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- 18 Abr 2005
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Los que ahora rondamos los 40 y tuvimos la suerte, conocimos esos templos secretos.
Me refiero a la habitación de aquellas chavalitas góticas de los 2000s. Esa chavala con la raya infinita en los ojos y leggins negros ceñidos, que te invitaba a su cuarto y tú entrabas con la misma mezcla de fascinación y deseo que si te abrieran un portal a otro plano.
Entrar en uno de esos cuartos era una experiencia completa.
Un ritual.
Primero, el olor.
Inconfundible.
Te recibía una mezcla espesa y adictiva de suavizante dulce, con perfume de gama media pero eterno: Amor Amor de Cacharel, Halloween de Jesús del Pozo, Flower de Kenzo…; el humo tibio de un Camel medio apagado en un cenicero de ruleta. En el aire flotaba el incienso de bazar chino y si tenía velas —que las tenía— la cera caliente aportaba un calor húmedo a la atmósfera. Y, para rematar, las intensas feromonas de su coño cuasi-virgen.
El suelo podía ser de terrazo con una moqueta oscura o repleto de alfombras suaves y cuidadas.
Siempre había calzado tirado: unas Dr. Martens con los cordones reventados, unas Converse oscuras, Vans a cuadros negros y grises, un cinturón de púas enrollado, unas medias de rejilla con carreras.
En un taburete también vivía su bolso: una bandolera negra con chapas de HIM, The Cure, Cradle, algún heartagram, y un Clipper de Bob Marley.
La cama era otro mundo.
De 105 si tenías suerte, con funda nórdica negra o granate. Los cojines eran blanditos y reconfortantes, y algún peluche de Jack Skeleton.
Las sábanas olían a ella, a su colonia, a su pelo con champú Fructis, a su tabaco.
Olía a lo que venías buscando.
Las paredes estaban llenas de posters y ni un solo centímetro del techo estaba sin cubrir por una "bandera" impresa: The Crow, Joy Division con su portada de ondas, The Cure, HIM, Marilyn Manson, Nightwish, Paradise Lost, Type O Negative, Bauhaus, Tool, A Perfect Circle, Metallica del '91, Placebo; y los patrios: Héroes del Silencio, Extremoduro, Marea.
Todo colgado con chinchetas y Blu-Tack ya medio fosilizado.
El colofón era un atrapasueños de mercadillo y banderolas tibetanas.
En el corcho había entradas de conciertos, fotos reveladas de carrete, tiras de fotomatón, frases de Benedetti o Hesse con subrayado emo, y un condón sin abrir por hacer la gracia.
Debajo una guitarra acústica de segunda mano y tablaturas impresas en Arial 12 de "Come As You Are", "So payaso" y "La chispa adecuada".
El escritorio era la cueva de datos. Torre de PC beige, monitor culero de 17", con la salida de audio conectada a la entrada externa de una minicadena Aiwa.
El Winamp con skin marengo y visualización MilkDrop sacando espirales como si fuese pasado de ácido.
Tarjetas de red que se colgaban, tarrinas de CDs grabados con indeleble: “GOTH MIX VOL.1”, “APC/Tool”, “EvaneSence–HeRoEs–NIN”, “EXTREMODURO LIVE’99”, “My Dying Bride mix”...
Todo en minúsculas y con algún corazón negro.
Algunos CDs estaban dentro de carátulas DIY: una hoja doblada con collage en blanco y negro pegado con barra Pritt.
Y una lámpara de lava, por supuesto, para ambientar.
En el primer cajón, libreta Moleskine falsa llena de poesía angustiada, dibujos a boli, ojos llorando, calaveras con rosas y 15 pavos de costo envueltos en papel albal.
En el segundo, un delineador de Khol, sombras burdeos, brillo con purpurina. Y una cuchilla oxidada que no sabías si era de depilarse o de autolesiones.
La estantería tenía biografías de músicos, un ejemplar de '1001 discos que hay que escuchar antes de morir', catálogos de la TIPO, a falta Poe, Lovecraft, Anne Rice, Benedetti, Pizarnik, Baudelaire, Hesse; y DVDs de Donnie Darko, Inocencia interrumpida, El Cuervo, Pesadilla antes de Navidad, Bitelchús..., la mayoría comprados en el top manta.
La minicadena era su templo sonoro con CD, cassette y radio.
Altavoces forrados con pegatinas de calaveras, símbolo ankh, un lazo punk.
Allí sonaban Nirvana, Avril Lavigne, Whitesnake, Tesla, The Cure, Placebo, HIM, Evanescence, Nightwish, Tool, Anathema, The Sisters of Mercy, Apocalyptica, Dover, Héroes y Extremoduro a 128 kbps.
Todo eso sonaba con la puerta cerrada, mientras ella se tumbaba boca arriba con los ojos cerrados, el pelo negro alisado con mechas rosas sobre la almohada y el humo del hachís subiendo lento. A veces simplemente te miraba y decía: "¿Te has fijado en cómo entra la luz por la cortina?". Y tú asentías, mientras mirabas cómo se le marcaba el cameltoe bajo la camiseta de HIM.
Ese cuarto era una extensión de su alma.
Luces cálidas, sombras, intimidad. Había cosas sagradas: su choker de pinchos, su pintauñas negro, las chapas en el corcho, su libreta, las frases de amor herido, su almohada húmeda de lágrimas y risas.
Hoy todas esas chicas son madres, profesoras, o están a saber dónde.
Pero esa habitación permanece congelada en el tiempo, en nuestra memoria. Nosotros entramos una vez, oliendo a Axe y, sin saber nada del mundo, ella nos enseñó que un cuarto podía ser un universo completo. Que un CD podía ser una declaración de principios.
Y que el rabillo del ojo bien hecho era casi tan morboso como una felación con mirada sumisa.
Las echo de menos. Esas habitaciones, digo.
Me refiero a la habitación de aquellas chavalitas góticas de los 2000s. Esa chavala con la raya infinita en los ojos y leggins negros ceñidos, que te invitaba a su cuarto y tú entrabas con la misma mezcla de fascinación y deseo que si te abrieran un portal a otro plano.
Entrar en uno de esos cuartos era una experiencia completa.
Un ritual.
Primero, el olor.
Inconfundible.
Te recibía una mezcla espesa y adictiva de suavizante dulce, con perfume de gama media pero eterno: Amor Amor de Cacharel, Halloween de Jesús del Pozo, Flower de Kenzo…; el humo tibio de un Camel medio apagado en un cenicero de ruleta. En el aire flotaba el incienso de bazar chino y si tenía velas —que las tenía— la cera caliente aportaba un calor húmedo a la atmósfera. Y, para rematar, las intensas feromonas de su coño cuasi-virgen.
El suelo podía ser de terrazo con una moqueta oscura o repleto de alfombras suaves y cuidadas.
Siempre había calzado tirado: unas Dr. Martens con los cordones reventados, unas Converse oscuras, Vans a cuadros negros y grises, un cinturón de púas enrollado, unas medias de rejilla con carreras.
En un taburete también vivía su bolso: una bandolera negra con chapas de HIM, The Cure, Cradle, algún heartagram, y un Clipper de Bob Marley.
La cama era otro mundo.
De 105 si tenías suerte, con funda nórdica negra o granate. Los cojines eran blanditos y reconfortantes, y algún peluche de Jack Skeleton.
Las sábanas olían a ella, a su colonia, a su pelo con champú Fructis, a su tabaco.
Olía a lo que venías buscando.
Las paredes estaban llenas de posters y ni un solo centímetro del techo estaba sin cubrir por una "bandera" impresa: The Crow, Joy Division con su portada de ondas, The Cure, HIM, Marilyn Manson, Nightwish, Paradise Lost, Type O Negative, Bauhaus, Tool, A Perfect Circle, Metallica del '91, Placebo; y los patrios: Héroes del Silencio, Extremoduro, Marea.
Todo colgado con chinchetas y Blu-Tack ya medio fosilizado.
El colofón era un atrapasueños de mercadillo y banderolas tibetanas.
En el corcho había entradas de conciertos, fotos reveladas de carrete, tiras de fotomatón, frases de Benedetti o Hesse con subrayado emo, y un condón sin abrir por hacer la gracia.
Debajo una guitarra acústica de segunda mano y tablaturas impresas en Arial 12 de "Come As You Are", "So payaso" y "La chispa adecuada".
El escritorio era la cueva de datos. Torre de PC beige, monitor culero de 17", con la salida de audio conectada a la entrada externa de una minicadena Aiwa.
El Winamp con skin marengo y visualización MilkDrop sacando espirales como si fuese pasado de ácido.
Tarjetas de red que se colgaban, tarrinas de CDs grabados con indeleble: “GOTH MIX VOL.1”, “APC/Tool”, “EvaneSence–HeRoEs–NIN”, “EXTREMODURO LIVE’99”, “My Dying Bride mix”...
Todo en minúsculas y con algún corazón negro.
Algunos CDs estaban dentro de carátulas DIY: una hoja doblada con collage en blanco y negro pegado con barra Pritt.
Y una lámpara de lava, por supuesto, para ambientar.
En el primer cajón, libreta Moleskine falsa llena de poesía angustiada, dibujos a boli, ojos llorando, calaveras con rosas y 15 pavos de costo envueltos en papel albal.
En el segundo, un delineador de Khol, sombras burdeos, brillo con purpurina. Y una cuchilla oxidada que no sabías si era de depilarse o de autolesiones.
La estantería tenía biografías de músicos, un ejemplar de '1001 discos que hay que escuchar antes de morir', catálogos de la TIPO, a falta Poe, Lovecraft, Anne Rice, Benedetti, Pizarnik, Baudelaire, Hesse; y DVDs de Donnie Darko, Inocencia interrumpida, El Cuervo, Pesadilla antes de Navidad, Bitelchús..., la mayoría comprados en el top manta.
La minicadena era su templo sonoro con CD, cassette y radio.
Altavoces forrados con pegatinas de calaveras, símbolo ankh, un lazo punk.
Allí sonaban Nirvana, Avril Lavigne, Whitesnake, Tesla, The Cure, Placebo, HIM, Evanescence, Nightwish, Tool, Anathema, The Sisters of Mercy, Apocalyptica, Dover, Héroes y Extremoduro a 128 kbps.
Todo eso sonaba con la puerta cerrada, mientras ella se tumbaba boca arriba con los ojos cerrados, el pelo negro alisado con mechas rosas sobre la almohada y el humo del hachís subiendo lento. A veces simplemente te miraba y decía: "¿Te has fijado en cómo entra la luz por la cortina?". Y tú asentías, mientras mirabas cómo se le marcaba el cameltoe bajo la camiseta de HIM.
Ese cuarto era una extensión de su alma.
Luces cálidas, sombras, intimidad. Había cosas sagradas: su choker de pinchos, su pintauñas negro, las chapas en el corcho, su libreta, las frases de amor herido, su almohada húmeda de lágrimas y risas.
Hoy todas esas chicas son madres, profesoras, o están a saber dónde.
Pero esa habitación permanece congelada en el tiempo, en nuestra memoria. Nosotros entramos una vez, oliendo a Axe y, sin saber nada del mundo, ella nos enseñó que un cuarto podía ser un universo completo. Que un CD podía ser una declaración de principios.
Y que el rabillo del ojo bien hecho era casi tan morboso como una felación con mirada sumisa.
Las echo de menos. Esas habitaciones, digo.
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