Tan solo hace falta caminar un rato por cualquier ciudad inglesa para darse cuenta. Das una vuelta por cualquier barrio residencial y encuentras una infinidad de “victorian houses” destartaladas y mal conservadas, con jardines delanteros donde la maleza crece a su antojo y se acumula basura y chatarra de todo tipo (sofás roídos, televisores viejos de tubo, piezas de motor). Los pocos afortunados que tienen garaje lo utilizan de trastero, o casi se diría de vertedero, pero jamás guardan el coche en él. Esos garajes de rincones húmedos donde se acumulan muebles viejos y bicicletas sin ruedas son hogar de arañas y otros insectos, por no hablar de las ratas. Si uno va a un hostal algo más barato puede oírles roer la madera entre las paredes.
Y qué decir de la negrura y la oscuridad del país. De noviembre a febrero uno se convierte en un vampiro. A las tres y media es noche cerrada, y durante el día la cosa no pinta mejor: niebla sempiterna, humedad y la omnipresente lluvia que es como una tortura china. Me di cuenta de por qué los días en UK son tan oscuros en uno de mis viajes en avión; cuando despegamos, vi que atravesábamos una capa de nubes y más arriba había otra, más densa y oscura si cabe, que se cernía sobre todo el territorio como una maldición, como la broma definitiva de un dios cruel. Por eso la mayoría de los días uno no puede ni localizar dónde está el sol; todo el cielo es de un opresivo color plomo.
Durante las noches al país lo barren vientos fríos del Atlántico y del mar del Norte que se cruzan y hacen danzar la basura en calles solitarias. La poca gente que se atreve a caminar por las calles se arrebuja en abrigos oscuros y se pone sus capuchas y uno nunca sabe si se trata de simples trastornados o algo más. Una vez, cruzando una zona arbolada para coger el autobús, completamente de noche, me encontré a un tipo riendo y fumando bajo la lluvia mientras lanzaba improperios al cielo. Las noches gélidas y húmedas perpetúan la maleza y los hierbajos que crecen en cualquier grieta; en las paredes interiores de algunas casas crecen hongos como setas y para repararlas arrancan el papel pintado y la moqueta durante los fines de semana. Arreglar la propia casa es cuestión de orgullo nacional; jamás ningún británico llamó ni llamará a un carpintero.
Otra cosa que uno observa es la ingente cantidad de mendigos, tan andrajosos como en Estados Unidos pero si cabe más desquiciados; no llevan consigo historias tristes sobre pérdidas o derrotas vitales, solo hay en ellos una profunda locura. Por las noches, muchos se acoplan entre sí como animales, semiocultos en los matorrales de los gigantescos parques. De cuando en cuando matan a algún corredor o paseante despistado, solo por diversión.
Y la cara luminosa del país todos la conocemos: jóvenes borrachos peleando como salvajes y haciendo cola en puestos de “fish & chips” cuyas cajas acaban formando parte del paisaje diario de las calles. Chicas descalzas que van dejando rastros de maquillaje barato en la ropa de los pobres infelices que acabarán contagiándose de su colección de venéreas. Compañeros de trabajo que se destapan como auténticos alcohólicos tragando una pinta tras otra sin siquiera mear. Algún hindú en bicicleta que merodea por las puertas del Tesco o de algún pub por si puede toquetear algún culo maloliente.
Un país oscuro, sucio y tremendamente sórdido. Los tipos trajeados en Londres y las ficciones sobre las que generan dinero siguen alimentando al monstruo. Si algo saben, y sabemos que saben, es venderse a sí mismos y en el resto del mundo como algo agradable e incluso sofisticado. Pero, en condiciones normales, su isla estaría completamente abandonada, como una inmensa y plomiza ciénaga sobre la que nadie querría poner un pie.