No obstante, fue al final de la guerra cuando la epopeya de las armas de la «Haganah» conoció su más extraordinario episodio. Todo empezó en la terraza de un café de Tel-Aviv, una tarde de verano de 1945. Al hojear un periódico, Chaim Slavin se fijó en una pequeña información procedente de Washington. Setecientas mil máquinas herramientas pertenecientes a las fábricas de armamentos de Estados Unidos, todas ellas prácticamente nuevas, iban a ser convertidas en chatarra los próximos meses. Slavin se levantó y fue a su casa para escribir a David Ben Gurion. «Id a buscar esas máquinas —le aconsejó— y hacedlas entrar clandestinamente en Palestina, porque serán la base de una moderna industria de armamentos. Es una oportunidad que la Historia no ofrecerá dos veces al pueblo judío».
Ninguna firma poseía tanto prestigio en este dominio como la del judío ruso, de cuarenta y un años, fugado de las prisiones bolcheviques. Llegado a Palestina con el documento más preciado para un país subdesarrollado —un título de ingeniero—, Chaim Slavin había desempeñado rápidamente, gracias a sus conocimientos en Física y Química, un papel importante en la «Haganah». Responsable, durante el día, de la mayor central eléctrica de Palestina, fabricaba por la noche, en la cocina de un apartamento de Rehovot, pólvora de TNT, y procedía a experiencias de metalurgia para la fabricación de granadas.
Su llamada se produjo solamente algunas semanas después de las revelaciones hechas a Ben Gurion por el alto funcionario americano que acababa de asistir a la conferencia de Yalta. Para el viejo líder, obsesionado desde entonces por la necesidad de preparar a su pueblo para una prueba de fuerza con los árabes, la carta de Slavin era una señal del destino.
Ordenó a Slavin que se reuniera con él en Nueva York. Allá le puso en contacto con el representante de una de las más ilustres y ricas familias judías de los Estados Unidos. Dos pasiones dominaban la vida de Rudolph Sonnenborn: el sionismo y su empresa familiar de productos químicos. A petición de Ben Gurion, había reunido, desde algunos años, un determinado número de líderes sionistas americanos para formar una especie de asociación que se llamaba ya «Instituto Sonnenborn». Elegidos por su afición al secreto, sus miembros constituían una buena representación de la América geográfica e industrial.
Con su concurso, Slavin se puso a trabajar. Comenzó por encerrarse en una habitación de hotel con una serie de viejos ejemplares de la revista Technical Machinery, cuya existencia había descubierto por casualidad en el escaparate de un quiosco. A fuerza de estudiar las numerosas ilustraciones, acabó por conocer de memoria las características de todo el utillaje necesario para la fabricación de los principales armamentos.
Entonces emprendió un gigantesco peregrinaje a través de América. Haciéndose pasar por sordomudo, a fin de no atraer sospechas por su lamentable inglés, logró visitar numerosas fábricas y comprar a precio de chatarra toda una colección de laminadoras, prensas, tornos y otras máquinas-herramienta. Pero la legislación americana complicaba singularmente su empresa. En efecto, ciertos utillajes muy especializados debían ser desmontados e inutilizados por sus propietarios antes de ser enviados a la fundición. Para procurarse aquellas máquinas indispensables, Slavin puso en pie a un ejército de ojeadores para que rastrearan los principales depósitos de chatarra de los Estados Unidos, a la búsqueda de las diferentes piezas. Hasta la más pequeña tuerca era expedida al cuartel general de Slavin, una vieja lechería situada en pleno corazón de Harlem, en el número 2000 de Park Avenue. Allá, con paciencia de orfebre, Slavin reconstruyó sus máquinas.
Al término de esta prodigiosa empresa debía lograr reconstruir el utillaje necesario para la producción diaria de cincuenta mil cartuchos de fusil, una cadena de máquinas herramienta capaces de realizar las mil quinientas operaciones necesarias para la fabricación de ametralladoras en serie, y el equipo para fabricar obuses de mortero de 88 mm. Comprado a peso y precio de chatarra, todo el conjunto costaba dos millones de dólares. Algunos meses antes, este material, nuevo, valía más de cuarenta veces esa suma.
Hacer entrar todas esas máquinas en Palestina constituiría una nueva prueba de fuerza. Su cantidad y su volumen no permitían recurrir a las estratagemas de camuflaje utilizadas antes por Yehudá Arazi. Tras haber dedicado todo su genio a reconstruirlas, Slavin emprendió la tarea de desmontar sus máquinas hasta el menor tornillo y el último perno. Cuando hubo terminado, más de setenta y cinco mil piezas habían pasado por sus manos.
Entonces distribuyó cada pieza según un código de su invención, y luego disimuló el contenido destinado a ser embalado en cada caja, de manera que, en caso de inspección británica a la llegada, pareciese conforme a la mención de «máquinas textiles» que ostentaban las cajas. En efecto, para cubrir la entrada de estos centenares de toneladas de material, Slavin poseía un modesto permiso oficial para la importación de treinta y cinco toneladas de utillaje textil, extendido a nombre de un industrial árabe imaginario. Todas las piezas fueron tan hábilmente disfrazadas, que sólo un ingeniero astuto habría podido descubrir su verdadera naturaleza. De esta guisa, cada caja pudo franquear sin dificultad la aduana británica. Además, la benevolencia de los inspectores estaba asegurada mediante generosos donativos.