una mujer bigotuda y corpulenta con el mismo uniforme que mi azafata, acercándose a paso firme hacia mí. Ruego a Dios que se pare el motor del avión o que algún yihaidista pulse el botón de la salvación eterna para que esta luchadora libre mexicana no se eche sobre mí. Me acurruco contra la ventanilla y el mamut me interroga sin cortesía sobre mis necesidades. Le digo que está todo correcto aunque no me faltan ganas de preguntarle con lascivia si le han abierto alguna vez la puerta de atrás. No cogí seguro de viaje al contratar el vuelo.
Sufro de priapismo, una incómoda disfunción sexual fruto de un desorden de la médula espinal heredado por mi abuelo que provoca una erección sostenida y dolorosa sin necesidad de estimulación sexual. Cuando alcanzo cierto grado de excitación, no me queda otra opción que correrme en un breve espacio de tiempo para librarme de la agonía. En caso contrario, las consecuencias pueden ser funestas.
Espero el momento adecuado ya que hay dos viejas con vejigas como el Hinderburg que no cesan de peregrinar una y otra vez hacia el retrete. Mi integridad física peligra, mi pene parece ya una mazorca de maíz a punto de estallar. Me levanto de un respingo y marcho al trote hacia mi retrete salvador.
Culminar una cálida paja o dejar una nota que incrimine a la azafata porno como inductora de la explosión de mis escrotos como dos chicles en las bocas de dos pandilleros del Harlem. No hay tiempo. Cierro la puerta con pestillo y me encomiendo a San Juan Bautista al comprobar el preocupante estado de mis genitales. Antes de agitar dos veces mi coctelera, oigo la voz de una vieja apremiándome y acto seguido, escucho una ventosidad de la misma que parece apoyar sus palabras. Así no hay quién se concentre.
Pienso en un campo de fútbol lleno de tías desnudas reclamándome. En una sacerdotisa asiática con el cuerpo bañado en aceite. En una sauna de vapor con dos amigas bisexuales magreándose antes de hacerme un homenaje.
La vieja aporrea la puerta “¡eeeeeeeeehhhhh tttuuuuuuu!”.
Vuelve a desconcentrarme. Sudo como un jugador de la NBA. Le suplico que espere. No entiendo lo que dice, vuelve a gritar. Llega más gente, incluída la azafata prima hermana de la orca Willy.
Intento permanecer ajeno a los improperios que se oyen al otro lado. Me duele el brazo de tanto movimiento. Se me está quedando dormido, sería mi perdición. Hay turbulencias, oigo al comandante pedir a todos que se abrochen los cinturones y tranquilidad pero mi corazón no parece escucharle. Dios mío, pienso, voy a morir en mitad del vuelo. Mi glande está rojo como la nariz de un payaso. Hace ya un rato que he dejado de respirar, reservo todas mis energías para lograr una corrida que me devuelva la vida.
Qué paradoja, al final iban a tener razón con eso del eterno retorno…
Y cuando empiezo a ver la luz, el túnel y a toda mi familia difunta con espumillones y serpentinas, surge el milagro.
Mi azafata porno comienza a gritarme de todo. Hijo de puta. Cabrón. Tiene una voz aguda, como de una quinceañera resabidilla. Su acento del este de Europa hace que me detenga en mitad del túnel. Budapest, capital mundial del cine porno. Sigue insultándome, con lo que me pone que me llamen de todo. Aíslo su angelical voz de entre todas las demás: de las viejas meonas, de las del copiloto, de la de un pasajero experto en artes marciales que me espera en posición de ataque por si salgo con una bomba de uranio en una mano y el Corán en la otra.
Ya llega. Salvado por la campana. Siento un maremoto avanzando imparable por mi sistema urológico. Tengo la costumbre de elegir al azar una vocal cuando alcanzo el orgasmo. Esta vez le toca a la o. Un oooo que alerta a todo el pasaje. El seguro del retrete empieza a ceder. Dan por seguro que o echan la puerta abajo o acabarán por cubrir con sus cenizas a una bandada de pinzones.
Gritos. Caos.
Por mí como si me echan aceite hirviendo. Si eres un tío sabrás de lo que hablo. Voy a estallar. Creo que me dejaré la marca de los dedos en la polla de por vida.
La puerta se abre y el seguro salta como un sapo metálico. Está lleno de gente como el camarote de los hermanos Marx. Teníais que ver sus caras cuando mi nata empieza a salpicarles. Se empujan unos a otros para evitar mi lluvia láctea. Todo parecer suceder en cámara lenta. En la banda sonora del avión Pavarotti parece querer participar de la situación con Nessum Dorma. Apunto adrede hacia las viejas meonas que desamparadas por sus artrosis, mueven los brazos como un vampiro lo haría si se encontrase en mitad de una montaña de ajos. Los gritos se mezclan, se superponen. Miran horrorizados al individuo que no cesa de cascársela sobre ellos con los pantalones a la altura de las rodillas como en una emboscada sexual. A la azafata campeona de sumo le cuelga un grumo de un ojo que tardará en recuperar la visión. El karateka fracasado corre a su asiento con varios millones de mis espermatozoides intentando fecundar el caimán de su polo Lacoste.
Una risa imparable y gutural surge de mi garganta contra mi voluntad como si estuviese poseído por alguna alma sin descanso de un vuelo accidental sin resolver. Alaridos por el pasillo, niños llorando sin saber por qué, la gente abrazándose con sus compañeros de asiento dando por seguro la muerte inminente. Tan sólo se escucha a un valiente, un hombre con principios que manda a su esposa a freír setas para acto seguido revelarle lo mucho que sentía no haberse tirado antes a su secretaría.
Voy perdiendo la consciencia poco a poco, mi espalda empapada se desliza lentamente contra la pared mientras escucho al comandante anunciar un aterrizaje de emergencia.
Joder comandante, acierto a pronunciar antes de perder el sentido, sólo quería hacerme una paja.