Quiromántico
Novato de mierda
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- 30 Jul 2008
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El Ruido
El ruido me persigue. Es un sonido inherente al estado civilizado, y más aún en esta España, repleta de obras, inmigrantes y canis con quad. El hecho es que un buen día, uno está durmiendo tranquilamente a las siete de la mañana y un cabrón se pone a cortar ladrillos a diez metros de mi ventana, cuya persiana, por obra y gracia de LOL, no puede cerrarse, dejando un espacio de un metro de altura; tampoco es cuestión de cerrar la ventana, dado el calor que se registra y el hecho de que no tengo aire acondicionado (usar ventilador es de pobres). Si con eso no fuera suficiente, aunque sí excusable (pues al fin y al cabo un trabajo es un trabajo), puedo estar haciendo la siesta de las cuatro de la tarde o intentar conciliar el sueño a las tres de la mañana y un imbécil pelocepillo que cree que un escalpelo es un peine empieza a darle gas a la moto, a revolucionarla, expeliendo un estruendo por el tubo de escape trucado que se oye a kilómetros a la redonda; eso claro, si eres afortunado y no tienes como vecino a un rumano o búlgaro que está poniendo un cedé con sus primitivas músicas regionales, oscilantes entre Camela y Khaled. Bien. La policía pasa al lado de los canis devoradores de pipas, que en su exhibición de masculinidad motorística me jode la vigilia, y para en el bar de la esquina para tomarse un cortadito.
La Furia
La furia entra en mí, se asienta y crece como Kuato cuando veo que no se observa uno de los pilares en toda civilización que se precie de serlo, el RESPETO. El respeto hacia el sueño, sobre todo, y a mi siesta en particular. El respeto hacia la autoridad, corrupta y dejada, absorta en las rutas circulares de las moscas, el lanzamiento de avellanas o la configuración máxima de palillos apilables. Y en mi ciudad no hay respeto, ni hay respeto ni hostias en vinagre, y la autoridad es incompetente y estúpida, cosa que me toca los cojones sobremanera. Lo cual nos lleva al siguiente punto.
El ruido y la furia
Esta es mi calle. Las señales de tráfico están a unos cien metros de mi balcón, a donde a veces salgo a fumar un cigarrillo. Tienen una altura de aproximadamente 2'10 m. y están separadas por unos 6 metros, casi 7. Gracias al alumbrado público, puedo ver perfectamente el momento en el que el primer hijo de puta que pase haciendo el caballito sea decapitado por el hilo de pescar que pondré esta noche, con premeditación y alevosía. El impacto del casco, rodando por la acera, y el chirrido del acero de la moto, con su maravilloso festival de fuegos artificiales rozando contra el asfalto, serán los ruidos que aplaquen mi furia.
Deséenme suerte para que no pase ningún coche antes y me joda el invento. Y recuerden que ellos me obligaron a hacerlo.
El ruido me persigue. Es un sonido inherente al estado civilizado, y más aún en esta España, repleta de obras, inmigrantes y canis con quad. El hecho es que un buen día, uno está durmiendo tranquilamente a las siete de la mañana y un cabrón se pone a cortar ladrillos a diez metros de mi ventana, cuya persiana, por obra y gracia de LOL, no puede cerrarse, dejando un espacio de un metro de altura; tampoco es cuestión de cerrar la ventana, dado el calor que se registra y el hecho de que no tengo aire acondicionado (usar ventilador es de pobres). Si con eso no fuera suficiente, aunque sí excusable (pues al fin y al cabo un trabajo es un trabajo), puedo estar haciendo la siesta de las cuatro de la tarde o intentar conciliar el sueño a las tres de la mañana y un imbécil pelocepillo que cree que un escalpelo es un peine empieza a darle gas a la moto, a revolucionarla, expeliendo un estruendo por el tubo de escape trucado que se oye a kilómetros a la redonda; eso claro, si eres afortunado y no tienes como vecino a un rumano o búlgaro que está poniendo un cedé con sus primitivas músicas regionales, oscilantes entre Camela y Khaled. Bien. La policía pasa al lado de los canis devoradores de pipas, que en su exhibición de masculinidad motorística me jode la vigilia, y para en el bar de la esquina para tomarse un cortadito.
La Furia
La furia entra en mí, se asienta y crece como Kuato cuando veo que no se observa uno de los pilares en toda civilización que se precie de serlo, el RESPETO. El respeto hacia el sueño, sobre todo, y a mi siesta en particular. El respeto hacia la autoridad, corrupta y dejada, absorta en las rutas circulares de las moscas, el lanzamiento de avellanas o la configuración máxima de palillos apilables. Y en mi ciudad no hay respeto, ni hay respeto ni hostias en vinagre, y la autoridad es incompetente y estúpida, cosa que me toca los cojones sobremanera. Lo cual nos lleva al siguiente punto.
El ruido y la furia
Esta es mi calle. Las señales de tráfico están a unos cien metros de mi balcón, a donde a veces salgo a fumar un cigarrillo. Tienen una altura de aproximadamente 2'10 m. y están separadas por unos 6 metros, casi 7. Gracias al alumbrado público, puedo ver perfectamente el momento en el que el primer hijo de puta que pase haciendo el caballito sea decapitado por el hilo de pescar que pondré esta noche, con premeditación y alevosía. El impacto del casco, rodando por la acera, y el chirrido del acero de la moto, con su maravilloso festival de fuegos artificiales rozando contra el asfalto, serán los ruidos que aplaquen mi furia.
Deséenme suerte para que no pase ningún coche antes y me joda el invento. Y recuerden que ellos me obligaron a hacerlo.