Hoy he ido con mi compadre a lo nuestro, los domingos son buenos. En un servicio, mientras acarreaba con una herrumbrosa carretilla que nos han prestado, se me ha aparecido un ángel. Unos doce o trece, quizás menos, no sé, no estaba desarrollada, plana como una tabla, unas tetas diminutas que apenas se distinguían bajo el rosa chicle de la camiseta ajustada. Un pantalón de esos cortos que enseñan los muslos, blanco. Mediría 10 cm menos que yo, una verdadera jaca.
No era guapa, ni falta que las hace, porque el verdadero poder de esos seres radica en su frescura. No me ha saludado, nadie saluda al de la chatarra cuando entra al patio de la abuela a por la lavadora vieja. Pero la he oído hablar con su abuelo y tenía una voz serena y definida. Mi cerebro ha guardado ese timbre de voz y por medio de un potente software lo ha transformado en hipotéticos jadeos, llantos de himen desgarrado.
La observaba de reojo, como un águila culebrera. Pululaba por allí, sin tarea definida, simplemente impregnaba el jardín con su presencia. El abuelo nos ha invitado a una cerveza y ella, tan divina, se ha sentado apartada tres metros de nosotros donde mi compadre amenizaba el convite con historias inventadas de su pueblo y de su suegro. Durante un instante, un preciso instante en el que el mundo se ha parado, he cruzado mi mirada con la suya. Y puedo asegurar que sí, que lo era, que era una nínfula en toda regla.
Ahora no puedo parar, la tengo en mi mente, ni la masturbación compulsiva me la quita de la cabeza. Solo queda esperar a la próxima luna llena para que desaparezca el hechizo.