En la penumbra del gabinete, las velas oscilaban como si se rindiesen ante un viento invisible. Fausto, fatigado de palabras y promesas, se sentó junto al fuego. Mefistófeles, con esa sonrisa ambigua que nunca revelaba del todo burla ni ternura, se inclinó hacia él.
—¿No te cansas de buscar afuera lo que quizá ya late en ti? —susurró el demonio, rozando con su sombra el perfil del sabio.
Fausto, turbado, apartó la mirada, pero no pudo evitar que un calor distinto al del fuego lo recorriera.
—Tú me tientas con mundos, con riquezas, con gozos… —dijo Fausto con voz apenas audible—. ¿Y qué me ofreces cuando el silencio cae, cuando lo humano se desnuda de artificios?
Mefistófeles se acercó aún más, y el espacio entre ambos se volvió estrecho, íntimo. Su mano, ligera, se posó sobre la de Fausto, como quien no obliga, sino simplemente señala un sendero que ya estaba abierto.
—Te ofrezco compañía —respondió el demonio—. No la del bullicio ni la de los aplausos, sino la de quien permanece aun en la hora más sombría.
El tiempo se suspendió. Ninguna palabra siguió, sólo la proximidad compartida, un entendimiento callado que ardía más que el fuego. Fausto cerró los ojos, sin querer distinguir si era pasión, consuelo o perdición lo que en ese instante lo envolvía.
Fausto abrió los ojos lentamente. El resplandor de las velas parecía haberse multiplicado, como si la habitación hubiera sido cubierta de estrellas. Y, sin embargo, ninguna ventana estaba abierta al cielo.
Mefistófeles lo observaba con esa calma inquietante que siempre parecía saber más de lo que decía. Su voz descendió casi a un murmullo:
—No temas, Fausto. Todo lo que arde dentro de ti no es sino un reflejo de lo eterno. ¿Creías que sólo los ángeles conocen la ternura?
Fausto sintió un estremecimiento, mezcla de vértigo y revelación. Había pasado su vida entera en busca de lo absoluto, del secreto último de las cosas, y ahora lo encontraba no en un libro, ni en la geometría de las estrellas, sino en la cercanía de aquel ser que era su guía y su verdugo.
—Si esto es tentación —dijo Fausto, apenas atreviéndose—, confieso que me resulta más humana que todos tus trucos.
Mefistófeles sonrió, sin ironía esta vez. Con un gesto leve, casi paternal, recogió una hebra de cabello de la frente de Fausto y la dejó caer suavemente sobre su mejilla.
—No hay diferencia entre lo humano y lo infernal cuando ambos se tocan —respondió—. ¿No ves? Aquí, en este instante, somos simplemente dos llamas que comparten el mismo aire.
El silencio volvió a rodearlos, pero ya no era un silencio vacío: parecía contener en sí un pacto secreto, un vínculo que no necesitaba ser nombrado.
De pronto, una de las velas se apagó sola, como si quisiera sellar el pacto sin testigos. La penumbra engulló los contornos de la estancia, y sólo quedaron visibles dos figuras unidas por la cercanía.
Fausto, con un suspiro profundo, inclinó la cabeza, sin saber si rendido o agradecido. Mefistófeles no añadió palabra: bastaba el roce apenas perceptible de su mano, un gesto que no buscaba poseer, sino confirmar.
En ese instante, lo que había entre ambos no fue ni ciencia, ni magia, ni condena. Fue una verdad callada, imposible de escribir en tratados ni de anunciar en altares.
Cuando Fausto alzó la mirada, Mefistófeles ya se había apartado, como si nada hubiera ocurrido. Pero en los ojos del sabio brillaba una certeza nueva: aquella noche, lo prohibido se había transformado en confidencia, y lo eterno había tomado la forma de un instante compartido.
Y el fuego, cómplice, siguió ardiendo en silencio.
La noche caía sobre el Pequod. La cubierta, bañada de luna, parecía flotar en un silencio distinto, casi irreal. El viento marino, más suave que de costumbre, acariciaba las jarcias como si quisiera arrullarlas.
Los hombres se habían reunido en un círculo disperso, compartiendo historias y canciones que nacían de todos los puertos y lenguas. El ron corría de mano en mano, y con él la risa, los gestos cómplices, las miradas que se prolongaban más de lo habitual.
Starbuck, reservado, dejó que su mano rozara por un instante la de Queequeg, que le devolvió el contacto con esa serenidad de quien conoce la fuerza de la ternura. Ishmael, más joven, observaba todo con asombro, sintiendo cómo el mar parecía alentar una intimidad desconocida entre los cuerpos fatigados del trabajo y la soledad.
Incluso Stubb, siempre jocoso, suavizó su voz, cantando un estribillo casi melancólico, mientras los hombros se rozaban en la penumbra y el calor compartido suplía el frío del océano.
No hubo palabras que nombraran lo que ocurría, ni falta hacían: los marineros sabían que aquella fraternidad iba más allá del deber, más allá de la caza, más allá de los sueños de Ahab. Por una noche, la cubierta del Pequod fue un refugio donde la piel y la mirada eran lenguaje suficiente.
El mar, en silencio, guardó el secreto.
La luna, inmensa y redonda, se erguía sobre el océano como un ojo blanco que todo lo veía. En la cubierta del Pequod, los marineros parecían moverse no como hombres, sino como astros que orbitan, atraídos por una fuerza invisible.
Queequeg, tatuado como un mapa sagrado, dejó caer su brazo sobre el hombro de Ishmael. El contacto no era gesto casual, sino un puente: las líneas en su piel parecían encenderse a la luz de la luna, como si en ellas se dibujara un lenguaje antiguo, ilegible y eterno.
Starbuck, hombre de fe severa, sintió cómo la rigidez de su espíritu se ablandaba. En el roce de sus compañeros descubría no la tentación, sino un rito: un llamado a reconocerse frágil y humano, a compartir el fuego secreto que la soledad del mar avivaba.
El viento, al pasar entre las velas, sonaba como un canto coral. Y en ese coro sin palabras, los cuerpos se acercaban, se tocaban, se mezclaban, como olas que no conocen frontera entre sí.
Por un instante, la cubierta dejó de ser madera y hierro, y se transformó en altar. Allí no había pecado ni condena, sólo un misterio compartido: la certeza de que en medio del océano, bajo la mirada infinita del cielo, los hombres podían entrelazar sus almas y sus sombras sin temor.
Cuando la madrugada asomó, ninguno habló de lo ocurrido. Pero el mar lo había registrado en su memoria insondable, como un himno secreto que aún resuena en su oleaje.