P
pulga
Guest
Anoche tuve un sueño entre los ardores nocturnos.
En mi sueño yo era un peregrino del Camino de Santiago, un peregrino del año mil que viajaba solo, un peregrino de origen polaco, obsesionado con ver la reliquia del apóstol Santiago.
Un peregrino que cruza Europa buscando una respuesta, una prueba terrenal y llega a la muga de Aragón, al Summus Portus de los romanos, con los pies ensangrentados, con una gangrena imparable en un codo (el mordisco de una rata sifílítica, francesa), y es atendido en el hospital de Santa Cristina del Summus Portus, a ochocientos cincuenta kilómetros de Santiago de Compostela.
Es el año mil.
No hay nadie en ningún sitio.
El mundo es un fuego enorme y sin fronteras.
Los males están todos sin resolver y son grandes y santos.
Los bienes hay que ir a buscarlos.
Conocer es un viaje largo y difícil.
Dios está en todas partes y en ningún lugar hay nada sino Dios.
Todo es apariencia: la nieve no es nieve ni el calor es calor, ni la vida es la vida, ni la muerte la muerte.
El conocimiento es una duda lujuriosa.
Al descender la ruta del Somport hacia Puente la Reina me equivoco, y ando caminos imprevistos.
Mi equivocación es fruto de la meditación transcendental a la que me someto mientras camino.
Así que aparezco en La Mancha, en donde las gentes ríen de mi equivocación -una equivocación sospechosa de herejía, sin duda- hasta que una hermosa dama de ojos verdes me da cobijo, sana mis pies, saja mi codo, me caso con ella y se acaba el sueño.
Estoy otra vez delante del día de hoy, mil años después.
En mi sueño yo era un peregrino del Camino de Santiago, un peregrino del año mil que viajaba solo, un peregrino de origen polaco, obsesionado con ver la reliquia del apóstol Santiago.
Un peregrino que cruza Europa buscando una respuesta, una prueba terrenal y llega a la muga de Aragón, al Summus Portus de los romanos, con los pies ensangrentados, con una gangrena imparable en un codo (el mordisco de una rata sifílítica, francesa), y es atendido en el hospital de Santa Cristina del Summus Portus, a ochocientos cincuenta kilómetros de Santiago de Compostela.
Es el año mil.
No hay nadie en ningún sitio.
El mundo es un fuego enorme y sin fronteras.
Los males están todos sin resolver y son grandes y santos.
Los bienes hay que ir a buscarlos.
Conocer es un viaje largo y difícil.
Dios está en todas partes y en ningún lugar hay nada sino Dios.
Todo es apariencia: la nieve no es nieve ni el calor es calor, ni la vida es la vida, ni la muerte la muerte.
El conocimiento es una duda lujuriosa.
Al descender la ruta del Somport hacia Puente la Reina me equivoco, y ando caminos imprevistos.
Mi equivocación es fruto de la meditación transcendental a la que me someto mientras camino.
Así que aparezco en La Mancha, en donde las gentes ríen de mi equivocación -una equivocación sospechosa de herejía, sin duda- hasta que una hermosa dama de ojos verdes me da cobijo, sana mis pies, saja mi codo, me caso con ella y se acaba el sueño.
Estoy otra vez delante del día de hoy, mil años después.