Miro las fotos de Mía y reflexiono sobre la vida. Entro en su tuiter, en su facebook, veo sus fotos, sus instantes, sus momentos. Mira a la cámara con ingenua insolencia, sé que es impostada porque ya va talludita, pero su rostro conserva las facciones de un ángel pintado por el más sublime artista renacentista. A veces creo percibir el miedo y la incertidumbre en su mirada, pero, ¿de qué tiene miedo un lirio de invernadero como ella? Si apenas conoce el mundo, el horror, el vértigo del precipicio, el salto al vacío, la conciencia despertándote de madrugada, el silencia que pita en los oídos, la voz callada. Si no ha olido la decadencia hasta tolerarla como un olor propio, no se lame la herida que nunca cicatriza, no comparte su vida con su fiel compañera Soledad. No celebra la navidad con sus amigos: Fracaso, Marginalidad, Perdedor.
¿Y su sonrisa?, ¿quién se la robó?, ¿qué tiene que mira con esos ojitos de doncella encarcelada? Si ya tiene a su príncipe, a su alma gemela, a su media naranja. ¿Por qué sigue en su mundo de fantasía? Con su pelo color hada y su tuiter color rosita. ¿Por qué no sonríe aún a los señores que la miran? Está triste la niña, a la niña se la ha comido la lengua el gato, la niña está enfurruñada.
Es un ser celestial y mataría a cualquiera de vosotros por oír el sonido que hace con el agua de la taza del váter cuando mea. El sonido del chorro al salir en salvaje torrente por su chochito, la espuma blanca sobre el áureo líquido caliente y perfumado. El inicio suave, la fuerza estruendosa del chorro a mitad de la meada, y luego el descenso y las últimas gotitas que como gotas de rocío caen espaciadas y dan la nota final a la composición.